Comer
Juan Manuel
García Ramos
El 26 de enero del 2000, en una entrevista
en Canal Plus, le oí decir al profesor universitario Antonio Escohotado, una autoridad en materia de drogas, que cuando
no se disfruta de la ebriedad de la vida, del conocimiento y de la fornicación,
no se hace sino comer, comer y comer.
Anoté esa afirmación en mis cuadernos íntimos porque me impresionó el ingenio y
la sinceridad que destilaba. Y porque me impresionó personal y directamente,
con mis kilos sobrantes en la dichosa báscula electrónica, para más inri e imposibilidades de desmentirla.
He repetido luego esa afirmación de Escohotado en
algunos círculos de amistades y veo que la gente queda desconcertada e
inmediatamente elude toda conversación sobre la tan traída y llevada
gastronomía de nuestro tiempo, elevada a sutilísima expresión de cultura.
Hay días en que contemplo en los sumarios de algunos periódicos que las tres
noticias seleccionadas sobre cultura consisten en una corrida afarolada de José
Tomás, en una comparecencia de Ferrán Adriá y en el estreno de
Soy hijo de un comerciante de ultramarinos y muchos años de mi infancia y
juventud estuve en un mostrador vendiendo al público de aquella época durante
mis vacaciones escolares. Me acuerdo con claridad de los cuartos kilos de
fideos, de garbanzas, de lentejas, de lo muy ignorado que estaban el jamón
cocido o el serrano, no digamos ya nada de los yogures o de los cromáticos
néctares de melocotón, de pera y de piña que los niños de hoy retiran de sus
neveras y se toman a cualquier hora; me acuerdo de los raquíticos presupuestos
que la gente, a finales de los años cincuenta o durante los sesenta, dedicaba a
la cesta de la compra. La ciudadanía en general, no sólo los más humildes.
Por eso hoy casi me quedo extasiado cuando acudo a las grandes superficies y
veo a las familias de todo pelaje salir tirando de uno o dos carritos colmados
de alimentos de todo tipo y capaces de apagar el hambre por muchos días de una
población entera de Nigeria.
Las cosas han cambiado, por lo menos para este antiguo dependiente eventual de
una tienda de comestibles, aunque Cáritas nos siga
facilitando cifras desmoralizadoras sobre los cientos de miles de canarios y de
canarias que siguen viviendo con cuatro perras.
Comemos más y géneros más surtidos. La alimentación se ha democratizado, hemos
erradicado el tercermundismo gastronómico y ya somos ciudadanos globales en
cuanto al consumo de muchos productos expandidos por todo el planeta.
Otra cosa es que lo que comamos sepa a algo. A mí, por ejemplo, ya no me saben
nada los tomates, ni las cebollas, ni las lechugas, a pesar de que aliñemos las
ensaladas actuales con todos los aceites vírgenes que nos podamos imaginar y
todos los vinagres de vino, de sidra o de frutas disponibles en el mercado. La
industria de la alimentación ha sustituido a la alimentación autóctona y
encariñada con los cultivos.
No puedo olvidar, en ese sentido, los potajes de coles y de judías, cultivadas
en las pequeñas fincas de mis abuelos maternos en Valle Guerra, ni las tazas de
leche de cabra recién ordeñada que descubrí en mis infancias vacacionales.
Y no puedo olvidar quizá el mejor poema recitado que le oí a un escritor
tinerfeño tan fino como fue don Andrés de Lorenzo-Cáceres una tarde invernal de
los años setenta en la tertulia del Ateneo de
Primero el berro fresco de barranco, con esa aliteración que haría tan feliz a
cualquier poetiso; luego las judías pequeñas y
canelas y las piñas de millo, cortadas en pequeños y medidos trozos, del huerto
propio de don Virgilio, luego las costillas de cochino negro -esos cochinos
negros, alimentados sólo de los vegetales del bosque, que Virgilio se
encontraba en manadas en sus subidas al Monte del Cedro por el camino del Rejo,
según nos relata Francisco Ayala en un agradecido obituario dedicado a su
amigo-, con sus hilas suficientes y sabrosas de carne, y todo ello festejado
con unas cucharadas de gofio semitostado de trigo y
de millo y servido, cómo no, en mortera veterana de morera, donde los usos y
regustos habían ido depositando la pátina necesaria.
Cuantas veces he regresado a
Algo parecido me pasó hace dos años en el parador de Almagro, donde pude
degustar la comida castellano-manchega aludida en las páginas del Quijote y que
tanta resonancia mantuvo en mi memoria de lector temprano de la obra de
Cervantes. Durante dos días estuve encerrado en el magnífico comedor de ese
establecimiento agotando su literaria carta de "duelos y quebrantos",
perdices rojas estofadas, migas serranas -hace unas semanas, Rafael Alonso
Solís me recordaba otras migas regadas con manzanilla que consumíamos en un
bajo del barrio madrileño de Malasaña, en un local
llamado "La carcelera", donde yo acudía en los años ochenta del siglo
pasado, acompañado de mi buen amigo Patricio Olivera, a oír flamenco de
verdad-, huevos con pisto manchego, lentejas posaderas y otras nostalgias del
buen yantar del caballero y del escudero. Yo asistía a un congreso sobre el V
Centenario de la publicación de la primera parte del Quijote y me escondía de
mis colegas a mediodía y por la noche para abarcar lo más posible la oferta
gastronómica de ese parador mágico que me transportaba en el tiempo a las casas
castellanas y a los figones manchegos a regar con buen vino tinto de Almansa
las viandas de los caminantes cervantinos.
Poseemos una memoria culinaria de la que no podemos desprendernos y a medida
que cumplimos años vamos valorando cada vez más la buena cocina, que no tiene
por qué relacionarse siempre con esa cocina de élite
que ahora tanto se lleva.
Eso sí: comer bien y poco y nunca dejar de disfrutar de la ebriedad de la vida,
del conocimiento y de la fornicación. La frase de Antonio Escohotado
permite varias y ricas lecturas.