EL
ABRAZO DEL OSO
(La
otra verdad incómoda)
Benito
Maceira *
Desde un satélite, en visión nocturna, los territorios
de nuestro planeta brillan en función del grado de desarrollo adquirido.
Paradójicamente, cuanto más intenso sea este brillo y, sobre todo, cuanto más
rápidamente se haya instalado, mayor será la presencia de la diabetes y otras
dolencias crónicas en estas parcelas fulgurantes.
El galope de estas enfermedades es tal que ya son
auténticas epidemias que consumen una
astronómica cantidad de recursos y provocan
un inmenso sufrimiento humano. En el mundo desarrollado constituyen la
causa más frecuente de muerte.
¿Cuál es el origen de este problema planetario? ¿De
dónde partimos para intentar explicar el avance imparable de estas patologías?
Para cualquier profesional habituado a tratar o estudiar estos problemas, la
respuesta es clara: lo primero, la fuente de todos estos
males, es la obesidad.
El aumento
anormal de peso progresa escandalosamente en las mismas áreas que lo hace la
diabetes. La obesidad es la locomotora que arrastra los vagones de la diabetes,
la hipertensión, la hiperlipemia y otros muchos
problemas que, cuando no se cuidan, terminan en complicaciones cardiovasculares
como el infarto, los accidentes cerebrovasculares
(hemorragia o trombosis) y la afectación de
las grandes arterias.
Parece, pues, claro que “Riesgo Vascular” debería
escribirse con b de báscula.
Pero, ¿por qué aumenta tanto la obesidad? ¿Cuál es el
origen del origen? Antes de intentar responder, es necesario que fijemos en que
terreno debemos realizar nuestras pesquisas. La mayoría de los factores de
riesgo cardiovascular son adquiridos, es decir, no nacemos con ellos, sino
que aparecen como consecuencia de cambios
negativos en el ambiente que nos rodea y condicionan nuestro estilo de vida.
Parece, pues, obligado identificar el perfil ambiental que rodea la obesidad y,
para empezar, es obligado analizar el factor ambiental que más influye en la
salud: la situación socioeconómica de la población afectada.
Existen numerosos estudios, entre ellos el “CDC” de Canarias, dirigido por el profesor
A. Cabrera, donde se evidencia una estrecha relación entre el estatus social de
los individuos estudiados y su grado de obesidad: a situación social más desfavorecida
mayor grado de obesidad. En dicho estudio, el 40% del grupo de clase más baja
es obeso comparado con sólo el 15% de los de clase más alta. Coherentemente,
esta estrecha relación se encuentra si se analiza la frecuencia de la diabetes
en las diferentes clases sociales. En este punto es muy importante señalar que
las clases medias también soportan cuotas de obesidad llamativamente altas
(entre el 21 y 26 % en el CDC), sin llegar a los extremos de las bajas.
Por tanto, en la actualidad, la mayoría de los obesos se
encuentran en el amplio segmento de población con situación social menos
favorecida, incluyendo una porción importante de las clases medias. En
nuestro país, los mayores porcentajes de obesidad y de diabetes lo soportan las
comunidades donde la desigualdad social es mayor sin que, necesariamente, sean
las regiones con el PIB más bajo. A la cabeza de ellas está Canarias.
Y, ¿por qué engordan más los menos favorecidos?
Trataré de descomponer sintéticamente los diferentes ingredientes del cóctel
explosivo de factores causales que, a mi juicio, conforma la respuesta:
·
Difícil
acceso a la comida sana.
A los precios vigentes y en el contexto social actual,
el consumo regular de comida sana (frutas, verduras, carne, pescado, etc.) es
prácticamente imposible para buena parte de la población por sus niveles de
renta y de consumo no alimentario. Como ejemplo, sólo para consumir la cantidad
recomendada en fruta y verdura, una familia de cuatro miembros se gastaría
entre 140-170 euros/mes; este coste es inasumible
para la mayoría de las familias. Los jóvenes con salarios bajos, los
pensionistas y los inmigrantes son colectivos especialmente vulnerables. En los
diabéticos, la cuestión es esencial al ser la dieta parte fundamental del
tratamiento. En mi consulta recibo con
llamativa frecuencia la confesión -siempre vergonzante- de que no se
pudo hacer la dieta prescrita por falta de recursos.
·
Falta de
educación nutricional
A medida que se baja en la escala educacional y partiendo
de niveles insospechadamente altos, la información sobre lo que es comer sano
se va perdiendo. Un porcentaje elevado de la población desconoce la frecuencia
y el equilibrio con que se deben consumir los diferentes tipos de alimentos.
Ignora la diferencia entre nutrirse y saciarse. Este desconocimiento, por ejemplo, impide que se pueda jugar con los
productos de temporada para reducir el coste de la cesta de la compra.
·
El consumismo
(La distorsión de la escala de valores)
En mi opinión, es el factor más importante para explicar la dramática expansión de la
obesidad, de la diabetes y sus consecuencias. La brutal incitación al
consumismo nos esclaviza y, en esencia, muchos cambian comida sana por bienes
de consumo. El coche, el móvil, las vacaciones, los cumpleaños como las bodas, ”se ven”, lo que comemos, no.
Más de la mitad de los españoles confiesa que llega
con dificultad a fin de mes; el endeudamiento de las familias es superior a la
renta disponible; cada lustro, la porción del sueldo dedicado a la alimentación
es menor con la consiguiente pérdida de calidad de la misma. El comer sano ha
perdido el prestigio de antaño. La alimentación ha descendido muchos puestos en
nuestra escala de valores. Nunca olvidaré las manifestaciones
de un ciudadano entrevistado en una larguísima cola
de un conocido centro comercial : “ …No comeré este
mes, pero yo esta noche juego con la nueva PlayStation…”
·
El
sedentarismo.
De vital importancia, el sedentarismo es una pieza
clave en la génesis de la obesidad. Andamos cada vez menos. Ya no subimos
escaleras, las escaleras nos suben. Nuestro trabajo requiere cada vez menos
esfuerzo físico. Los efectos del binomio coche-televisión son devastadores.
Para tener lo “que tenemos que tener” se hacen agotadoras jornadas laborales y
no queda ni tiempo ni ganas para hacer ejercicio. Por otra parte, la cultura
del ejercicio es más bien privativa de las clases más acomodadas.
·
La frustración
crónica.
La moderna neurobiología ha descubierto que para que
nos sintamos bien, nuestro cerebro necesita pequeños y periódicos “chutes” de una
sustancia llamada dopamina. Estas autoinyecciones
cerebrales son provocadas fundamentalmente por la ejecución de actos
satisfactorios. Cada vez se dispone de menos tiempo para realizar las variadas y frecuentes
actividades gratificantes con las que disfrutaban nuestros abuelos. Mucha gente
entra así en un estado de frustración crónica. Al cerebro, falto de dopamina,
le entra “el mono” y busca satisfacciones artificiales y perentorias que le
aseguren la dosis necesaria. El irse de repente de compras o la ingesta
compulsiva y exagerada de alimentos (bulimia) son dos muestras de estos
mecanismos compensatorios.
·
El estrés
social
La precariedad económica, el ambiente de inseguridad y
competitividad laboral, el futuro incierto, el temor a no poder tener lo que
tanto deseamos, son amenazas que afligen y estresan a un segmento amplio de la
población. No hay nada que canse más que estar estresado. Creo que más que la
larga jornada laboral, la fatiga crónica por estrés es, sobre todo, la culpable
de que se produzca “el síndrome de la cocina tapiada”: esa resistencia creciente a
preparar comidas caseras; y si no cocinamos en casa, todos sabemos cual
es la alternativa…
En suma, la epidemia actual de obesidad y sus
consecuencias- la diabetes a la cabeza- tiene un claro fundamento social. El
sistema que nos domina impone un estilo
de vida creado para la obtención de grandes beneficios pero con “el efecto
colateral” de generar hábitos claramente perjudiciales para la salud. Es el
precio a pagar por la “sociedad del bienestar”. El sistema nos atenaza, es casi
imposible zafarse, es un auténtico abrazo de oso. Sólo se preocupa de remendar los
rotos producidos por él mismo; sólo se dedica a apuntalar los destrozos de la
riada que ha soltado, pero no se le ocurre construir un gran presa que, allá
arriba, impida sus dolorosas consecuencias. Para que el oso abra los brazos
habría que cambiar el mundo. Quizás nos sirva de consuelo recordar que el mundo ha cambiado muchas
veces a lo largo de la historia….
Es imperativo actuar urgentemente porque los efectos
del “otro cambio”, el cambio ponderal, van a ser tan devastadores y, sobre todo, mucho más
precoces que el cambio climático.
*
Servicio de Nefrología del HUC
Presidente de