EFEMERIDES CANARIAS

 

UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

PERÍODO COLONIAL, DÉCADA 1621-1630

CAPÍTULO XXIV (XI)

 

Guayre Adarguma *

 

1625. Historia colonial del pago lagunero de Los Batanes, Tenerife. “Si algo caracteriza al siglo XVII insular, esto ha sido la impor­tancia que ha adquirido la producción y comercialización del vino. Desde finales de la centuria anterior, el mismo se había configurado como el principal cultivo exportador, sustituyendo al azúcar en los mercados internacionales. Para satisfacer la demanda de caldos insu­lares, se produjo una sutil transformación del espacio agrícola insu­lar, incrementándose las áreas plantadas de viñas, no solo sobre aquellas que se habían dedicado al azúcar anteriormente, sino en detrimento de otras que estaban destinadas a la alimentación de la población. Para mantener abastecida la isla en unos momentos en que esta incrementaba sus efectivos espectacularmente, se recurrió al aumento de las importaciones, ya fueran estas del viejo continente o de otras islas (en estos momentos, Lanzarote y Fuerteventura trans­forman su estructura productiva de ganadera en agrícola) y a la ampliación de las zonas dedicadas al trigo hacia áreas marginales anteriormente no explotadas, donde no se podían plantar viñas.

 

Dentro de este modelo explicativo; ¿qué papel jugó nuestra área de estudio?. Toda la documentación que hemos recopilado nos ha permitido comprobar como se desarrolló un uso casi exclusivamente cerealista de los recursos del barranco, cediendo los grandes propietarios sus tierras en régimen de enfiteusis.

Intentaremos en las líneas que siguen desarrollar alguna de estas cuestiones, conscientes de las limitaciones impuestas por unas fuentes más escasas que para los siglos anterior y posterior.

Cronológicamente, nuestro siglo XVII no constituye un espa­cio temporal cerrado, ya que, como iremos viendo a lo largo del tex­to, ocasionalmente desbordaremos las fechas extremas del mismo.

Finalmente, debemos destacar como a lo largo de este siglo se impondrá el topónimo Batán/es a la hora de referirse a nuestra área de interés. El primer documento localizado en que se utiliza este topónimo está fechado en 1625, cuando Juan de Mesa cede en enfi­teusis "...un pedazo de tierra en los Batanes onde dicen el Picacho...”. A partir de entonces, los antiguos topónimos provenientes del siglo anterior han desapareciendo rápidamente, de tal manera que desde finales de siglo se impondrá este como única denominación, situación que perdura hasta la actualidad.

Al igual que hemos hecho en el capítulo anterior, el presente se estructura sobre tres cuestiones básicas: la evolución de la propiedad, el paisaje agrario y la forma de tenencia de la tierra.

 

a. Evolución de la propiedad

 

Tal y como hemos indicado anteriormente, las tierras vincula­das por Luís Velásquez en 1557, recaían a finales de siglo en su hijo Juan. Instalado en La Orotava desde por lo menos 1600, su matrimo­nio con Doña Inés Luzardo de Franquis, personaje perteneciente a una rama segundona de la importante familia Franquis, refleja claramente el grado de integración de dicho personaje dentro de la oligarquía residente en la villa. Fruto de dicho matrimonio, nacerá Doña Juana de Bethencourt y Luzardo, quien se casará con su primo, el capitán Don Juan Antonio de Franquis Alfaro en 1622. A raíz del mismo, su padre le entrega en dote el vínculo fundado por su abue­lo en 1557, que deberá disfrutar una vez que él haya fallecido. A lo largo de los siglos siguientes, la historia de la propiedad quedará íntimamente unida a la familia Franquis Alfaro, en cuyas manos permanecerá hasta que Don Francisco Franquis Alfaro venda en tor­no a 1847, la mayor parte a Manuel de Rojas, un campesino acomo­dado de Los Batanes.

La suerte de Pedro Antón de Torres, que como ya hemos indi­cado, permaneció fuera del vínculo fundado por Luís Velásquez en 1557, fue cedida en enfiteusis a lo largo de todo el siglo XVII. En 1691, el tributo es vendido por Don Sebastián de Franquis Alfaro a Don Joseph de La Santa y Ariza por dos mil reales de plata. Ya en ple­no siglo XVIII, este último lo vendería a Don Crisóstomo de la Torre en 1721.

Ahora bien, a lo largo del siglo XVII, no serán los Franquis los únicos grandes propietarios en el barranco. Desde finales del siglo anterior, se han introducido en la comarca varias familias nobles laguneras, que actuando como propietarios absentistas, llegarán a poseer extensos predios en la zona.

 

Este fenómeno ya ha sido detectado en otras áreas del macizo anaguense, como por ejemplo, en Taganana. Calvan Tudela ha docu­mentado la llegada de los Westerlin, que se hacen con el control de los barrancos de Benijo, Almáciga y Guagay o los Fernández de Ocampo, que intentarán controlar los barrancos de Las Palmas de Anaga y Las Breñas. A finales del siglo XVII y gracias a diversas uniones matrimoniales, los descendientes de las familias Pereira de Castro y Cova Ocampo, controlan desde Taganana casco hasta ebarranco de Ujana, además del valle de Afur, así como las mejores tierras de Taganana. La documentación consultada nos ha permi­tido observar un fenómemo similar en el área del actual pago de El Batán, cuyos principales actores pasamos a enumerar.

En 1606, Luís de Espinosa reconoce haber comprado a Antonia Joven, un tributo de sesenta doblas de principal, que Pedro de Cór­doba e Isabel Negrín habían impuesto sobre "...sus batanes y guertas que los susodichos tenían donde disen las Aseñas...", que un documen­to posterior ubica en el Batán de Abajo. Posteriormente, dicho Luís Espinosa cedería, por una de las clausulas de su testamento, dicho tributo a la Cofradía del Rosario, en cuyas manos permanecería hasta su venta al vecino de Los Batanes, Juan González Collaso en 1733.

Juan Antonio Barbosa, vecino de La Laguna oriundo de la vi­lla de Cobra en Portugal, aparece dando la suerte del Picacho a tributo a Melchor Pérez por doce doblas de oro en los primeros años del siglo XVII. El matrimonio de su hija, Doña Lucrecia Barbosa de Caldas con Don Juan de Mesa en 1615, permitió incorporar dichas tierras al patrimonio de este último, al ser parte de la dote ofrecida. Cedida a tributo a Pedro Díaz Martela en 1625, un año después la adquiere el Maestre de Campo Mateo Diaz Maroto, comerciante riojano afinca­do en La Laguna, por cuatrocientos reales de plata. Veinte años después, la viuda de este, Doña Violante de Moya, vende dicho tri­buto a Don Cristóbal de Frías Salazar, conde del Valle de Salazar, en cuya familia seguirá hasta bien entrado el siglo XIX.

 

El Valle de Los Morales, sito dentro de los actuales límites del pago, es arrendado en 1633 por Doña Isabel de Asoca, viuda de Don Lucas de Betancurt Sanabria, a Benito Curbelo por doce fanegas de trigo. Posteriormente, su hijo, el presbítero Don Tomás de Betancurt y Asoca, donará a Don Diego de Ponte "...todos las tierras que tiene en el valle de los Batanes donde llaman los morales que están detras de las guertas que llaman del Obispo...", en cuyas manos seguirá a fina­les de siglo XVII.

El Heredamiento de Mateo Diaz Maroto es, sin duda alguna, el mas importante que se forma en la zona a lo largo del siglo XVII. En 1674, al hacer el aprecio de sus propiedades, se incluyen en las mismas las tierras siguientes: La Laja, por debajo de la Ermita de San Mateo, el Valle de Acuijar, La Porcuna, Valle Seco, Valle de Aradoque, Valle de Bejía, Risco de Aramuigo, Valle de Chinamada, la Fajana, junto al Roque de los Dos Hermanos y el Tanquillo, arriba de la Ermita de San Mateo, Roque Agudo, Paso del Fraile, cumbre de Juan Perdomo, Paso Roquete, Roque del Carnero, Lomo de Juan García, tierras de Tañe, la cumbrecilla de las Escaleras, Roque de Tenejía y Tacorontillo, Mesa de Tesegre y Lajinas, que bajan al barran­co de Taborno. Estas amplias inversiones en bienes inmuebles permitieron a Maroto plantearse la creación en 1636, de un señorío en él valle de Acuijar, aprovechando la recaudación del Real Donativo en las islas. Muerto ese mismo año, al poco tiempo sus familiares debieron vender sus propiedades para cubrir unas deudas de las que Maroto había salido por fiador. Según indica Anchieta:

"...el caso fue que abia ávido represaría y en ella los bienes de Jaques Belduque yngles se confiscaron por contravando y depositaron en el capitán Esteban de Llarena y fue su fiador el Maestre de Campo Mateo Dias Maroto regidor y obligo sus bienes que eran la Punta del Hidalgo (...) y por estafiansa remató el [Capitán] general todas estas tierras de la Punta del Hidalgo a dicho Mateo Días Maroto y vendió a dicho Jacinto Amado [en 1640] por 53 mili reales...".

Si bien desconocemos la causa, sabemos que a finales de siglo el heredamiento se encuentra en manos del presbítero y abogado Don Juan Onofre de Castro y Ayala. Muerto este, su madre, Doña Elvira de Ocampo y Guerra se hace con el mismo en 1703, gracias a una sentencia favorable a la misma dictada por la Real Audiencia.

El escaso control que ejercían estos grandes propietarios absentistas sobre sus tierras en el pago, permitió a los arrendatarios y enfiteutas que las trabajaban, hacerse con pequeñas heredades, cuyo probable origen se encuentre en rozas realizadas en las laderas del barranco que rodeaban las grandes haciendas allí constituidas.

Así por ejemplo, Pedro Diaz Martela, al aceptar el tributo de la suer­te de Pedro Antón de Torres en 1652, aparece hipotecando para su seguridad, "...un pedazo de tierra y una casa terrera de piedra y barro que alli tiene... ". En 1621, la viuda de Melchor Pérez, enfiteuta de la suerte del Picacho, vende "...un pedazo de tierra con su cueva de morada que habernos e tenemos en el termino de los Batanes bajo los linderos que espresan...".

 

b. La organización del espacio

Tal y como indicamos en la introducción de este capítulo, he­mos detectado un profundo cambio en el modelo de explotación del barranco respecto a la etapa anterior. Si bien la información disponi­ble es escasa, podemos afirmar que, a lo largo de la centuria, se pro­duce la desaparición de la mayor parte de los anteriores aprovecha­mientos hídricos del barranco -molinos hidráulicos, algunos cultivos de regadío e infraestructura de transporte y almacenamiento- y el asentamiento de un nuevo modelo de explotación basado en el apro­vechamiento cerealístico de los recursos del mismo.

Anchieta nos proporciona el último dato sobre la presencia de molinos hidráulicos en el cauce del barranco. Según dicho autor en 1613 Diego Riquel y Catalina Díaz redimían un tributo que pagaba por un molino en Los Batanes. Desgraciadamente, no podemos aportar mas datos, dado que no menciona ante que escribano se formalizó dicho documento. El Testamento de Doña Juana Betai Velásquez, fechado en 1663, no cita ningún tipo de molino u construcción que aproveche la fuerza de la corriente, por lo podemos deducir su desaparición a estas alturas de siglo.

Gracias a dicho documento, observamos como los cultivos de  huerta mantienen cierta importancia, por lo menos en estribaciones del cauce de agua, ya que indica poseer "...las tu aguas e guertas del batan...".

El trigo parece monopolizar el destino productivo de las grandes haciendas que se constituyen en el barranco a lo largo del siglo.

Así se deduce de los diferentes contratos de enfiíeusis que he logrado recopilar. En 1625, Don Juan de Mesa da a tributo a Pedro Díaz Martela la suerte del Picacho, por dos fanegas de trigo y gallina que valga cuatro reales anuales; en 1633, es Doña Isabel A quien cede a censo perpetuo el Valle de los Morales a Benito Cur por doce fanegas de trigo anuales. ¿A que obedece este radical cambio de orientación en la explotación de los recursos del barrar Como meras hipótesis apuntamos dos posibles causas. Por el hundimiento de la producción triguera en la comarca lagunera lo largo del siglo XVII, en unos momentos de fuerte crecimiento demográfico, redujo a la mitad la disponibilidad de alimentos a la primera mitad de la centuria anterior. El déficit crónico de trigo que se produjo, haría interesante el cultivo de un producto de primera necesidad cuyo valor se incrementó con el tiempo. Tan

no deberíamos descartar que la producción sirviera para pagar a los jornaleros que trabajaban sus haciendas vitivinícolas situadas en otras áreas de la isla.

c. Formas de explotación

En esta etapa histórica, aparece en el barranco el régimen de tenencia a censo y tributo perpetuo, igualmente conocido como en-fiteusis. A través del mismo, el dueño de la tierra cede el dominio útil sobre la tierra, es decir, la explotación de la misma, a un cultivador o enfiteuta, a cambio de una renta anual y perpetua, pagada en espe­cies o en dinero, reservándose el dominio directo. La elección de este upo de contrato agrario no es ninguna casualidad. Según han seña­lado varios autores, en Canarias se haya asociado especialmente a las tierras destinadas al trigo y a otros cultivos de autoabastecimiento.

Un aspecto del máximo interés en esta clase de contratos, es la posibilidad que tiene el enfiteuta de vender la tierra, siempre y cuan­do el poseedor del dominio directo estuviera de acuerdo en ello. Este, sí se lleva a cabo la venta, tiene derecho al laudemio o décima; es decir, al 10% del valor total de la propiedad vendida, sin descontar el capital del tributo que siempre queda impuesto.

Otra posibilidad, igualmente documentada, consistía en la venta del propio tributo, es decir, se producía un cambio de titulari­dad en el perceptor de la renta. Así ocurre, por ejemplo, en 1691, cuando Don Sebastián de Franquis vende a Don Joseph de la Santa un tributo de 50 reales de plata, pagados anualmente por Pedro Díaz Martela, impuesto sobre unas tierras en Los Batanes. La venta se ha­cía efectiva una vez que este había abonado la cantidad correspon­diente al capital del tributo, en este caso 1000 reales, para lo cual dicho Don Joseph hipotecaba un tributo que poseía en El Rosario.

 

La estructura de los contratos censales se centra básicamente en todo lo relativo a la percepción de la renta. El tributo impuesto sobre una tierras en el Picacho, otorgado por Don Juan de Mesa a Pedro Díaz Martela en 1625, es un claro ejemplo de ello. Según la letra de dicho documento, este debe, en primer lugar, " ...tener dicha tierra la­brada y bien reparada y limpia de matorral de manera que ande cultivad."'. El pago de la renta se efectúa mediante la entrega de dos fanegas de trigo y una gallina que valga cuatro reales, obligándose a ponerlos "...en esta ciudad en las casas de mi morada el dicho trigo bueno linpio en­juto y la dicha gallina buena por cada mes de agosto de cada un año...". Si el propietario no recibe dicha renta durante dos años seguidos, la tierra vuelve a él, sin tener que indemnizar al enfiteuta. Para asegu­rarse el cobro, el propietario prohibe a Pedro Diaz Martela, enajenar o subarrendar la tierra, si no es a "...persona lega llana y abonada que pueda pagar dicho tributo...". Por último, el enfiteuta se ve obligado a hipotecar "...quince colmenas con sus corchos que yo he y tengo en el dicho valle de los Vatanes...", como medio de asegurar el pago de la misma.

Es destacable el absoluto desinterés que muestra el propietario por la explotación de sus tierras. Ello se debe a que en este tipo de contratos, la mayor prioridad del propietario de la tierra se centra en" obtener una renta segura, ya sea monetaria o frumentaria, sin nece­sidad de realizar ninguna inversión ni de controlar de manera directa las diversas fases de la producción, todo lo cual quedaba en manos del enfiteuta. Don Juan de Mesa es bastante elocuente en este aspec­to, señalando que él "...se aparta de la tenengia de la tierra señorío y posesión y lo traspaso a dicho Pedro Diaz Martela para que sea suya y dis­ponga a su voluntad...".

 

El absentismo de los grandes propietarios del barranco, permi­tió a algunas familias campesinas controlar buena parte de las tierras del mismo a través de estos contratos de enfiteusis. Un claro ejemplo de ello lo constituye el ya mencionado Pedro Díaz Martela. En 1625, Juan de Mesa le cede a tributo la suerte del Picacho, por 2 fanegas de trigo y una gallina anuales. Veinticinco años mas tarde, se hace con la suerte de Pedro Antón de Torres, mediante un tributo perpetuo de 50 reales anuales pagados por octubre de cada año, a Don Juan An­tonio de Franquis. A ello uniría una serie de bienes propios citados en los diferentes contratos de enfiteusis; en 1625 hipoteca "...quince colmenas con sus corchos que yo he y tengo en el dicho valle de los Vatanes...". En 1633, se le cita en los linderos de la propiedad de Don Lucas de Betancurt. En 1652 posee "...un pedazo de tierra en el Batan con una casa terrera de piedra y barro...".

 

Melchor Pérez es otro claro ejemplo de lo que venimos dicien­do. Obtiene de Don Juan de Mesa la suerte del Picacho. Además de citársele en diferentes linderos de la zona, sabemos que su viuda vendía en 1621 "...un pedazo de tierra con su cueva de morada que habernos e tenemos en el término de los Batanes bajo los linderos que expresan...”.

Este proceso de acaparamiento de tierras alcanzará su punto culmi­nante con la familia Matrero, tal y como veremos más adelante.” (Ángel Ignacio Eff-Darwwich Peña, 2005: 51 y ss.).

1625. Las Milicias canarias (I)

Al llegar este año, debido a que estos Cuerpos presentaban irregularidades en su organización, disciplina y armamento, fue necesario, por parte del Capitán General, proceder a un reajuste organizativo que consistió en “un arreglo de su personal, formar Tercios y reformar varios empleos militares”


GENERALIDADES

Los conflictos derivados de la expansión de la monarquía hispánica durante la Edad Moderna hicieron que Canarias, tras su “incorporación” a la Corona de Castilla, se convirtiera en objetivo permanente de las potencias que le disputaban a España la supremacía mundial. Como consecuencia de ello, fueron frecuentes los intentos de invasión así como las incursiones en aguas de las Islas de corsarios y piratas, con sus consiguientes ataques, que pusieron de manifiesto, entre otras cuestiones, la debilidad de su sistema de defensa  y la necesidad de organizarlo de modo efectivo.

La fragmentación territorial propia del Archipiélago y la lejanía de la Península Ibérica llevaron a concebir para Canarias una estructura militar de carácter defensivo articulada fundamentalmente en un sistema de fortificaciones, que atendía a las necesidades de cada isla o de cada localidad, y en las Milicias que, desde poco después de la conquista y hasta finales del siglo XIX, asumieron la defensa militar del Archipiélago ante el escaso contingente, e incluso la no presencia, del Ejército regular.

 Fueron por tanto las Milicias Canarias, conformadas por vecinos de cada una de las islas, las que estuvieron en vela permanente durante más de tres siglos defendiendo las costas insulares frente a la amenaza exterior. Inicialmente lo hicieron casi de manera autónoma y un tanto espontánea para luego pasar a  tener una estructura orgánica que se fue renovando en función de las necesidades.

Varios son los aspectos que en torno a las Milicias aparecen en investigaciones históricas realizadas en el Archipiélago. Así, destacando las singulares características de este Ejército regional frente a las de otras Milicias provinciales de la Península, la labor de las Milicias Canarias durante los siglos XVI, XVII y XVIII queda patentizada en el trabajo del profesor Antonio Rumeu de Armas titulado Piratería y ataques navales contra las Islas Canarias. Igualmente, la Sumaria historia orgánica de las Milicias de Canarias, de Dacio V. Darias Padrón (Nota 1), y el trabajo de José Hernández Morán (2) titulado Reales Despachos de oficiales de Milicias en Canarias, constituyen referencias de obligada consulta para conocer mejor la evolución de las mismas. Importantes y valiosas son también las alusiones que, con referencia a las Milicias, aparecen en los Apuntes para la Historia de las Islas Canarias: 1776-1868, de Francisco María de León (3), y en los Anales de la Diputación Provincial de Canarias, de Carlos Pizarroso y Belmonte (4).

Dado que los trabajos citados tratan de forma general la evolución de las Milicias, unas veces en función de las distintas disposiciones gubernamentales que las regulaban y otras analizándolas a partir de actuaciones concretas, el objeto de nuestro trabajo es el estudio de este Cuerpo a partir del año 1844, en que por Real Decreto se reorganizaron en el Distrito Militar de Canarias las Unidades de la Milicia.

  APROXIMACIÓN HISTÓRICA

Los orígenes históricos de las Milicias Canarias los encontramos en los primeros años del siglo XV, cuando  Juan de Bethencourt, una vez sometida la isla de Lanzarote, organizó en 1404 el que algunos consideran el primer Tercio de Milicias, que se denominó Arqueros Lanzaroteños y que demostró denuedo y bravura. Algunos años más tarde, en la medida que avanzaba el proceso de ‘incorporación’ de las Islas a la Corona de Castilla, se formaron en Gran Canaria y Lanzarote dos Compañías de moriscos convertidos. Se denominaron Naturales Berberiscos y por su lealtad habían sido exceptuados de la expulsión que para los mismos se había ordenado durante el reinado de Felipe III. En el año 1482 se organizó en La Gomera la segunda Unidad militar integrada por hijos del país, facilitados por Diego García Herrera y compuesta por 190 soldados de infantería y 12 a caballo que contribuyeron a la conquista de Gran Canaria.

Una vez incorporada a la Corona de Castilla, en  Gran Canaria se constituyó una tercera Unidad. La integraban naturales de dicha isla y tomaría parte en la conquista de La Palma, que quedaría definitivamente incorporada en 1493. Un año más tarde se organizó otra Unidad formada por grancanarios, gomeros y lanzaroteños que participaron en la conquista de Tenerife. Sería en esta isla, una vez sometida, donde el Adelantado, Alonso Fernández de Lugo, organizaría una quinta Unidad que tuvo como base La Laguna.

Algunos autores fechan en 1561 la organización en Gran Canaria de las primeras Unidades que, quizás, pudieran ya considerarse verdaderas Milicias Canarias. Dos años después, a imagen y semejanza de aquellas, se constituyeron en Tenerife y en 1564 en La Palma. A tenor de la organización militar española del siglo XVI, pronto se denominarán Tercios, con diferentes plantillas y existencias en función de las disponibilidades humanas de la isla en que estuviesen radicados.

Al llegar el año 1625, debido a que estos Cuerpos presentaban irregularidades en su organización, disciplina y armamento, fue necesario, por parte del Capitán General, proceder a un reajuste organizativo que consistió en “un arreglo de su personal, formar Tercios y reformar varios empleos militares” (5). El año 1707, a propuesta del Capitán General don Agustín de Robles, y tal como sucedía en toda España con el cambio de dinastía, se convirtieron los Tercios en Regimientos y se les concedieron a los oficiales de las Milicias Canarias los mismos fueros y honores que a los integrantes del llamado Ejército Real. Tales cambios significaban una mejora de gran importancia, así como un reconocimiento histórico para aquellos abnegados soldados que “durante más de tres siglos habían estado en vela permanente repeliendo las mil asechanzas e incursiones de los navíos depredadores que asolaban de continuo las islas, frontera de tantos enemigos” (6).

En 1770, el Coronel Dávalos, que había llegado al Archipiélago en calidad de Inspector de Milicias, procedió a una mejor distribución territorial de las mismas para adaptarlas, en lo que fuera posible para Canarias, a las nuevas Ordenanzas que en 1766 se habían establecido para las Milicias peninsulares. Para ello en Tenerife se suprimieron los Regimientos de Icod y Tacoronte, además de uno de Caballería y otro llamado de Forasteros en La Laguna. Subsistieron en cambio los de Infantería de La Laguna, La Orotava, Güímar, Abona y Garachico (7).  En Gran Canaria permanecieron los de Las Palmas, Guía y Telde. Para el resto del Archipiélago, uno por cada una de las islas de La Palma, Fuerteventura y Lanzarote, mientras que para La Gomera y El Hierro se creaban las denominadas “compañías sueltas”.

El primer tercio del siglo XIX en España aparece marcado por una serie de peculiaridades que, a pesar de la lejanía del territorio peninsular, condicionaron el devenir de nuestro Archipiélago y obviamente el de sus Milicias. Así nos encontramos con un largo período bélico inicial marcado por la Guerra de la Independencia frente a los franceses, las Guerras de Emancipación libradas en América y la Guerra carlista. De estos conflictos se derivaron considerables consecuencias para Canarias, pues, sin ser escenario directo de  los mismos, reflejó, de forma distorsionada por su lejanía y particularidades específicas, los efectos de las tres contiendas. Habría que esperar al año 1840, para que, con la finalización de la guerra carlista, quedara concluida la crisis bélica que había marcado treinta años de la vida española y se afianzara definitivamente el régimen liberal.

 La superación de la expresada crisis, la nueva situación y la necesidad de adaptarse a la nueva organización política del Estado, exigían la puesta en práctica de medidas de reforma y de ajuste institucional en las Milicias Canarias. Varios fueron los intentos de reformas y de modificaciones, casi todas ellas escasamente operativas por problemas económicos, que se intentaron llevar a cabo durante estos primeros cuarenta años del siglo XIX. Según nos relata Francisco María de León, a finales de los años treinta existían en Canarias once Regimientos (cada uno de ellos con un número variable de Batallones en función de las disponibilidades de personal en las zonas de ubicación), además de dos Secciones (en realidad Batallones disminuidos) de seis y cuatro Compañías, respectivamente, en La Gomera y El Hierro, y de 22 Compañías de Artillería. Además, el número de hombres con que los pueblos contribuían era un gravamen insoportable debido especialmente al excesivo tiempo de permanencia en el servicio (entre los 15 y los 60 años de edad), lo que impedía a los milicianos la posibilidad de emigrar a América, que en aquellos momentos era el bello ideal de los naturales (8). Y a ello había que sumar también la influencia negativa que en la demografía canaria habían significado las numerosas levas de  hombres para las guerras de Flandes y América en los siglos XVII y XVIII.

La necesidad de realizar cambios profundos en las Milicias debió ser más evidente durante la etapa de don Juan Manuel Pereyra, Marqués de la Concordia (9), como Comandante General y Gobernador Civil del Archipiélago, pues propuso al Gobierno su reforma. Con esa finalidad puso en marcha una Junta (10) que se encargó de elaborar la propuesta de nuevo Reglamento. El contenido de la propuesta debió ser convincente y aunque con alguna supresión, y tras un largo trámite, quedaría convertida en Real Decreto  de 22 de abril de 1844, por el que se aprobaba el Reglamento de las Milicias Provinciales de Canarias. El contenido del mismo, su duración y efectos trascendentales proporcionaron estabilidad a la institución y, tan sólo con pequeñas modificaciones relativas a supresiones y readscripciones de Regimientos, Batallones y Compañías, estaría vigente hasta el  10 de febrero de 1886, fecha en la que las Milicias Canarias se transformarían en el Ejército Territorial de Canarias, luego denominado Reserva Territorial de Canarias, y que en  la Ley de Bases del Ejército (1918) se declaró como “fuerza a extinguir”.

La  necesidad de ajustarnos al marco cronológico que marcan estas XIII Jornadas de Historia Militar nos lleva a ceñirnos, tal como expresamos en el título, al estudio  de las Milicias Canarias durante el reinado de Isabel II. Dado que el Real Decreto  de 22 de abril de 1844, como ya hemos expresado, aprobó el Reglamento de las Milicias Provinciales de Canarias, vigente con pequeñas modificaciones durante más de 40 años,  nuestro estudio se centrará, partiendo de ese Real Decreto, en su organización, vestuario, equipo y armamento, haberes, provisiones de empleo y ascensos, servicios y régimen disciplinario, y obligaciones de sus mandos, así como su instrucción y adiestramiento. Por el contrario, y por razones de espacio, no analizamos su papel en la construcción institucional y administrativa en Canarias del nuevo Estado liberal, ni las singulares características que diferenciaron a este Ejército regional de otras Milicias Provinciales de la Península.  Además, fue el Reglamento de 1844 el que daba la opción a los oficiales de Milicias para ingresar en el Ejército, con lo que se abría la posibilidad para que los jóvenes de las islas pudieran hacer carrera militar.

ORGANIZACIÓN

Las Milicias Provinciales de las Islas Canarias durante el reinado de Isabel II, en líneas generales, quedaron compuestas por ocho Batallones ligeros, integrados cada uno de ellos por ocho compañías, y dos Secciones de cinco y dos Compañías respectivamente. La isla de Tenerife, contó inicialmente con tres Batallones (el denominado de Canarias, el de La Orotava y el de Garachico) encuadrados en el llamado “Provincial de La Laguna”. La isla de Gran Canaria tendría dos (el de Las Palmas y el de Guía), formando el “Provincial de Las Palmas”. Para las islas de La Palma, Fuerteventura y Lanzarote, un Batallón en cada una de ellas y con su mismo nombre. En La Gomera se estableció una Sección con cinco Compañías sueltas que llevaría el nombre de la isla. En El Hierro, y con su nombre, otra Sección de dos Compañías. Además de lo expuesto, subsistirían las diecisiete Compañías de artilleros provinciales cuya fuerza prevista era de mil cien plazas.

En cuanto a cuadros de mando, la Plana Mayor de cada uno de los Batallones, que debía residir en las “capitales” (11), constó de un comandante, un sargento, un ayudante -los tres debían ser veteranos-, un abanderado, un capellán, un cirujano, un sargento de brigada y un tambor mayor. Para el caso de La Gomera se constituyó con un comandante, un capitán veterano, un ayudante mayor veterano graduado de capitán, un capellán, un cirujano, un sargento de brigada y un tambor mayor. Respecto a El Hierro tendría un capitán, un ayudante, ambos veteranos, un capellán, un cirujano y un sargento de brigada. Como novedad se establecía que los sargentos de brigada de estas Planas Mayores debían ser veteranos procedentes del Ejército de la Península, y se permitía que tuvieran opción a la plaza los sargentos primeros y segundos de las unidades de Infantería peninsulares que voluntariamente quisieran prestar su servicio en las Islas. A falta de estos se elegirían de entre los sargentos de brigada y primeros de  las Compañías de Milicias  que quisieran servir en dichos puestos.

Por lo que se refiere a los efectivos de milicianos en las Compañías que conformaban los distintos Batallones, variaban según las Islas (12). Aún así podemos señalar que el máximo de tropa miliciana previsto para toda Canarias era de 8.411, a las órdenes de 16 jefes y 257 oficiales.

(Continúa en la entrega siguiente)

 

Noviembre de 2012.

 * Guayre Adarguma Anez Ram n Yghasen.

benchomo@terra.es  

Bibliografía

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