La fe médica

Enrique González *

El hombre, desde que le aumentó el cerebro lo suficiente para pensar y hablar, se ha enfrentado a los diferentes factores enfermizos, conocidos o desconocidos, para defender su salud y su vida. Y nunca, ni siquiera en el tiempo, ya caducado, del paternalismo médico, ha sido un sujeto pasivo, manejado por los servicios sanitarios. Siempre ha movilizado los mecanismos propios para que surja la salud desde su individualidad. Cuando la medicina científica no cura o alivia, busca otros caminos de curación o alivio. Convencido de que la salud es su más importante negocio, no se resigna a perderla cuando las ciencias se agotan o resultan incómodas.

Vivimos muy alejados de los tiempos en que la enfermedad era un castigo divino y la curación un milagro. La medicina cada vez es más ciencia y cada vez menos arte. Las enfermedades obedecen a causas naturales y los tratamientos se rigen por protocolos establecidos a nivel mundial. La medicina ha dejado atrás las improvisaciones. Ni siquiera el tan elogiado ojo clínico tiene fuerza en los momentos actuales, donde sólo prevalece el diagnóstico de evidencia. Y no es que la medicina haya dejado de ser un arte del todo, es que los avances científicos prevalecen sobre los sentidos humanos. Nadie se conforma con un diagnóstico basado en los síntomas sin reafirmarlo con los datos de laboratorio y las demás pruebas diagnósticas. La utilización de pruebas diagnósticas es una exigencia para el médico y una demanda del enfermo.

Aunque la medicina ha cambiado y el hombre ha evolucionado, es necesario recordar que las raíces de la medicina y del hombre siguen implantadas en el inconsciente colectivo. El médico procede del chamán y la medicina de la brujería. Y, por mucho que avance la medicina, siempre desde lo más profundo del subconsciente surgen eructos ancestrales, con sabor a creencias en lo desconocido misterioso. Aunque los vientos del conocimiento científico desvanecen las oscuras neblinas de la superchería, existen arraigadas y desconocidas vías mentales que son difíciles de eliminar. Son presencias ignoradas en nuestra mente que, desde lo más profundo y primitivo, alimentan nuestro comportamiento.

El conocimiento avanza y avanza y la ignorancia se encoje y se encoje. El avance del conocimiento disminuye el campo de las creencias, el territorio de creer en lo que no se conoce. Y el instrumento de la fe, creer en lo que no se conoce, es cada día menos utilizado. Esto ocurre para el hombre sano y joven, pero cuando la enfermedad y la muerte, las dos grandes pruebas del hombre, se acercan, y los mecanismos de la comprensión tambalean, desde las profundidades de la mente, como último recurso, brotan presencias ignoradas sólo extraídas por la fe. Medicina y religión estuvieron confundidas muchos siglos. Una versión más moderna sería aglutinar medicina y filosofía.

Una medicina sin filosofía es pura veterinaria, porque una medicina desprovista del sentido humano no es medicina. Aunque la medicina se beneficie de los conocimientos más insospechados, nunca podrá desplazar el recurso humano de la fe. Creer en lo desconocido es común a la religión y la medicina. Las tres grandes virtudes, hoy pisoteadas por las claveteadas botas del progreso, fe, esperanza y caridad, están vigentes y son compartidas por el cristianismo y la medicina. Muchos comportamientos médicos olvidan estas virtudes, especialmente la esperanza, sin recordar lo que escribió Shakespeare, el gran conocedor de lo humano: "El miserable no tiene otra medicina sino la esperanza solamente".

Por mucho que avance la medicina científica, siempre quedará el refugio del curandero o de la medicina sin rigor científico, y quedará, porque es una cuestión y un recurso de fe. Hubo un tiempo en que los enfermos se sometían a la imposición de mano. Miles de enfermos eran tocados por el rey, creyendo firmemente que el rey poseía poderes sobrenaturales que heredaba de sus padres y transmitía a sus hijos. El célebre doctor Johnson, en su juventud, enfermo de escrófula, recibió el toque real. Aún se practica la sanación por algunos movimientos carismáticos, con su imposición de manos y rezos. El no menos célebre Marat, que era médico, vendió a un precio desorbitado sus polvos antipulmonares, que resultaron ser simple fosfato cálcico.

Cualquier descubrimiento científico es patrimonio de la Humanidad. El científico está bien pagado con la fama. Nadie puede dejar para su exclusiva utilización y única dispensación el producto de su investigación. ¿Qué hubiese ocurrido si la penicilina sólo hubiera sido aplicada a los enfermos por Fleming en persona y en su laboratorio? Y Fleming descubrió algo desconocido. ¿Y si fuera conocido? Nadie puede patentar un producto natural. ¿Se imaginan que alguien, con el mérito que ello tendría, demostrara el beneficio de ingerir dos kilos de lechugas al día parar curar cáncer y envasara las lechugas con una etiqueta que no especificara el origen lechuguil del producto? La comunidad científica explotaría con una fuerte carga de sanciones y dinamitadas condenas.

Pero el hombre, individuo enfermo, que no es un sujeto pasivo, que se niega a ser manipulado por los servicios sanitarios, moviliza sus instrumentos mentales para recuperar la salud desde su individualidad. Y cuando la medicina científica no cura o alivia, busca otros vericuetos, por oscuros que sean, para alcanzar la salud. Y, ante el desencanto de la medicina científica, movido por la fe, vuelve los ojos del entendimiento a prácticas que no han sido bendecidas por la comunidad científica pero que se mueven por los sutiles hilos de la fe. Y es que la fe religiosa mueve montañas, y la fe médica también mueve montañas, aunque carezcan de basálticos fundamentos científicos y sea de puro aserrín.

Fuente: Lo que es, El Día 12-03-2006