Las ponencias del P.R.A.I.C. (II)

 

 

LA COLONIZACIÓN CULTURAL ESPAÑOLA EN CANARIAS

 

 

1.- LO QUE ENTENDEMOS POR CULTURA

Partimos de la base de que “cultura” es todo aquello que no es “natura”. El fenómeno cultural, por tanto, engloba a todo aquello que suponga o haya supuesto la intervención humana, todo lo que el hombre ha sido –o será- capaz de crear o transformar. Sin embargo, estamos acostumbrados a que, por encima de esta idea básica, se considere el término “cultura” circunscrito solamente a la creación intelectual de unas minorías a las que, por redundancia, se las denomina “cultas”, contraponiéndolas al sentido de “popular” que se reserva para la creación del pueblo, que según estos mismos esquemas clasistas sería “inculto”.

En este sentido de cultura como creación de una élite que monopoliza la formación intelectual y que impone sus normas éticas y estéticas no podemos hablar seriamente de una “cultura canaria”, puesto que la minoría que aquí ha podido cultivar esa vertiente intelectual y elitista del fenómeno cultural se ha limitado a reproducir -salvo muy honrosas excepciones- esquemas y patrones exógenos, sin sentido ni carácter canario. Hemos de reconocer, sin embargo, que cuando el intelectual de élite ha cimentado su creación en las propias raíces culturales canarias es cuando único ha logrado incidir con su obra en nuestro pueblo, como está sucediendo ahora mismo, pongo por ejemplo, con los poemas de Tarajano. Así sucedió en nuestro pasado con los casos de los Viana, Viera y Clavijo, Cairasco, Graciliano Alonso, Ricardo Murphy, los hermanos Millares Cubas, José Betancort, los colectivos de la Revista de Canarias de Elías Zerolo y la Ilustración de Canarias de Patricio Estévanez, el mismo Secundino Delgado o un Nicolás Estévanez, cuyo poema “Canarias” (Mi patria es una isla, mi patria es una roca, mi espíritu es isleño, como los riscos donde vi la aurora…..) es, probablemente, uno de los más conocidos a niveles populares en Canarias. Por otra parte, aunque canarios como Bethencourt Molina, Pérez Galdós, Tomás Iriarte o Guimerá han logrado lugares de privilegio en la cultura de élite universal con el despatriamiento y la integración en otras culturas locales, son más frecuentes los casos en los que, precisamente por llevar en sus obras un acusado carácter canario, han logrado un lugar destacado en el panorama mundial del fenómeno cultural de élite. Como ejemplos de estos tenemos los de Oscar Domínguez, Manolo Millares, Plácido Fleitas, Juan Ismael o, más recientemente, los de Martín Chirino o César Manrique.

Ahora bien, al lado de esa cultura que hemos denominado de élite u oficial, en nuestra patria hay un pueblo que vive y, por lo tanto, que crea cultura. El canario, como cualquier pueblo singularizado, posee sus formas de vida y pensamiento, con sus peculiares expresiones y ha desarrollado, a lo largo del tiempo, un molde autóctono que hoy heredamos nosotros, el de nuestra “cultura popular”. La cultura, pues, es mucho más que un fenómeno artístico puesto que engloba todas las facetas de la vida de una persona. Lo que cada individuo crea constituye su propia cultura personal que es parte a su vez de la creada, colectivamente y como conjunto, por todo el pueblo en que está inmersa y que constituye su cultura popular, esto es, su específica relación dialéctica con la naturaleza y, por lo mismo, su visión colectiva e integral de su realidad cotidiana, su sistema articulado de ideas y valores resultado de la actividad humana, en resumen, una categoría histórica contingente.

En una praxis correcta deben ser las masas las encargadas de crear la cultura popular, de crear su propia historia. Por ello, solo cuando el pueblo asume la creación cultural de élite esta adquiere dimensión y trascendencia, creando historia porque, en todo caso, la cultura es la comprensión del propio valor histórico, tanto del yo individual como del colectivo. Si bien es cierto que la lucha de clases es el motor de la historia también es cierto que mediante la cultura es como las clases toman conciencia de sí mismas, de su realidad y de la necesidad de su transformación. La cultura, por tanto, no es solo el producto contingente de la historia. Es también un motor de la misma. ¿Quién precedió a quién, la Ilustración a la Revolución o viceversa? ¿No fue primero la Enciclopedia que los fusiles de la Comuna? No existe el “arte puro” del creador de élite desligado de su medio natural y social. El creador es producto de su tiempo histórico y de su sociedad, de su realidad, a la que o apoya o pretende transformarla. Como escribía Mao Tse-tung “No existe en realidad el arte por el arte, ni arte que esté por encima de las clases, ni arte que se desarrolle al margen de la política o sea independiente de ella”.

Solo cuando el pueblo asume la creación artística, la cultura de élite, esta adquiere dimensión y trascendencia, crea historia. Mientras esto no suceda, la cultura de élite no pasa de ser un divertimento minoritario que, además, tiene como resultado el refortalecimiento del estatus político hegemónico de  la sociedad en cuestión. Para el creador individual solo caben dos opciones: o está por la continuidad o está por la transformación. Mejor dicho, si no está por la transformación está laborando, consciente o inconscientemente, por la continuidad del status, pero sin la asunción por las masas de la creación cultural no trascenderá históricamente porque solo las masas son creadoras y portadoras reales de cultura y, por tanto, solo ellas están capacitadas para hacer la historia, aunque tomen sus elementos allí donde los encuentren, incluyendo, por supuesto, las creaciones elitistas y la propia cultura oficial. Es por esto que, desde un punto de vista revolucionario y liberador, sin desdeñar ni minusvalorar nunca cualquier aportación cultural exógena, si esta contiene elementos de alienación o retrasan el proceso de concienciación y liberación hay que considerar que, en ese mismo momento, deja de ser un elemento cultural y pasa  a ser “anticultural” por su carácter de antihistórico al retrasar los procesos de libración individual y colectivo.

2.- EL CAPITALISMO COMO AGENTE DE ACULTURACIÓN DE LOS PUEBLOS.

El conocimiento es universal o, mejor dicho, puede y debe ser universal. Es una de las formas culturales universales, patrimonio de toda la humanidad. Hay otras formas culturales que, sin dejar de ser patrimonio universal, son más específicas de cada pueblo, distinguiéndolos a unos de otros. Un pueblo vivo tiene siempre una cultura propia que los diferencia de los demás. Estas diferencias vienen generadas por el propio entorno natural de ese pueblo, que lo condiciona en sus formas de vida, o vienen determinadas por sus propios problemas de supervivencia o de realización como pueblo. De ahí que los fenómenos económicos, y por lo mismo, los fenómenos políticos, sean solo una vertiente de la cultura, quizá la más importante, en la medida que marca el rumbo que el fenómeno cultural en su conjunto va a seguir.

En el mundo capitalista son precisamente las minorías integrantes de las clases que poseen todo el poder económico y político, no solo las que presentan mayores posibilidades de acceder a las elites que detentan, orientan, y determinan la “cultura oficial” hegemónica sino que, además, poseen la capacidad de comprarla y dirigirla cuando el intelectual creativo no procede de ese reducido círculo. Al mismo tiempo son esas minorías hegemónicas las que disponen del cada día más potente aparato de expansión ideológica, de alienación colectiva y reproducción de esquemas que son los modernos medios masivos de comunicación -los sajonizados “mass media”- perfectamente controlados por la ideología capitalista hegemónica. Como resultado de todo ello las oligarquías capitalistas/imperialistas tienen la posibilidad de ejercer una decisiva influencia sobre las clases populares, que entran así en un proceso de recepción de una cultura que le es extraña, que no ha sido generada por ellas, pero a la que se las obliga a adaptarse. En el subconsciente social del pueblo dominado se instala, junto con el ninguneo endofóbico que le produce la dependencia social, económica, cultural, educativa y hasta religiosa, el miedo a ser diferente del dominador y la convicción de que lo deseable, el “progreso”, es la reproducción del esquema cultural y político del dominador, produciéndose en la sociedad dominada un proceso de aculturación a gran escala que la castra, impidiendo en ella el crecimiento tanto de la conciencia de clase como de las ideas de libertad, de soberanía y de independencia.

 

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