MISCELANEA DE HISTORIA DE CANARIAS (XVII) -VIII

NOTAS AL DIARIO DE LAS HERMANAS CASALON (XIV)

 

12, ALZAMIENTOS,  MOTINES  Y REPRESIÓNES EN CANARIAS (III)

 

Eduardo Pedro García Rodríguez

 

Viene de la entrega anterior.

 

Con gritos de “¡Viva el Rey y muera el mal gobierno!” los vecinos expusieron al fiscal que estaban dispuestos a morir antes que consentir que alguien se apropiara de las tierras de Sardina, porque en ellas pasaban como miserables la vida y que a costa de ella tenían aquel estado.

 

 Después de varias conferencias, y teniendo la más firme promesa por parte del juez especial Román, de que la situación tendría arreglo por la vía judicial, asegurándoles además de que no existía inquina por parte de la Audiencia hacía los vecinos, y que la solución del problema pasaba por la vía judicial y no por las armas.

 

    Sometida esta propuesta a los alzados, hubo disparidad de opiniones entre los más radicales y los moderados, decidiéndose al fin dirigirse a las casas del cabildo donde también esta el posito, depositando allí las armas, banderas cajas e insignias militares.

 

    El capitán Roxas recibió las picas; cerradas las puertas, depositaron las llaves en manos del fiscal don Francisco Román Meléndez, terminando aparentemente la resistencia de los alzados.

 

    Con las armas a buen recaudo, el fiscal creyéndose ya dueño de la situación se quitó la careta y una de las primeras medidas que tomó fue decretar el estado de sitio en la Villa, prohibiendo a los vecinos salir de sus casas bajo pena de ser declarados los infractores traidores al rey. Esta actitud propia de todos los empleados que la corona enviaba a Canarias, mostrando un total desconocimiento de la idiosincrasia del pueblo que trataba de someter, no tuvo en cuenta que los vecinos precisaban moverse con libertad para atender a sus animales y ganado que tenían libre en los campos, este desconocimiento y prepotencia de Román daría al traste con los buenos oficios desplegados por los notables de la Villa ante los alzados. En efecto, a las cuatro de la tarde, se reiniciaron los enfrentamientos al llegar los milicianos de Ingenio con su capitán Gregorio Pérez al frente, éste solicita al fiscal la entrega de las llaves de las casas del cabildo, negándose el juez especial a entregarlas. En una reunión posterior entre el capitán Pérez y Román llegan a un acuerdo mediante el cual para lograr la tranquilidad el capitán Pérez se retira con sus tropas a Ingenio, prometiendo Román una próxima visita para levantar el cuerpo de guardia que habían constituido en el pueblo, mientras tanto ambas autoridades estarían en contacto.

 

     El juez especial, al creerse de nuevo dueño de la situación, y sin que la experiencia anterior le sirviese de mucho, comenzó a fulminar autos Provisiones, cuando aún las heridas estaban sangrantes.

 

    Ante la firmeza de los vecinos en no aceptar ordenes de quien maliciosamente les había engañado, el fiscal se vio obligado a refugiarse en el convento temiendo por su integridad física. Los vecinos afirmaban -y no sin razón- que la actitud del juez especial buscaba perderles, cuando lo único que pretendían era continuar labrando sus tierras, defendiéndose del poder absoluto de Amoreto para evitar ser sus esclavos, y  éstos no podían esperar apoyo por parte  del fiscal sino todo lo contrario.

 

    La jornada iba transcurriendo en una tensa calma en los umbrales del convento, hacía las nueve de la noche  un creciente barullo procedente de la calle puso en sobresalto a Román. Los moradores del convento estaban en estado expectantes cuando hizo su entrada el alcalde Fernández portando una nota del capitán Pérez, de las milicias de Ingenio comunicando al fiscal que Allí se había producido un nuevo alzamiento, y le expone que intentaría sosegarlo y, en caso de conseguirlo «obtendríamos un gran crédito»; pero en caso contrario la situación se volvería sumamente crítica. Apenas había concluido Román la lectura de misiva cuando en el exterior sonaron los bucios, y le llegó la noticia: los de Ingenio, provistos de hachas estaban delante de las casas del cabildo. Estaba claro para Román que el conflicto se le escapaba de las manos.

 

    Estando en esta tesitura se presentó el capitán Pérez exigiendo las llaves de las casas del cabildo, amenazando con quebrar las puertas si no se le entregaban. El capitán Pérez y el fiscal mantuvieron una acalorada discusión siendo Pérez recriminado por el fiscal por haber cambiado de aptitud, éste se defendió diciendo que había sido amenazado de muerte por los vecinos, por cual no le quedaba otra opción que unirse a los alzados. La postura del capitán Pérez no dejó de ser ambigua en este conflicto, pues en ocasiones estaba de parte de los vecinos y en otras auxiliaba a los partidarios de Amoreto, no cabe duda que, a Pérez se le daba bien nadar entre dos aguas.

 

    Ante la firme exigencia por parte de los de Ingenio para que le fuesen entregadas las llaves, el fiscal optó por negárselas a éstos y entregárselas a los Agüímenses. Recuperadas las armas y estandartes los vecinos y milicias volvieron a ponerse en estado de defensa: cuerpos de guardia, vigilancia de los pasos, reconocimiento de viandantes. El día comenzó con las consabidas conversaciones entre los estamentos dominantes y los alzados. El párroco expulsó, bajo multa de 50 ducados y excomunión al prébistero D. Juan Melían, pues el pueblo desconfiaba de éste por su interesada amistad con D. Francisco Amoreto. El fiscal deseaba buscar ambiente más seguro donde continuar engordando sus legajos, y decidió trasladar su cuartel lejos del escenario de los hechos. Preparó su viaje para refugiarse en Telde, lugar de residencia de Amoreto. Antes de la huida recibió en su celda del convento a una comisión de notables que en nombre del pueblo  quería que retrasara su marcha hasta la llegada de la repuesta de la Audiencia, al memorial enviado por los vecinos, la comitiva estaba compuesta de: alcalde, cura párroco, Sebastián Sánchez, y capitanes de milicia, el fiscal exige como condición para la espera el que, los alzados depongan sus armas a lo que éstos se niegan, por los sucesivos incumplimientos de las promesas del fiscal.

 

    A las ocho de la mañana del día siguiente regresaba de las Palmas el emisario Juan Rodríguez Hidalgo, traía un pliego  firmado por el regente y oidores de la Audiencia, y otro del regidor y el coronel, en ellos no ofrecen una salida al conflicto, y aconsejan al fiscal que abandone la Villa de Agüímes, pues en ella peligra su vida.

 

    Francisco Román, con la soberbia propia de quienes ejercen funciones reales, se creía seguro, menospreciando la decisión y coraje de los vecinos y milicias sale del convento con intenciones de volver a la ciudad. Los cien hombres del cuerpo de guardia le cerraron el paso, viéndose bloqueado, tampoco permitieron el paso de su escribano, y ni siquiera permitieron que el capitán Roxas enviara a un propio a Las Palmas. Por fin convencido de que su marcha a Las Palmas es imposible, pues todas las salidas del pueblo están controladas por los alzados, decide acatar las órdenes que recibió de la Audiencia y dirigirse a Telde, pues el pueblo de Ingenio era tan inseguro para él como Agüímes. En su salida de la Villa concurrieron a despedirle quienes le habían asistido, en la Plaza se encuentra al capitán Antonio de Roxas acompañado del pueblo y milicianos. Por “cortesía” le acompañaron hasta la acequia. Anochecido hacía las siete de la tarde hacía su entrada Francisco Román en Telde.

 

    En la calma aparente de Telde el fiscal aprovecha para reflexionar y poner orden en sus ideas, en un escrito a la Audiencia expone que le parecía indecoroso que todo un fiscal de S.M. permaneciera en un pueblo sublevado y que, para sacar a los alzados de su error no cabe otro lenguaje que las fuerzas de las armas, dado el grado de radicalismo que les animaba, en la misma carta de fecha 4 Diciembre de 1718, expone con sarcasmo «Me ha parecido que las suplicas y ruegos que hasta ahora se han usado les hacía cometer la avilantez y asegurar la simple seguridad de que por tener dos picas y tres banderas animadas, con muy pocas armas de fuego y algunas lanzas, chuzos y dardos, tenían a todos sujetos, dependientes de su libertad y su Arbitrio». En otra carta el fiscal hace patente sus verdaderas intenciones y escribe «... y como sea la inquietud tan radicada y la desesperación tan absoluta, me ha parecido imposible actuar cosa alguna, pues hauiendo de ser con los mismos es procurar un gran descalabro: y se necesitan muchos hombres para restablecer el sosiego”. Más adelante continúa: Es hora de ir separando gente, pues estando todo el pueblo en un conflicto, muchos vecinos recelosos de experimentar algún atropellamiento...».

 

    La tranquilidad que esperaba encontrar Francisco Román, en Telde no era posible, cuando comenzaba a poner en práctica sus planes se encontró con otro problema, sesenta hombres al mando del alférez Francisco Alemán seguidos de mujeres se situaron frente a su posada. Los manifestantes pretendían atacar al alcalde ordinario D. Juan de Abadía, Román trató de interponerse y se encontró que portaban las armas del país: espadas palos y otras, rebosados en sus capas. Pedían la expulsión del alcalde, el cual haciendo un uso abusivo del poder tenía subyugados a los habitantes de la ciudad.

 

    Francisco Román calmó a los amotinados, ofreciéndoles la mediación de la Audiencia para solucionar sus demandas, a continuación envió aviso al alcalde para que se mantuviera en su casa. Para evitar pretextos a los sublevados, el fiscal escribió al corregidor para que reclamara al alcalde, y así mantenerlo lejos de la fuente de conflictos, el día siete amanecieron pasquines contra el alcalde Abadía, lo que obligó a la Audiencia retener el alcalde en ciudad, para evitar males mayores, esta situación obligaba a Román realizar continua rondas acompañado del nuevo alcalde don Francisco Alemán, poniendo un celo extremo en la vigilancia de la distribución y venta de alimentos, resolviendo con diligencia y estricta justicia cuantos casos se le presentaban en evitación de cualquier pretexto que pudiera ser aprovechado para encrespar más los ánimos de los vecinos de Telde.

 

    No se le ocultaba al fiscal las conexiones entre los vecinos de Agüímes, Ingenio, Carrizal, Temisas, Tirajana y Telde, quienes estaban dispuesto a intervenir en defensa de los Agüímense “coma cosa propia”.

 

    En Telde, Estaban trescientos hombres armados y preparados para intervenir en cuanto fuese necesario, otros tantos en Ingenio, Carrizal y Tirajana e igual situación pre-bélica se vivía en otros pueblos de la isla de Gran Canaria.

 

    El fiscal decide realizar un último intento para conseguir una solución al problema, el día 7 convoca en Telde a Amoreto y a los representantes de los vecinos de Agüímes. En ella Amoreto se mantiene inflexible en sus planteamientos negándose a renunciar a las tierras de Sardina y Llano del Polvo, alegando además que dichas tierras no son jurisdicción de la Villa de Agüímes sino de Tirajana, hace una relación de los favores que le deben los allí presentes y ofrece como alternativa que los labradores continúen trabajando sus antiguas tierras pero con contrato de medianeros con su casa, tal como se usaba en Arucas, Telde y en otros lugares “donde los más viven a rentas o medias con el dueño de la propiedad”. Termina Amoreto su intervención aconsejando a los representantes de los Agüímenses, que soliciten del rey en almoneda la adjudicación de terrazos y baldíos que quedan por desmontar en Amagro y Pico de Viento.

 

    Ante el fracaso de la solución negociada, el juez especial -como siempre inclinado más por la defensa de los intereses de los poderosos que los de los vecinos- llega a la conclusión que, la única manera de dar fin al conflicto es desmembrando la organización de los alzados. Al carecer de fuerzas armadas fiables trató de aislarlos  y someterlos creando una situación de desasistencia tendente a quebrar el espíritu de resistencia de los sublevados. Como primera medida Román ordenó al alcalde ordinario, que se presentara en Telde, bajo amenaza de 200 ducados si desobedecía, igual orden cursó a los cinco oficiales de milicias que residían en la Villa, advirtiéndoles que no se admitiría pretextos de impedimentos, pues le consta (al fiscal) que pueden ejecutarlo por la libertad que tienen. Con esta medida el fiscal pretendía dejar a la Villa sin dirigentes y a las milicias sin mandos cualificados. Pero éstos no acudieron al requerimiento del juez especial exponiendo diversos pretextos que le impedían desplazarse a Telde.

 

    El ambiente se va enrareciendo tanto en Agüímes como en Telde. El fiscal se lamenta de no llevar a cabo su trabajo procesal por la escasa colaboración que recibe, pues no acuden los testigos citados, con menosprecio de la justicia real que tan orgullosamente representa. Mientras tanto, Román no deja que se pare la maquina judicial y aprovecha el tiempo para sustanciar el proceso incoado a raíz de su nombramiento, con dictamen, calificación de los delitos y propuestas de penas para los encausados.

 

    Por su parte los sublevados reforzaban su unidad y espíritu de rebeldía, el domingo 11 de diciembre sobre por la tarde, convocados al toque de cajas de guerra se reunieron en la Villa hombres procedentes de Ingenio, Carrizal y Temisas. Celebraron  cabildo abierto, acordando delegar en doce hombres para que estudiaran la conveniencia o no de recabar una vez más la presencia del fiscal en la Villa para tratar una vez más de encontrar una salida a la situación, la asamblea acordó invitarle por mediación del padre Zambrana y el alcalde ordinario. En la misma asamblea acordaron permanecer con las armas en las manos pues de abandonarlas “Serían maltratados por la justicia”. Tuvo mucho que ver en que se pidiera el retorno a la Villa de Román, el siempre ambiguo capitán de Ingenio Pérez, quien después de haber mantenido una reunión con el corregidor, se esforzó en aconsejar a los vecinos que pidieran la presencia del fiscal, continuando así su política de servir a dos intereses contrapuestos.

 

    El lunes 12 a las seis de la tarde don Francisco Román Meléndez, recibe la carta del alcalde ordinario y del regente del convento de Santo Domingo padre Zambrana. A las seis de la tarde el fiscal se pone en camino hacía la Villa, una vez más le pudo su arrogancia pues pensaba que con su sola presencia los alzados depondrían las armas y el pueblo quedaría pacificado. A las once de la noche llegaba a las inmediaciones de  la Villa, en camino le esperaba el padre Zambrana en el barranco, al acercarse a la población recibieron la voz de ¡alto! A la que el fraile contestó con la contraseña - “Los Ángeles de la Guardia”- atravesaron varios puestos de guardia antes de llegar a la plaza donde estaba el retén principal. La comitiva penetró en el convento de Santo Domingo donde les esperaba el corregidor con varios frailes y allí pernoctaron.

 

    Al día siguiente sobre las nueve de la mañana tiene lugar un cambio de impresiones entre el fiscal, el corregidor, escribano, el cura párroco Sánchez, capitán Roxas, los alféreces Bernabé López y Leonardo Alemán. Exponen que habían solicitado la presencia del fiscal ante la perspectiva que entre los alzados había originado la oferta del corregidor de: entrar, disfrutar y cultivar las tierras de Sardina en tanto el rey determinase lo conveniente, todo ello avalado por el oidor Tolosa. Pero ahora “estaban de otro dictamen y no querían deponer las armas a causa de los reiterados engaños sufridos por parte de la justicia”, y añadieron que “estaban muy corridos y muy mortificados”. El principio de autoridad estaba tan quebrado que el capitán Roxas, optó por alejarse de la Villa para no verse obligado a tomar partido abiertamente.

 

     Francisco Román aún no se había repuesto del disgusto cuando una hora más tarde, se presentó en la sala el capitán de las milicias de Ingenio D. Gregorio Pérez, para exponer al fiscal con toda crudeza que los vecinos no estaban dispuestos a dejar las armas, a pesar de que reinaba cierta confusión entre ellos, pues no entendían como hasta el momento no había aparecido la concesión del oidor D. Diego Tolosa, y sospechaban que toda la maniobra del fiscal estaba orientada a conseguir que entregaran las armas, para una vez desarmados, prenderlos y hacerlos victimas de la acción de la justicia de los poderosos.

 

    Ante la incapacidad del fiscal para aportar una solución que sastifaciéra las justas reivindicaciones de los vecinos éstos decidieron reforzar todos los dispositivos de seguridad, exhortando a los timoratos para que no se dejaran influenciar por las torcidas palabras del fiscal. El padre Zambrana salió a la puerta del convento y recriminó agriamente a los alzados por su cambio de actitud, la alocución del fraile fue contestada con energía por los vecinos Juan Ávila, Francisco Quintana y Juan Ortega, recogiéndose el religioso en el convento para consolar el desasosiego de Román.

 

    D. Francisco Amoreto, no estaba dispuesto a renunciar a sus recientes adquiridos derechos sobre las tierras de Sardina, y viendo que las cosas en gran Canaria no marchaban conforme a sus deseos y temiendo que los sublevados llevasen a cabo las reiteradas amenazas de acabar con su vida, se trasladó a Santa Cruz de Tenerife para exigir al capitán general Chavez Osorio, su presencia en Gran Canaria a fin de hacer valer por las fuerzas sus derechos y castigar a los –por él  llamados amotinados– que tenían puesta en píe de guerra a la isla. La audiencia por su parte con fecha 10 de diciembre también  había escrito en similares términos al general, quien mandó preparar un navío para desplazarse con prontitud a la gran Canaria, deseoso de obtener un fácil y sonado triunfo político con que rematar su corto y anodino mandato en las Islas Canarias.

 

    El barco que debía transportar al general estaba dispuesto para hacerse a la mar el día 12 pero los tiempos contrarios le impidieron hacerlo hasta el día 14 en que embarcó con un corto séquito. Al día siguiente desembarcó por la caleta al Sur de San Telmo en Las Palmas.

 

     Aposentado el capitán general D. José Antonio de Chavez, es ampliamente informado del estado de la situación por los oidores de la Audiencia.

 

    Los alzados continúan firmes en sus justas pretensiones, y se mantienen su actitud de no deponer las armas sin que antes se les dé una solución satisfactoria  al problema suscitado por Amoreto. Solución que esperan de la presencia del capitán general como máximo representante de la corona, pero pronto, van a descubrir que este personaje es tan poco fiable como el resto de los miembros de la Audiencia que preside.

 

    Impuesto de la situación desde la perspectiva de la Audiencia, el capitán general es consiente de que debe enfrentarse a un alzamiento armado casi general en la isla, y que cualquier movimiento en falso sería suficiente para prender la mecha del polvorín en que se había convertido Gran Canaria. Para hacer frente a la situación, el general opta por emplear tácticas disuasorias enviando a los sublevados diferentes embajadas con ofertas de ser atendidas sus demandas, (que como siempre nunca serían cumplidas.) Entre las gestiones diplomáticas, destaca la patrocinada por el Señor de Agüímes el Obispo D. Lucas Conejero Molina, quien a pesar de que por esas fechas se encontraba residiendo en el convento de su orden en Santa Cruz de Tenerife, exhortó a sus súbditos en una carta  recriminatoria, aconsejándoles imploraran la misericordia del Capitán General, al tiempo que les recrimina su atrevimiento, que no tiene disculpas y sólo servía para que sobreviniera una ruina general. El Obispo recomienda que acudan al general doce vecinos de los que no estén implicados para que expliquen sus pretensiones y razones, acompañados del cura y del alcalde ordinario.

 

    Con estos antecedentes y sabiendo que no podía contar con suficientes fuerzas armadas para reducir a los alzados, pues la mayoría de las milicias de la isla estaban predispuestas hacía la causa de los vecinos, el general aparentando una comprensión y benevolencia que, estaba muy lejos sentir, prometió interceder en favor de los vecinos alzados ante Audiencia de su presidencia sí éstos accedían a las siguientes tres condiciones: rendir las armas, recibir en la Villa a un ministro de la Audiencia que sustanciara la causa incoada y la entrega en la ciudad de Las Palmas de los estandartes, insignias y tambores del Regimiento, con la promesa de que haciendo mérito en la obediencia les serían devueltas, una vez sosegada la situación.

 

    Al siguiente día los vecinos de la Villa trasladaron a Las Palmas las insignias, emblemas y tambores que, fueron depositadas en la casa del corregidor, quedando éstas bajo su custodia.

 

    Sin embargo esta tranquilidad era más aparente que real, la llegada de un correo procedente de Cádiz portando una R.C. de la cámara de Castilla que confirmaba la posesión de las tierras de Sardina a favor de D. Francisco Amoreto, así como la detención de un capitán del Regimiento de Agüímes, hizo que la tensión renaciera.

 

    El día 20 la Audiencia presidida por el general Chaves delibera sobre la mejor manera de continuar con el proceso iniciado por el fiscal don Francisco Román. Ante el estrepitoso fracaso que éste obtuvo en sus gestiones, y considerando “arriesgado en exceso” el que éste continuara con los autos, aprovecharon un “accidente” político para dejarle fuera del mismo. Fue designado instructor el oidor semanero D. Alejandro González de Barcia, a quien se instruye de cómo debería llevar adelante las diligencias judiciales, y ordenándole la máxima celeridad en las mismas.

 

    Estuvieron de acuerdo en que, al carecer de fuerzas, la sorpresa era factor imprescindible para el éxito.

 

    El nuevo juez comisionado, puso el máximo empeño y celeridad en llevar a efecto la misión que le había sido encomendada, y el día 21 sobre  las cuatro de la tarde hacía su entrada en la Villa de Agüímes, acompañado del escribano Cabrera Bethencourt. Al siguiente, González de Barcia comenzó a decretar embargo de bienes y dicta auto de prisión hasta 25 presuntos reos siendo los detenidos y encarcelados: Juan Álvarez Ortega, Francisco Melían. Melchor Quevedo, Juan Perera, Bartolomé Díaz, Melchor  Álvarez, Baltasar Gutiérrez, Bartolomé Lorenzo Rodríguez, Francisco Pérez Miraval, Matheo Suárez, Manuel Mesa, Jorge Rodríguez, Diego Álvarez Romero, Luis Alvarado, Andrés Rivero, Juan Ávila, Juan Lozano, Francisco Juan de Ortega, Lorenzo Rodríguez, Luis Romero, Francisco Vizcaíno, Juan Mauricio, Juan Rodríguez y Francisco Quintana Miraval. La labor realizada con agilidad y limpieza está concluida el día 22. La diligencia mostrada por González de Barcia, le mereció las más vivas felicitaciones de la Audiencia.

 

    Por su parte los Agüímenses se habían trazado un plan paralelo de defensa, mediante el cual tratan de diluir sus acciones enmarcándolas en un delito casual y comunitario. Según van ingresando en prisión solicitan del juez le sean tomadas declaraciones, pues necesitan conocer de que son acusados. González de Barcia considerando que a cumplido su cometido, pretexta asuntos urgentes que resolver en Las Palmas y deja la Villa con más prisa que cuando llegó, encargando la custodia de los presos al alcalde ordinario. La cárcel de Agüímes carece de las mínimas medidas de seguridad, por lo que la estancia de los presos en ella es mera formalidad, ya que los encausados están más tiempo en sus casas e inclusos en sus labores que en la prisión. Esta situación induce a González de Barcia a solicitar de la Audiencia el traslado de los presos a los castillos y cárcel de la ciudad. El mismo día la sala recibió la protesta de los encarcelados, solicitando la libertad por considerar que se encontraban detenidos bajo denuncias dudosas y procesados sin pruebas suficientes, añadiendo que, por ser hombres pobres, pierden con la prisión el labrar las sementeras y cuidar los animales, con el consiguiente perjuicio para sus modestas economías. El oidor González de Barcia, insiste en su petición de los presos sean trasladados a la cárcel real de Las Palmas.

 

    Reunida la Audiencia en sesión de urgencia bajo la presidencia del capitán general, atiende a las presiones de González de Barcia, Amoreto y el alcalde apaleado, decretando el traslado de los presos a la ciudad de Las Palmas, encargando del traslado al alcalde ordinario de Agüímes  Fernández Alfonso y al capitán Antonio de Roxas. Amoreto  exige por escrito a la Audiencia que a los reos se les aplique la justicia “que es el exe principal, y el castigo de los delincuentes convictos del crimen de lesa patria”. El general Chávez Osorio en su deseo de contentar a los poderosos sin exponerse a prender de nuevo la mecha del polvorín, promete a los canónigos que son tenidos por protectores de los vecinos de Agüímes que, los encausados no serán maltratados durante el proceso y que serán libres de costas, promesas que como siempre serán incumplidas.

 

    El general no tuvo además escrúpulos en valerse del sacerdote D. Bartolomé Espino Alvarado, natural del pueblo y persona de gran prestigio entre sus paisanos, quien en compañía de los canónigos consiguió que los acusados se desplazaran a la ciudad sin ofrecer resistencia, confiados en la calidad de las personas portadoras de las promesas del general Cháves.

 

    A pesar de manifestar  el posible daño que iba a sufrir las sementeras por no poderlas atender, aceptaron su conformidad a las ordenes recibidas y el día 27, de madrugada se ponen en camino los 25 presos hacía Las Palmas. La comitiva parecía más un grupo de amigos y vecinos que una cuerda de presos bajo la tutela del capitán Roxas y del alcalde ordinario. Como llegaron a la ciudad ya de noche, ingresaron en la cárcel real a primeras horas del día, que por  cierto, era día de todos los Santos Inocentes. Con los veinticinco prisioneros ingresaron también en prisión ese día Juan Quintana Miraval, quien mantenía algunas desavenencias con Amoreto, y don Salvador Fernández Alfonso, alcalde ordinario de Agüimes. La venganza de D. Francisco Amoreto Manrique se ponía en marcha una vez que se creía dueño de la situación.

 

    La paciencia y buena voluntad de los vecinos se pondrían de nuevo a prueba ante las maquinaciones de los poderosos, en el correo procedente de Cádiz llegó – como hemos dicho anteriormente – la R.C. confirmatoria de las pretensiones del sargento mayor de la isla, lo que quebraría la frágil paz alcanzada sobre la base a las arteras promesas del Capitán General Chaves. Ante lo delicado del momento tanto el regente como  el general trataron de influir en el juez especial y comisionado por la cámara de Castilla Tolosa,  para pospusiera la entrega de las tierras hasta que el rey hubiese recibido la representación de los vecinos, pero éste con su habitual arrogancia y quizás motivado por incentivos económico o de poder o de ambos, hizo caso omiso de las sugerencias de sus superiores, y se prestó con la máxima diligencia y servilismo a dar posesión a Amoreto de las mal adquiridas propiedades del Sur, y “olvidando” elevar a la cámara como era su obligación los recursos de los pretendientes de la Villa, especialmente después de haber examinado un instrumento de 1645, en que después de un largo pleito la Audiencia había vendido las tierras a los vecinos por el Censo perpetuo de un real al año, por fanegada desmontada y que en el futuro fueran desmontadas.

 

    Con todo el obsequio de quien desea agradar Tolosa, no sólo extendió el despacho sino que quiso hacer  entrega de las tierras personalmente, en efecto el día 2 de enero hacia acto de presencia en dichas tierras, junto con el oidor, D. Francisco Amoreto, su suegro el coronel del Regimiento de Telde D. Fernando Castillo Olivares, acompañados de un séquito adecuado. Por el camino del Llano a la altura de Lomo Damián bajaba un grupo de campesinos que portaban leña desde Arinaga. Informaron éstos que en Agüimes la noticia había levantado un gran revuelo. Tolosa se separó del sequito y se adelantó con el coronel y el escribano Antonio González Losada, un grupo de labradores que estaban en las proximidades les dio la espalda no dando lugar a que les interrogaran, los lugareños se dirigieron al encuentro de otros doscientos camaradas que se hallaban situados precisamente en el Llano del Polvo. El suegro de Amoreto por ser conocido de los campesinos recibió el encargo de informar a éstos del motivo que allí les llevaba, y al mismo tiempo tratar de tranquilizarlos.

 

   Cuando la comitiva llegó al lugar previsto para el acto de la toma de posesión más de doscientos hombres les esperaban todos portando sus armas compuestas por dardos, palos y una escopeta. Tolosa con ademán altanero les ordenó que depusieran las armas, lo que realizaron depositándolas en tierra. Tenían el sombrero en la mano en actitud de dialogar sobre el tema. Uno de los campesinos manifestó que si bien el oidor no hacía otra cosa que obedecer ordenes superiores, ellos contradecían el contenido de la R.C., una vez leída por el magistrado. Acto seguido Amoreto procede a realizar todos y cada uno de los actos que conlleva la toma de posesión, tomar tierra con las manos, arranca hierbas, muda y junta piedras. Todo ello en medio de un vocerío ensordecedor y muestras de desaprobación. Diego Cabrera Negrín, y el viejo alférez Bernabé López, con otros más, destruyeron los mojones, sin dar lugar a que el acto de toma de posesión tuviera remate.

 

    Similares acciones se reprodujeron en Sardina, donde los cultivadores de las tierras destrozaron mojones y exigieron que se les extendiesen certificaciones del acto para unir a las alegaciones. En algunos casos rodeando a la comitiva impidiéndoles avanzar.

 

    A pesar de todo D. Francisco Amoreto se sentía satisfecho con los resultados de la toma de posesión de las tierras que por medios tan arteros había arrebatado a sus legítimos poseedores. Deseando mejorar la imagen de su persona, bastante desacreditada especialmente entre las autoridades locales,  el capitán general y el clero, quienes ya contaban con una visión bastante exacta de la retorcida personalidad del sargento mayor, éste hace una contra propuesta a los vecinos y que califica como de muy generosa. La propuesta de Amoreto persigue tres objetivos: apaciguar los ánimos de los campesinos despojados y del resto de los vecinos, justificar su actuación ante las autoridades insulares dejar clara su vocación de servicio a la cámara de Castilla. Siguiendo un plan preestablecido,  concluidos los actos de toma de posesión de las tierras (y quizás asesorado por su parcial el oidor Tolosa), hace su oferta haciendo que el escribano tome nota de la misma para que quedase constancia del acto de “generosidad” que iba a protagonizar ante los hombres de Agüimes.

 

    En atención a la pobreza de los habitantes de la Villa, y como prueba de su generosidad, está dispuesto a entregarles las tierras libres es decir las que están sin roturar por un plazo de diez años. El resto a tercio aunque era práctica habitual que se dieran a medias. Les da la oportunidad de continuar sembrando las tierras que venían usufructuando, mediante el pago de una renta anual de real y medio por fanegada. Así mismo lanza la oferta de rozar las trescientas fanegadas montuosas que le había entrado en el lote. Estas ofertas no fueron aceptadas por los campesinos siendo rechazadas con desagrado. A la oferta de los diez años, le manifestaron que muy  buena compra fue aquella cuando la daba a diez años, la oferta de “tercio” fue rechazada con incontenible enfado por parte de los Agüimenses pues antes abonaban al cabildo un real por fanegada y año, además de que Amoreto se había quedado con más de mil fanegadas montaraces, siendo de dominio público que, aunque la venta había sido de 1.600 fanegadas incultas y labradas, se tasó el conjunto “muy a sastifaccíon de D. Francisco Amoreto”.

 

    Los presos encerrados en la cárcel real no disfrutaban de la confianza que habían depositado en el capitán general, éste creyendo tener la partida ganada se despojó de  la careta de hombre flexible y comprensivo, permitiendo que Amoreto y su lacayo Tolosa arremetieran contra los vecinos.

 

    Además de los vecinos de la Villa  el resto del campesinado se vieron traicionados por la Audiencia y por el capitán general Chávez. Amorerto arremetió no sólo contra los sublevados sino que lo izo contra todos los que no estaban de su parte, con el inestimable apoyo de González de Barcia quien aceleraba los procesos de manera inusitada. El abogado defensor de los vecinos D. Silvestre Quevedo cediendo a determinadas presiones o bien por temor a enfrentarse al poderoso Amoreto y sus secuaces presentó su renuncia a la defensa con fecha 28 de diciembre, el procurador y apoderado de los alzados iniciaron infructuosas gestiones para conseguir un letrado que les defendiese. Finalmente se propuso a D. José Martínez, pero éste pretextando obligaciones ineludibles que le obligaban a asentarse frecuentemente de Las Palmas, renunció a la defensa. La sala no consideró justificada la renuncia de D. Silvestre obligándole a retomar el caso y multándole con cincuenta ducados a favor de la Casa de Expósitos de la ciudad.

 

   Amoreto continuamente presionaba a los oidores, toda medida preventiva le parece poca, pretendiendo que todas las personas que en el Sur de la isla no estaban de su parte fuesen procesadas. En su insaciable sed de venganza el 27 presenta demandas, querellas y denuncias de lo más variadas. Contra Juan Quintana Miraval, por camarada y cabeza del alzamiento; contra el procurador D. Simón Espino Carvajal, por elaborar escrito a favor de los vecinos; contra el alcalde ordinario, licenciado Fernández Alfonso, y los capitanes Antonio de Roxas y Gregorio Pérez, por aparecer en ciertos momentos al frente de los sublevados; Y en el caso del alcalde como responsable de la seguridad del cirujano Jacinto Perera, que acudió a cuidar las heridas del alcalde Real. Al ensañamiento de Amoreto se sumó las querellas presentadas por el aporreado alcalde real, quien arremetió contra los ahora encarcelados por los daños sufridos y por la vejación a que fue sometida su persona y el desprestigio de su autoridad, exculpando solamente a Baltasar Gutiérrez, quien con su intervención evitó que continuasen moliéndole a palos.

 

    El sargento mayor en su ensañamiento dando muestras de actividad digna de mejor causa no cesa de complicar el proceso añadiendo al mismo ramificaciones colaterales. Por medio de procurador solicita la ampliación del número de los encausados, propones nuevos testigos, ampliación de los plazos, etc. La sala ante tal avalancha termina por exigir a Amoreto que ponga fin a sus demandas y que explicite las acusaciones, el volumen de las demandas es tal que en determinados momento se le enfrenta su criado el oidor  y juez comisionado Tolosa, deseoso éste de sustanciar de una vez por todas tan enojoso proceso. Ante la actitud  exigente, y arrogante del sargento mayor, González de Barcia se niega a procesar al procurador que no había hecho otra cosa que cumplir con su obligación al poner por escrito el encargo de sus clientes, considerando además indecoroso procesar a las autoridades locales y, finalmente, niega la ampliación de plazos, etc.

 

Febrero de 2012

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