LA CULTURA FUNDAMENTO DEL MOVIMIENTO
DE LIBERACIÓN NACIONAL
Amílcar Cabral
La lucha de los
pueblos por la liberación nacional y la independencia se ha convertido en una
inmensa fuerza
de progreso para la humanidad y constituye, sin la
menor duda, uno de los rasgos esenciales de la historia de nuestro
tiempo.
En la foto, Amílcar Cabral junto a Fidel Castro
En los países ricos, el capital imperialista, siempre
a la búsqueda de la plusvalía, acrecentó la capacidad
creadora del hombre, llevó a cabo, gracias a los progresos acelerados de la ciencia y la técnica, una profunda
transformación de los medios de producción, acentuó la socialización
del proceso del trabajo y permitió el ascenso de amplias capas de la población.
En los países colonizados, donde la colonización, por regla general, bloqueó el proceso histórico del
desarrollo de los pueblos dominados, cuando no dio
lugar a su eliminación radical o
progresiva, el capital imperialista impuso
nuevos tipos de relaciones en el seno de la sociedad autóctona, cuya estructura
se volvió cada vez más compleja a
medida que aquél suscitaba, fomentaba, envenenaba o resolvía en ella determinadas contradicciones y conflictos sociales. El capital imperialista
introdujo, con el ciclo
de la moneda y el desarrollo del mercado interior y exterior, nuevos elementos en la economía, lo que originó el surgimiento de nuevas
naciones a partir de grupos humanos o de
pueblos que se hallaban en diferentes fases del desarrollo histórico.
No es defender la dominación imperialista reconocer que dio nuevos mundos al mundo, cuyas dimensiones redujo, que
reveló nuevas fases del desarrollo de las sociedades humanas y que, a pesar o a causa de los prejuicios, las discriminaciones y los crímenes a
que condujo, contribuyó a elaborar un conocimiento más profundo
de la humanidad como un todo en movimiento, como
una unidad en la compleja diversidad de las características
de su desarrollo.
La dominación imperialista en diversos continentes facilitó una confrontación multilateral y progresiva (en
ocasiones abrupta) no sólo entre los hombres sino también entre las sociedades. La práctica de la dominación
imperialista su afirmación o su negación exigió (y exige
todavía) el conocimiento más o menos correcto del
objeto dominado y de la realidad histórica social y cultural) en que se mueve, conocimiento que expresa
necesariamente en términos de comparación con el sujeto
dominador y con su propia realidad histórica.
Este conocimiento constituye una necesidad imperiosa para la práctica del dominio imperialista, en la medida en que éste es el resultado de la confrontación,
casi siempre violenta, de dos entidades
distintas por su contenido histórico y antagonistas por sus
funciones. La búsqueda de ese conocimiento
contribuyó al enriquecimiento general de las ciencias humanas y sociales, pese a su carácter unilateral, subjetivo
y con suma frecuencia injusto.
En realidad, el hombre nunca se interesó tanto en el conocimiento de
otros hombres y de otras sociedades como a lo largo de este
último siglo de dominación imperialista, hasta
el punto de que ha sido posible acumular una cantidad sin precedentes de
informaciones, hipótesis y teorías, sobre
todo en materia de historia etnología, sociología y cultura
de los pueblos o los grupos humanos sometidos al poder imperialista. Los
conceptos de raza, casta, etnia. tribu,
nación, cultura, identidad, dignidad y tantos otros, se han
convertido en objeto de creciente atención por parte de quienes
estudian al hombre y a las sociedades llamadas «primitivas» o «en evolución».
Más recientemente, con la expansión de los movimientos de liberación, ha surgido la necesidad de analizar las características de tales sociedades, en función
de la lucha emprendida y de determinar
los factores que desencadenan condenan o
frenan esta lucha. Quienes efectúan esos análisis suelen coincidir en que la cultura, en este contexto, adquiere una
singular importancia. Podemos, por eso admitir que cualquier
intento de esclarecer la verdadera función de la cultura en el desarrollo del movimiento de liberación (preindependencia)
puede representar una contribución útil a
la lucha general de los pueblos contra la dominación imperialista.
El hecho de que los movimientos de independencia
se señalen, incluso en su fase inicial, por una expansión de las
manifestaciones de carácter cultural, indica que esos movimientos vienen
precedidos de un «renacimiento
cultural» del pueblo dominado. Puede incluso llegarse más lejos y afirmar
que la cultura constituye un método de movilización de los grupos y,
por lo tanto, un arma en la lucha por la
independencia.
La experiencia de nuestra propia lucha, y cabe asegurar que también del África entera, nos permite afirmar que esta concepción del papel de la cultura en
el desarrollo del movimiento de liberación es demasiado limitada, si no errónea. Esta concepción se deriva,
a nuestro modo de ver, de una
generalización incorrecta de un fenómeno
que es real, pero restringido, en la medida en que existe únicamente en el
marco de las élites o de las diásporas
coloniales. Esa generalización ignora o desdeña el dato esencial del problema: el carácter indestructible de la resistencia cultural de las masas populares
frente a la dominación extranjera.
Con sólo algunas excepciones, el período de la colonización no fue, al menos en África,
suficientemente largo para permitir la destrucción
o una depreciación importante de los
elementos esenciales de la cultura y las tradiciones del pueblo colonizado. La experiencia colonial de la dominación imperialista en África
revela que (exceptuados el genocidio, la segregación racial y el apartheid) la única solución pretendidamente positiva que las potencias coloniales encuentran para
contrarrestar la resistencia cultural del pueblo
colonizado es la «asimilación».
Pero, el fracaso total de la política de «asimilación progresiva» de las poblaciones nativas es una prueba
evidente, tanto de la falsedad de esta teoría
como de la capacidad de resistencia de los
pueblos dominados*.
Por otra parte, incluso en las colonias de asentamiento, donde la
aplastante mayoría de la población sigue estando compuesta por
individuos autóctonos, el área de ocupación colonial, y en particular de
ocupación cultural, suele reducirse a las zonas costeras
y a algunos sectores limitados del interior. La influencia de la
cultura de la potencia colonial es casi nula más allá de los
límites de la capital y otros centros urbanos. De hecho, sólo se manifiesta
en la vertical de la pirámide social
colonial creada por el propio colonialismo y se ejerce
especialmente sobre lo que podemos llamar «pequeña burguesía autóctona»
y sobre grupos muy reducidos de trabajadores
de los centros urbanos.
Fácil es verificar que las grandes masas rurales, al igual que una importante fracción de la población
urbana, es decir más del 99% del total de la población indígena,
se mantienen al margen, o casi al margen, de toda influencia
cultural de la potencia colonizadora.
Cuanto acabamos de decir implica que ni en las masas populares del país dominado ni en las clases dominantes
autóctonas (jefes tradicionales, familias nobles, autoridades religiosas) se produce, por lo general, una destrucción
o depreciación importante de la cultura y las tradiciones.
Reprimida, perseguida, humillada, traicionada por
ciertas categorías sociales comprometidas con el extranjero,
refugiada en los poblados, en los bosques y en el espíritu
de las víctimas de la dominación, la cultura sobrevive a todas
las tempestades, para después, gracias a las luchas de liberación,
recobrar todo su poder de florecimiento.
He ahí la razón de que a las masas populares no se les plantee, ni puede planteárseles, el problema del «retorno a las fuentes» o del «renacimiento cultural»:
las masas son las portadoras de la cultura,
ellas mismas son la fuente y, al mismo tiempo, la única entidad verdaderamente
capacitada para preservar y crear la
cultura, es decir, para hacer la historia.
Para apreciar correctamente el verdadero papel de la cultura en el desarrollo del movimiento de liberación es, pues,
necesario, al menos en lo que se refiere a África, distinguir entre la situación de las masas populares
que preservan su cultura, y la de las
categorías sociales más o menos asimiladas,
desarraigadas y culturalmente enajenadas. Aun siendo portadoras de un cierto número de elementos culturales
propios de la sociedad autóctona, las élites coloniales nativas forjadas por el proceso de colonización, viven material y espiritualmente la cultura del extranjero
colonialista, con el que intentan progresivamente identificarse, tanto en lo que
se refiere al comportamiento social como en todo lo relativo a la apreciación de los valores culturales
indígenas.
En el transcurso de dos o tres generaciones de colonizados, como mínimo, se forma una capa social compuesta por funcionarios del estado, empleados de diversas
ramas de la economía (sobre todo, el comercio),
miembros de profesiones liberales y algunos
propietarios urbanos y agrícolas. Esta pequeña
burguesía autóctona, forjada por la dominación extranjera e indispensable para el sistema de explotación colonial, ocupa una zona social situada entre
las masas trabajadoras del campo y los
centros urbanos y la minoría de representantes
locales de la clase dominante extranjera.
Aunque pueda mantener relaciones, más o menos intensas,
con las masas populares, o con los jefes tradicionales, esta pequeña burguesía
aspira, por lo general, a llevar un tren de vida similar, si no idéntico, al
de la minoría extranjera; de ahí que, al mismo tiempo que restringe sus
lazos con las masas, intente integrarse en
esta minoría, con mucha frecuencia en
detrimento de los lazos familiares o étnicos,
y siempre a costa de los individuos.
Pero, cualesquiera que sean las excepciones aparentes, esa pequeña burguesía nunca llega a franquear las barreras impuestas por el sistema y cae
prisionera de las contradicciones de la
realidad cultural y social en que vive, ya que, en
el marco de la paz colonial, le resulta
imposible escapar de su condición de clase marginal o «marginalizada». Esta «marginalidad» constituye, tanto en el país mismo como entre los emigrantes
instalados en la metrópoli colonialista, el drama
sociocultural de las élites coloniales o de la
pequeña burguesía indígena, vivido más o
menos intensamente según las circunstancias materiales y el nivel
de «aculturación», pero siempre en un plano
individual, no colectivo.
En el marco de este drama cotidiano, sobre el telón de
fondo del enfrentamiento, casi siempre violento,
entre las masas populares y la clase colonial dominante, surge y se desarrolla en la pequeña burguesía indígena un sentimiento de amargura o un complejo de
frustración y, paralelamente, una necesidad
acuciante, de la que cobra conciencia,
poco a poco, de impugnar su marginalidad y descubrir su identidad, lo que le hace inclinarse progresivamente
hacia el otro polo del conflicto sociocultural en que vive: las masas populares nativas.
De ahí que el «retomo a las fuentes» se manifieste de manera tanto más imperiosa cuanto mayor sea el
aislamiento de la pequeña burguesía (o
de las élites nativas) y más profundo resulte su complejo de frustración,
como ocurre entre la emigración africana
instalada en las metrópolis colonialistas
o racistas.
No es, pues, casual que teorías o «movimientos» del tipo del panafricanismo
y la negritud (dos expresiones
pertinentes, que se inspiran fundamentalmente en el postulado de la identidad
cultural de todos los africanos negros)
hayan sido concebidas fuera del África negra. Más
recientemente, la reivindicación de una entidad africana por los negros
norteamericanos constituye otra manifestación,
tal vez desesperada, de esa necesidad de un «retorno a las fuentes», aunque en este caso esté claramente
influida por una nueva realidad: la conquista de la
independencia política por la gran mayoría de los pueblos
africanos.
Pero, el «retorno a las fuentes» no es ni puede ser en sí mismo un acto de lucha contra la dominación extranjera
(colonialista y racista) y no significa tampoco, necesariamente, una vuelta a las tradiciones. Se trata, pura
y simplemente, de la negación, por parte de la burguesía
indígena, de la pretendida supremacía de la cultura de la potencia dominadora
sobre la del pueblo dominado, pueblo con el que aquélla necesita identificarse. El «retorno a las fuentes» no es, pues, una actitud voluntaria
sino la única respuesta viable a la irreductible contradicción que opone la
sociedad colonizada a la potencia colonizadora, las masas explotadas a la
clase explotadora extranjera.
Cuando el «retorno a las fuentes» sobrepasa el marco individual y consigue expresarse por medio de «grupos» o de «movimientos», esta contradicción
se transforma en conflicto (velado o
abierto), el cual constituye el preludio al
movimiento de preindependencia o a la lucha por la liberación del yugo
extranjero. De esta manera, el «retorno a las
fuentes» es históricamente consecuente sólo cuando implica, además de un compromiso real en la lucha por la independencia, una identificación total y
definitiva con las aspiraciones de las masas populares, las cuales no sólo impugnan la cultura del extranjero sino también,
globalmente, su dominación. En
caso contrario, el «retorno a las fuentes» sólo
es una solución con vistas a conseguir ventajas temporales y, por tanto, una forma, consciente o inconsciente, de oportunismo político.
Observemos
que el «retorno a las fuentes», sea aparente o real, no
se produce de manera simultánea y uniforme en
el seno de la pequeña burguesía autóctona. Por el contrario, se trata de un
proceso lento, discontinuo y desigual, cuyo
desarrollo depende del grado de «aculturación»
de cada individuo, de sus condiciones materiales de existencia, de su formación ideológica y de su propia historia como ser social.
En esta desigualdad tiene su origen la escisión de la pequeña burguesía indígena en tres grupos, en
relación con el movimiento de liberación: a) una
minoría que, aun deseando el fin de la dominación
extranjera, se alía a la clase social
dominante y se opone abiertamente a
ese movimiento, con el objetivo de defender ante todo su seguridad social; b)
una mayoría de elementos vacilantes e indecisos;
c) otra minoría cuyos componentes participan en la creación y la dirección del movimiento de Liberación.
Pero este tercer grupo, que desempeña un papel decisivo en el desarrollo del movimiento de preindependencia, sólo llega a identificarse
verdaderamente con las masas populares
(con su cultura y sus aspiraciones)
por medio de la lucha, dependiendo el grado
de esa identificación de la forma o formas de esta lucha, así
como del contenido ideológico del movimiento y del nivel
de conciencia moral y política de cada individuo.
Una apreciación correcta del papel de la cultura en el movimiento de preindependencia o de liberación requiere una distinción precisa entre cultura y
manifestaciones culturales. La cultura
es la síntesis dinámica, en el plano de la conciencia individual o colectiva, de la realidad histórica, material y espiritual, de una sociedad o de un grupo
humano, síntesis que abarca tanto las relaciones entre el hombre y la naturaleza como las relaciones entre los hombres
y entre las categorías sociales. Por su parte, las manifestaciones culturales
son las diferentes formas que expresan esa síntesis, individual y colectivamente, en cada etapa de la
evolución de la sociedad o del grupo humano en cuestión.
Comprobamos, según esto, que la cultura es el fundamento
mismo del movimiento de liberación, y que sólo pueden
movilizarse, organizarse y luchar contra la dominación extranjera aquellas
sociedades que logran preservar su cultura. Ésta, cualesquiera que sean las
características ideológicas o
idealistas de su expresión, es un factor esencial del
proceso histórico. En ella reside la capacidad para elaborar
o fecundar elementos que aseguran la continuidad de la historia y, al mismo tiempo, determinan las posibilidades de
progreso o de regresión de la sociedad.
Podemos, de esta manera, comprender que, en la medida en que el dominio
imperialista es la negación del proceso histórico de la
sociedad dominada, también ha de ser por
fuerza la negación de su proceso cultural. Por ello, y porque toda sociedad que se libera verdaderamente del
yugo extranjero reemprende las rutas
ascendentes de su propia cultura, la lucha por la liberación es, ante todo,
un acto cultural.
La lucha de liberación es un hecho esencialmente político. Por consiguiente, sólo cabe utilizar métodos políticos a lo largo de su desarrollo. La cultura no es ni puede ser
simplemente un arma o un método de
movilización de grupo contra la dominación
extranjera. La cultura es mucho más que eso. En efecto, la elección, la
estructuración y el desarrollo de los métodos más adecuados para la lucha se fundan en el conocimiento concreto de la realidad local y particularmente de la
realidad cultural.
De ahí que, para el movimiento de liberación, sea
imprescindible conceder primordial importancia no sólo a las características generales de la cultura de la sociedad
dominada, sino también a las de cada categoría social. Porque la cultura,
aunque tenga carácter de masa, no es uniforme ni se
desarrolla de una manera igual en todos los
sectores horizontales o verticales de la sociedad.
La actitud y el comportamiento de cada categoría o
de cada individuo respecto de la lucha y su desarrollo dependen,
sin duda, de sus intereses económicos, pero también están profundamente influidos por su cultura. Puede
incluso afirmarse que lo que explica las diferencias de
comportamiento en los individuos de una misma categoría
social, en cuanto al movimiento de liberación, es la existencia
dentro de esta categoría de diferentes niveles de cultura.
En este plano es donde la cultura adquiere todo su significado para cada individuo: integración en su medio social, identificación con los problemas
fundamentales y las aspiraciones de la
sociedad, aceptación o negación de la posibilidad de una transformación en el sentido del progreso.
Cualquiera que sea su forma, la lucha exige la movilización y la organización de una importante mayoría de la población, la unidad política y moral de las
diversas categorías sociales, la liquidación progresiva de los vestigios de
la mentalidad tribal y feudal, el rechazo de las
reglas y los tabúes sociales y religiosos,
incompatibles con el carácter racional y nacional
del movimiento liberador, y muchas otras modificaciones profundas en la vida de las poblaciones.
Esto es cierto, pues la dinámica de la lucha exige la práctica de la democracia, de la crítica y de la autocrítica, la creciente participación de las poblaciones en la
gestión de su propia vida, la alfabetización, la creación de escuelas y servicios sanitarios, la formación de «cuadros»
extraídos de los medios campesinos y
obreros, y otras realizaciones que implican una
gran aceleración del progreso cultural de la sociedad. Todo esto pone de manifiesto que la lucha por la liberación no es sólo un hecho cultural, sino también
un factor de cultura.
Entre los representantes de la potencia colonial y en
la opinión metropolitana, la lucha de liberación comienza produciendo un sentimiento general de asombro, de sorpresa y de incredulidad. Una vez superado
este sentimiento, que es el fruto de prejuicios o de
la sistemática deformación que caracteriza a
la información colonialista, las reacciones varían según los intereses, las
opiniones políticas y el grado de cristalización de una mentalidad colonialista o racista en las diversas categorías
sociales e incluso en los individuos. Los
progresos de la lucha y los sacrificios impuestos
por la necesidad de ejercer una represión colonialista, policíaca o militar, provocan en la opinión metropolitana una escisión, que se traduce en la
cristalización de actitudes diferentes, cuando no divergentes, y en el
surgimiento
de nuevas contradicciones políticas y sociales.
A partir del momento en que la lucha se impone como un hecho
irreversible, y por muy grandes que sean los medios utilizados para ahogarla, se
produce un cambio cualitativo en la opinión metropolitana que, en
su mayoría, va aceptando progresivamente la
independencia de la colonia como un hecho
posible e incluso inevitable. Un
cambio como éste expresa el reconocimiento, consciente
o no, de que el pueblo colonizado y en lucha posee una identidad y una cultura
propias.
Y ello se produce pese a que una minoría activa, aferrada a sus intereses y a sus prejuicios, sigue negándose durante todo el conflicto a reconocer el derecho
del pueblo colonizado a la
independencia y a aceptar la equivalencia de las
culturas que ese derecho presupone. Sin embargo,
esta equivalencia, en una etapa decisiva del conflicto, es reconocida implícitamente o incluso
aceptada por la potencia colonial, cuando, con la finalidad de
desviar la lucha de sus objetivos, aplica
una política demagógica de «promoción
económica y social», de «desarrollo cultural», recurriendo a nuevas
formas de dominación.
En efecto, si el neocolonialismo es, ante todo, la continuación de la dominación imperialista bajo una forma disfrazada, también es el reconocimiento tácito
por parte de la potencia colonial de que el pueblo
al que domina y explota posee su propia
identidad, la cual exige, para la satisfacción de una necesidad cultural, una
dirección política propia.
Señalemos además que, al aceptar la existencia de
una identidad y una cultura del pueblo colonizado y, por consiguiente, su
inalienable derecho a la autodeterminación y a
la independencia, la opinión metropolitana (o,
cuando menos, una parte importante de la misma) lleva a cabo un significativo progreso de orden cultural, puesto que se libera de un elemento negativo de su
propia cultura: el prejuicio de la supremacía de
la nación colonizadora sobre la nación colonizada. Este progreso puede tener importantes y hasta trascendentales consecuencias en la evolución política de la
potencia imperialista o colonial, como lo
prueban algunos hechos de la historia reciente o actual.
Ciertas
afinidades genéticosomáticas y culturales
existentes entre diversos grupos humanos de uno o varios
continentes, así como una situación más o menos semejante del dominio
colonial y racista, han desembocado en la formulación de teorías y la
creación de «movimientos» inspirados en
la hipótesis de la existencia de culturas raciales o continentales. Sin
pretender minimizar la importancia
de tales teorías y «movimientos» que, fructifiquen
o no, hay que aceptar como tentativas de búsqueda de una identidad y como medios de impugnación de la dominación
extranjera, podemos sin embargo afirmar
que un análisis objetivo de la realidad cultural conduce a negar la existencia de culturas raciales o continentales.
Ante todo, porque la cultura, como la historia, es un fenómeno en expansión e íntimamente ligado a la
realidad económica y social del medio, al nivel de las fuerzas productivas
y al modo de producción de la sociedad que la ha creado.
En segundo lugar, porque el desarrollo de la cultura se produce en forma
desigual, lo mismo en un continente que en
una «raza», e incluso que en una sociedad. Efectivamente,
las coordenadas de la cultura, como las de todo fenómeno
en desarrollo, varían en el espacio y en el tiempo, tanto en sentido
material (espacio y tiempo físicos) como humano
(biológicos y sociológicos).
Por esta causa, la cultura creación de la sociedad y síntesis
de los equilibrios y soluciones que engendra para resolver
los conflictos que la caracterizan en cada fase histórica
es una realidad social independiente de la voluntad de los
hombres, del color de su piel, de la forma de sus ojos o de
los límites geográficos de cada país.
Para que la cultura cumpla el papel que le corresponde en el movimiento de liberación, éste debe establecer con
precisión los objetivos a alcanzar en el camino hacia la reconquista del
derecho del pueblo que representa y dirige, a
poseer su propia historia y a disponer libremente de sus fuerzas productivas, para, de esta manera, posibilitar el desarrollo
ulterior de una cultura más rica, popular, nacional, científica
y universal.
Lo
que importa al movimiento de liberación no es
demostrar la especificidad o no especificidad de la cultura
del pueblo, sino proceder al análisis crítico de esta cultura, en función de las exigencias de la lucha y del progreso, lo que permitirá situarla, sin
complejos de superioridad o de inferioridad,
en la civilización universal, como una
parcela del patrimonio común de la humanidad y es la perspectiva de su integración armoniosa en el mundo actual.
* En las colonias portuguesas, el porcentaje máximo
de asimilación es del 0,3% de la
población total (en Guinea Bissau), después de
500 años de presencia «civilizadora» y medio siglo de «paz colonial».
Tomado
de: Textos anticoloniales
Ediciones
ISBN:
849302137 (Para la portada)
Deposito
Legal. TF.2044/98
Islas
Canarias 1998.
Cuba, ¿excepción histórica o vanguardia en la lucha contra el colonialismo?