Prerrogativas de los comandantes generales
de Canarias
en el siglo XVIII
Los comandantes generales, como autoridades máximas coloniales en las
islas, al margen de sus sueldos oficiales, gozaban de ciertas prerrogativas y
permisiones que la tolerancia y la complicidad llegaron a institucionalizar, no
siendo infrecuente que los comandantes generales, haciendo uso de la autoridad
absoluta de que estaban revestidos por la metrópoli, fiscalizaran la economía
de las islas, en nombre del rey de España pero casi siempre en beneficio
propio.
La
presión económica ejercida por los capitanes generales era dirigida
especialmente hacía el comercio de importación e exportación, principal
fuentes de ingresos en las islas, esto motivó que
éstos fijaran su residencia en el puerto y no en su sede oficial en la
ciudad capital de la isla (después de todo el país)
Fue
común, en las épocas de que nos ocupamos, el gobierno despótico por parte de
los comandantes generales, quienes grababan a su antojo aquellas actividades
comerciales o de cualquier índole que pudieran reportarles pingüe beneficios,
sin que en estas ocasiones entrasen a valorar en exceso la honestidad o el
honor. Como ejemplo
aportamos una lista de cobros ilegales que se practicaba en el puerto de
Santa Cruz por esa horda de voraces funcionarios enviados por la corte
y que sangraban a las islas.
En
las juntas del Consulado de Indias celebradas el 27 de abril y el 3 de julio de
1792, se expone que los dueños o administradores de las embarcaciones que van a
América, en cada una de sus expediciones contribuyen, más o menos,
según los informes obtenidos con las partidas siguientes:
Al
comandante general que da la licencia de zarpar,
100 pesos
Al juez de arribada que expide el pasaporte, 100 pesos
Al
escribano de dicho juzgado, 40 pesos
Al amanuense del escribano y otros subalternos, 20 pesos
Por fianza de registro, 11 pesos
Al guarda mayor de indias y a su
hijo, 55 pesos
Por reconocimiento de carena, fondeo o visita de suficiencia que hace el
capitán de mar, 10 pesos
Al
calafate y carpintero que realizan el
reconocimiento, 5 pesos
A la lancha que transporta a los anteriores, 5 pesos
A dos guardas del juzgado de arribada, que al salir la embarcación se
presentan a bordo so pretexto de reconocer a la tripulación y
pasajeros, 12 pesos
Al escribano de arribada cuando la embarcación retorna de América, 10
pesos
Las
cantidades citadas ascienden a trescientos cincuenta y ocho pesos, a la que se
agregan 200 pesos que se reparten entre el juez de arribada y su escribano por
razón de las licencias de embarque que conceden a los pasajeros, de cuya clase
van en cada embarcación entre unas y otras hasta el número de cuarenta
contribuyendo cada uno con cinco pesos para obtener su respectiva licencia.
Sobre el abuso de estas imposiciones, tan notorias y censurables no cesan de
clamar privadamente los
expedicionarios a las América. Varían dichas gabelas en la cantidad según el
porte de los buques, condescendencia de sus dueños o administradores y otras
circunstancias.
Esta
explotación ilegal se estuvo practicando hasta que los perjudicados pudieron
hacerse oír en la corte española, y al fin en la junta del consulado de 30 de
julio de 1793, se leyó una real orden de 12 de Junio del mismo año, por la que
se mandaba al comandante general (Gutiérrez) y al juez de arribadas de las
islas que cumplan la severa prohibición de cobrar en adelante a las
embarcaciones que se despachen para América ninguno de los derechos que se habían
introducido abusivamente y en contravención del Reglamento de comercio libre.
Los altos empleados no sólo intervenían en el comercio legal, sino que además
participaban en el de esclavos, contrabando, presas de corsarios y piratas,
venta de empleos civiles y militares, y en general en cualquier actividad que
les reportara dinero fácil y rápido valiéndose impunemente de métodos que
hoy calificaríamos de prevaricación, uso de información privilegiada y
cohecho.
Como
podemos ver, por estos y otros pormenores de los empleados del rey Carlos IV en
su colonia Canaria, -así como otros anteriores y posteriores- no precisaban
hacer uso de los réditos de sus posibles posesiones en España, para vivir «como
grandes señores del siglo XVIII,» o de cualquier otro.