NAUFRAGIOS
Y HUNDIMIENTOS EN CANARIAS
(IV)
Eduardo
Pedro García Rodríguez
VAPOR
ALFONSO XII
El magnífico vapor Alfonso XII, de
la Compañía Transatlántica
, cuando se construyó (en 1875) fue el vapor más grande a flote con bandera
española. Salió del puerto de Cádiz con mercancías, pasajeros, soldados
destinados a la guarnición de Cuba y diez cajas con un valor de 500.000 duros
de oro para pago y mantenimiento de las fuerzas militares asentadas en aquella
plaza. Pero después de haber fondeado en el Puerto de
la Luz
, el día 13 de febrero de 1885 encalló en
la Baja
de Gando, lo cual produjo asombro, ya que estaba confiado a uno de los
capitanes más acreditados de
la Compañía
, y la baja estaba situada apenas a una milla escasa de tierra, señalada en
todos los mapas, era perfectamente conocida. Tras quedar hundido a unos 45 m de
profundidad, la preciada carga de monedas de oro se convirtió en la principal
preocupación de
la Compañía Trasatlántica
, que contrató a los mejores buzos de la época para el rescate. Pero al
finalizar el trabajo, faltaba una caja por recuperar. A partir de entonces, se
creó la leyenda del tesoro del Alfonso XII, que no ha dejado de atraer a los
buzos profesionales y deportivos para encontrarla. La gran cantidad de vida que
alberga el pecio le presta un gran atractivo pese al deterioro de los restos.
Por su profundidad, la dificultad de inmersión es media, reservada a buceadores
técnicos.
El
Alfonso XII. Un siglo bajo el
mar. Por José Barrera Artiles:
l 13 de febrero de 1885, la baja de Gando iba a ser una vez más en pocos
meses, el verdugo de un vapor trasatlántico de las mayores dimensiones de
aquellos que por entonces frecuentaban el Puerto grancanario. Sobre las cuatro
de la tarde, la voz del vigía de
La Isleta
anunciaba el hundimiento del Alfonso XII, un barco que por sexta vez
visitaba la isla, propiedad de
la Compañía Trasatlántica.
El Alfonso XII había sido construido por la "Wm.Denny, Hermanos" en
el astillero escocés de Dumbarton. Tenía algo más de 110 metros de eslora, 11
metros de manga y 8,57 de puntal, con 3.000 toneladas de arqueo, y desarrollaba
una marcha de 14 nudos. Su precio, 14 millones de reales, daba una idea de lo
colosal de aquella máquina que hoy yace bajo las aguas de Gando, y explica el
por qué despertaba la admiración popular, además de por la vistosidad de sus
tres palos y un mascarón de proa con una alegoría al monarca del que tomaba el
nombre. El vapor de
la Compañía Trasatlántica
tenía capacidad para 244 pasajeros además del espacio de la tripulación, y
en el momento de su hundimiento transportaba a 280 personas. La rápida
intervención de los pescadores de la zona hizo que no hubiera que lamentar
desgracias personales. Sin embargo, la leyenda se ceñiría sobre el Alfonso
XII por una cuestión que llenó de sueños a los habitantes de esta isla.
En el momento de su hundimiento, el barco transportaba diez cajas de oro de las
que posteriormente se recuperarían nueve a cargo de los buzos contratados por
la compañía. No hacía mucho tiempo que los pasajeros habían embarcado cuando
sintieron que la campana del barco los llamaba al comedor. Sin embargo, el
espacio transcurrido entre que el capitán acudió a comer y el accidente, fue
de pocos minutos. La prensa de la época destacó que el tiempo "era
bonacible", aunque ello no fue óbice para que la base del barco resonara
con un estremecedor crujido a tenor de los testimonios que pudieron recogerse
entonces, e iniciara lo que iba a ser el fin sobre el mar del vapor de
la Trasatlántica. Bastaron
seis segundos, los que duró el crujido, para que el pánico cundiera entre el
pasaje. Hombres, mujeres y niños se abalanzaban sobre los botes salvavidas con
la única meta de salvar sus vidas, sin hacer caso de las indicaciones del capitán
que pedía serenidad a los ocupantes del barco. Los desesperados navegantes no
atendieron ni siquiera a las amenazas del responsable del vapor y
desordenadamente se hacían como podían con los salvavidas, unos sobre otros,
corriendo de un lado a otro, aumentando aún más la confusión reinante. Tras
el roce, el barco retrocedió de forma violenta para seguidamente inclinarse de
proa mientras el agua inundaba la bodega, y aún pese a su masa, se mantuvo a
flote unos cincuenta minutos que fueron insuficientes para poder salvar todos
los enseres de cada uno de los pasajeros. Entre la confusión, el Alfonso XII
seguía inclinándose de proa cuando llegaron los barquillos de los
pescadores de Gando a ayudar a quienes en medio de su deseo de salvarse
habían optado por lanzarse al agua con cualquier cosa que flotase entre sus
manos. Apenas habían pasado cuatro meses desde que en aquella zona se hundiera
el Ville de Para. Tan pronto como la casa consignataria tuvo noticias del
siniestro, el Marques de Comillas, propietario de la misma, se dirigió al
agente de la compañía en Las Palmas, el señor Ripoche, en un telegrama que
decía:
"Disponga
usted de acuerdo con el capitán del buque y las autoridades de Marina, que se
hagan de inmediato por cuenta de la compañía todos los esfuerzos humanamente
posibles para salvar la correspondencia en primer lugar, y en segundo los
caudales y la mercancía. Mande a hacer un reconocimiento minucioso del sitio
del naufragio en vapor o embarcación disponible que, a cualquier precio, mandará
al punto a fletar. Si hay posibilidad aunque sea remota de salvar el casco del Alfonso
XII, proceda inmediatamente a los trabajos preparatorios sin omitir
gastos".
La
recuperación del oro:
Técnicos
y buzos llegaron desde Cádiz para el empeño del Marques de Comilla. Había
pasado una semana del hundimiento y los ciudadanos aún no podían explicarse
que extraña maldición se había cernido sobre la costa grancanaria, puesto que
la Baja
de Gando figuraba en los mapas como uno de los escollos a salvar a la salida
del Puerto. El desastre sirvió incluso para que en Tenerife se desprestigiara
el Puerto grancanario. Pero el esfuerzo de los buzos fue estéril y la leyenda
de las cajas de oro se extendió por la ciudad alimentando tertulias de
bochinches y plazas. Tal fue su repercusión que nuevos buzos, esta vez llegados
de Inglaterra, arribaron al Puerto para sacar las cajas de oro, ordenando el
propietario que, si era preciso, el trasatlántico fuera dinamitado para poder
acceder a él. Así fue, y por ese hueco, los buzos sacaron nueve de las diez
cajas de oro. La décima no fue encontrada y eso sirvió para alimentar la
fantasía popular e incrementar el número de buscadores de oro improvisados,
que osaban acercarse al Alfonso XII con los más variados sistemas de
detección. Platos, tazas, faroles, campanas, camafeos, y alguna que otra joya
componen desde entonces las vitrinas de más de un buceador que ha logrado
acceder al Alfonso XII, por debajo de la cota -40. (José Barrera Artiles)
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Continuará
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