Un contencioso histórico
Ramón
Moreno Castilla
En el mundo existen
actualmente numerosos contenciosos entre Estados (demarcación de fronteras,
reivindicaciones territoriales, salida al mar de países sin litoral, etcétera)
e, inclusive, litigios internos de los propios Estados que sería prolijo
enumerar; ahora bien, de todas las naciones que conforman la comunidad
internacional, la que más conflictos ha generado y tiene que resolver, y ni se
inmuta, es España. Un Estado forajido (ver "La inquisición política",
EL DÍA, 4 de septiembre)[1] que incumple sistemáticamente los convenios
internacionales válidamente suscritos y vigentes.
Contenciosos, entre
otros, como el de Gibraltar, Ceuta y Melilla, de sobra conocidos, y el de la
misma Olivenza, el "Gibraltar portugués"; una ciudad lusitana ocupada
ilegalmente por España desde 1801 por el Tratado de Badajoz, propiciado por las
guerras napoleónicas y la confrontación entre Francia e Inglaterra. Con el
agravante de que España se niega a devolver dicha ciudad a Portugal, haciendo
caso omiso de las resoluciones del Congreso de Viena de 1815. Y ya sabemos que
en un referéndum extraoficial celebrado en la Roca se llegó al resultado de que
el 99% de los gibraltareños preferían seguir siendo ingleses antes que
españoles. ¿Por qué será? Lo mismo que son reiteradas las reivindicaciones de
Marruecos sobre las llamadas "plazas de soberanía", en territorio
marroquí, que España no quiere soltar en su afán hegemónico de controlar el
Estrecho.
Pero de todos los
graves conflictos que esa España imperialista y colonialista ha ido creando por
el mundo, existe uno que se remonta a la época medieval: el contencioso
histórico Estado español-Canarias, producido por la anexión unilateral del
territorio de una nación allende los mares, a
Atrás quedaban los
años en que tartesios y fenicios descubrieron las Islas Canarias. Y fue en la
Edad Media, con la revolución marítima, cuando el Archipiélago comenzó a
alcanzar una importancia y relieve que hasta entonces no había tenido. Las
conocidas por entonces como "Islas Afortunadas" fueron objetivo de
las expediciones de todas las grandes potencias marítimas de la época, desde
genoveses hasta mallorquines, catalanes, andaluces, vascos o lusitanos. Las
leyendas o las historias hablaban de sus grandes riquezas, y en aquellos
tiempos aciagos de conquistas y apropiación de territorios no podían pasar
inadvertidas.
En mayo de 1402,
Bethencourt y La Salle zarparon rumbo a Lanzarote, a la que conquistaron y
desde donde hicieron expediciones a Fuerteventura, desembarcando y conquistando
a los majoreros, y a El Hierro, donde en 1405 derrotaron a los indígenas
locales, los bimbaches. Mientras, se producían contactos con la Corona de
Castilla en busca de financiación que les permitiera nuevas expediciones. Años
después, Bethencourt cedió sus dominios a su sobrino Maciot y este, a su vez,
se los vendió al conde de Niebla y este a las familias andaluzas de Casas,
Pedraza y García de Herrera. Precisamente fue Díaz de Pedraza, en 1450, quien
conquistó otra de las islas, La Gomera.
Estando ya Lanzarote,
Fuerteventura, El Hierro y La Gomera bajo gobierno castellano, los ojos de los
conquistadores se volvieron hacia las tres islas restantes, Gran Canaria, La
Palma y Tenerife. Se recabó dinero de la Iglesia Católica mediante las bulas
papales de indulgencia, así como de los mercaderes venecianos y de empresas
particulares que buscaban tener privilegios tras el periplo conquistador, y así
comenzaría la conquista definitiva de Canarias. Y con la firma del Tratado de
Alcaçovas, rubricado en esa villa portuguesa el 4 de septiembre de 1479,
Portugal y Castilla acordaron el reparto de las posesiones atlánticas, de tal
modo que Portugal se quedó con Azores y Madeira (que hasta entonces estaban
deshabitadas) y Cabo Verde, y Castilla se anexionó las Islas Canarias tras casi
un siglo de numantina resistencia del pueblo guanche.
Por todo ello, el caso
más paradigmático de los contenciosos históricos que tiene que dilucidar entre
sí la comunidad de naciones, y el que concita la perplejidad y el rechazo de
los foros internacionales, es el que hemos dado en llamar "contencioso
histórico Estado español-Canarias", que no por ocultarlo y silenciarlo, o
mirar para otro lado, está menos latente y demanda una urgente solución. Y que
constituye un monumental anacronismo en pleno siglo XXI, con el que España está
conculcando flagrantemente el Derecho Internacional contemporáneo, cuyos
precursores fueron, precisamente, los españoles: el fraile dominico Bartolomé
de las Casas (1484-1566) y el teólogo Francisco de Vitoria (1492-1546).
Un larvado contencioso
político, que no administrativo, con todas las connotaciones que el caso
conlleva de restituciones, indemnizaciones económicas y otras, que se remonta
hasta casi seis siglos cuando en el año 1496 se conquista Tenerife, la última
isla en ser sometida por las tropas invasoras, y Canarias fue totalmente
anexionada por la Corona de Castilla. Antes de que España se constituyera en
nación propiamente dicha, con la conquista de Granada por los Reyes Católicos
en 1492. España es, en consecuencia, responsable subsidiaria de la genocida
conquista e impuesta evangelización de Canarias, en la que la espada y la cruz
fueron de la mano.
Luego seguiría un
depredador e implacable colonialismo español que perdura hoy en día y que hay
que enmarcarlo en el proceso colonizador de la Europa moderna, que comenzó en
el siglo XV, y del que tenemos que hacer, siquiera, una somera valoración. La
capacidad potencial de colonización ha sido inherente a un mundo formado por
entidades políticas que poseían diferentes grados de desarrollo económico y
tecnológico; las naciones poderosas siempre se vieron seducidas por la idea de
dominar a las más débiles. Sin embargo, esa escala de poder solo permitió que
la colonización fuera posible, pero no la hacía necesaria o inevitable. Toda
valoración moral del colonialismo debe tener en cuenta las circunstancias
históricas. Pero este fenómeno resulta inexcusable si nos atenemos a las normas
de actuación internacionales contemporáneas, puesto que es incompatible con el
derecho a la soberanía internacional y a la autodeterminación. No obstante, el
reconocimiento de estas libertades solo se ha hecho efectivo con carácter
mundial recientemente, mientras que los imperios que se crearon en el siglo XIX
se arrogaron la responsabilidad de gobernar a los "pueblos atrasados"
y hacerles llegar los frutos de la "civilización occidental".
El mejor modo de
describir los efectos nocivos del colonialismo, ya lo hemos dicho, es
analizarlo desde la perspectiva de los colonizados, puesto que las colonias
reportaron numerosos beneficios a las metrópolis, como fueron la
"adquisición" de nuevos territorios para la emigración (donde se iban
asentando los colonos) y recursos estratégicos, y la expansión del comercio y
el aumento de las ganancias económicas. La afirmación, pues, de que la
colonización tuvo efectos negativos para las gentes colonizadas es
incuestionable: se vio interrumpido el estilo de vida tradicional, se
destruyeron valores culturales, se saquearon riquezas, se implantó un modelo
económico dependiente de la metrópoli y pueblos enteros fueron subyugados o
exterminados. Y lo que es peor: se vulneraron todos los derechos humanos.
Por tanto, esa España
imputada tiene la carga de la prueba y debe responder ante el TPI de sus
crímenes de lesa humanidad y de apropiación indebida de territorios ajenos, y,
al mismo tiempo, debe crear cuanto antes una comisión negociadora que
establezca, con la que al efecto se cree en Canarias, el correspondiente
calendario de descolonización y el consiguiente traspaso de poderes. ¡¡Todo lo
demás será seguir infringiendo la ley en la mayor impunidad!!