FEMÉRIDES DE  LA NACIÓN CANARIA

 

UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

PERÍODO COLONIAL, DÉCADA 1621-1630

CAPÍTULO XXIV (I)  

Prostitutas y mancebías

  Guayre Adarguma *     

Viene de la entrega anterior.

En las condiciones de 1516 se establece el beneficio de la prostituta por cada acto amoroso (13 mrs.), que debía realizarse inevitablemente en la casa del padre, celoso controlador de su monopolio. Esa parte significaba entonces de un modo aproximado el 60% de lo que perci­bía, si aceptamos que la tarifa debía similar a la normal en otras zonas españolas, medio real, que venía a suponer la cuarta parte de un sala­rio obrero urbano. También eso significaba que la mujer de amores tenía que conseguir unos siete clientes diarios para equipararse a ese nivel salarial, lo que seguramente no estaba al alcance de casi ninguna. Además, estamos hablando de condiciones oficiales, pero ¿cuál era la realidad? La historiografía nos habla de explotación por parte de estos padres, que ofrecían préstamos o adelantaban dinero a las muchachas a interés usurario, sin olvidar el pago de alquiler y la renta fija men­sual que les exigía. Es probable que intentasen engañarlo y trabajar por su cuenta, así como rechazar alguno de los servicios que les pro­ponía. Como el municipio abarcaba toda la isla, teóricamente todas las mujeres que ejerciesen este viejo oficio debían pagar al padre 8 rs. mensuales, y desde luego las que aportasen a la isla desde otra parte debían someterse a las mismas reglas. Imaginamos que debió ser pro­blemático controlar este punto, puesto que a nadie interesaría. La au­sencia del intermediario oficial beneficiaría tanto a la mujer, que se quedaba con toda la tarifa, como al hombre que requería su servicio, pues seguramente el precio demandado sería inferior. En la ciudad sí que el control era más estricto, y aquí el arrendatario contaba con el apoyo oficial para proceder contra las que pretendiesen actuar inde­pendientemente. Hay que tener en cuenta que entraban dentro del ne­gocio de su estanco todas las mujeres que yaciesen con más de un hombre, y que la transgresión de la norma implicaba el abonar al pro­xeneta el doble de la renta como castigo. Si éste sospechaba que una mujer se echaba —por utilizar la terminología de la documentación— con un más de un hombre, podía entrar en su domicilio con un algua­cil para comprobarlo, y en ese caso no sólo quedaba incluida en su ne­gocio, sino que debía darle prendas por todo lo corrido del año. Algu­nas parece que gozaron de cierto desahogo económico, pues en 1508 Mari Fernández la Bermeja , mujer de amores, se obligaba a pagar el resto del valor de una esclava que había comprado.

 

La existencia de condiciones básicas por parte del Concejo puede deberse a conflictos surgidos con los primeros arrendatarios, pues ya en 1509 se denunciaba incumplimiento de contrato. En ese mismo año, en el propio Ayuntamiento, que no se preocupaba mucho de esos temas ni tenía una especial sensibilidad hacia la problemática social de los marginados, por decirlo de un modo eufemístico. se dice que el arrendatario comete muchos excesos contra las mujeres públicas, co­hechándolas y llevándolas dineros y prendas injustamente.

 

Las facilidades concedidas por el Cabildo no animaron suficiente­mente a los rematadores a participar en la puja de la renta, de modo que los ingresos fueron irregulares y más bien escasos. Hasta se recu­rrió a utilizar como cebo al portero municipal en la subasta, por lo que se le pagó de prometido 1.000 mrs. en 1515.

 

De esas dos primeras décadas deben ser las ordenanzas que dispo­nían la construcción de la mancebía y concretaban algunas caracterís­ticas que debía tener. Había dos preocupaciones en los políticos: la discreción y marginalidad debían ir unidas, por lo que la puerta princi­pal debía sacarse hacia el campo, e igualmente se prohibía todo otro vano (ventana o puerta) que mirase hacia la ciudad; el segundo objeti­vo, en el que se fracasará, era que todas las rameras —incluidas las que ejerciesen en el resto de la isla— debían habitar en el edificio, por manera que las dichas mugeres no estén ni anden en el pueblo. Un complemento de orden público era la exclusión de armas en la mancebía o en las casas de las prostitutas por parte de los clientes.

 

Existen dudas acerca del edificio destinado a tal menester, pues se considera que hasta finales de la segunda década del s. XVI no existió.

Es verdad que la mancebía no se alzó tan rápidamente como deseaban las autoridades ni con las características consideradas más idóneas. El arrendatario más conocido de estos años, Santaella, presentaba a fina­les de 1506 un compromiso de construcción en el que se detallaban las que debían ser próximas instalaciones de la mancebía. Debía constar de una casa para el arrendatario, de 100 pies de largo y 18 de ancho, armada sobre esteos gordos y cubierta de paja. El recinto estaría ro­deado por una tapia, y en su interior fabricaría 12 moradas, cubiertas de paja a un agua, cada una con su puerta, y separadas en dos bandas de 6 casitas cada una. El recinto o corral que encerraba estas celdas de amor y la casa del padre disponía de una puerta grande con su cerra­dura. Santaella no cumplió con su obligación, como se le reprocha en 1509. En suma, se buscaba una combinación de cierto aparta­miento del núcleo urbano —como si se tratase de una minúscula ciudadela agregada a la ciudad, en correspondencia con la «función so­cial» que cumplía—, de control por parte del arrendatario, cuya mora­da señoreaba las pequeñas celdas de las prostitutas, y de intimidad, en cuanto cada una disponía de su habitáculo. Es probable que hubiese algún local provisional, pues el año antes se menciona como linde de un solar una calle que atravesaba hacia la mancebía.

Sí es seguro que en 1519 el Ayuntamiento compra un solar para ese fin por 7 doblas, y se sabe que se construyó el edificio. La razón de la decisión municipal de 1519 era doble: por una parte, de índole fi­nanciera, porque la renta se hallaba en declive y se temía que faltasen arrendatarios; por otra, de carácter social, dada la inconveniencia de que las prostitutas estuviesen derramadas por la villa. La solución para la corporación era la concentración en una vivienda en la que mo­rasen las mujeres y su padre. Es entonces cuando, ante la falta de falta de solares concejiles idóneos, se determina la compra de un terreno en el camino que se dirigía a Santa Cruz, al término de la actual calle de los Herradores. La mancebía tendría, según el proyectado acuerdo, diez casillas para las mujeres, y la construcción se debía componer con piedra, madera tosca y teja. Pero la innovación no funcionó desde el punto de vista hacendístico, de modo que en 1521 se hallaba en fieldad por falta de postor. En realidad, desde el principio hubo pro­blemas con la rentabilidad del arrendamiento, y ya en 1511 Santaella solicitaba que se le quitase porque estaba perdiendo. El motivo, al menos en parte, es que las prostitutas no desean estar agrupadas y se­paradas a modo de «ghetto», de modo que el Ayuntamiento parece irse haciendo a la idea de que era mejor adaptarse a la realidad y permitir que no se obligase a estas mujeres a residir en la mancebía siempre que morasen en lugares honestos, por cuya causa el arrendatario —si lo había— no le pudiese exigir una mayor cantidad.

 

Esa puerta abierta que deja la corporación la aprovechan todas las prostitutas, lo que debió causar desazón en parte de la vecindad, espe­cialmente en el sexo femenino, pues en 1529 el jurado requiere a las autoridades para que las mugeres de amores no residan mezcladas entre las casadas, e incluso proponía que se las compeliese a vivir en la casa que utilizaba el bach. Funes, quien debía buscarse otra morada.

 

El Cabildo no se desanima y sigue insistiendo en el remate de la renta, pero modificando alguna condición, porque sin duda se dieron abusos y situaciones enojosas a causa de la liberalidad en que se deja­ba al arrendatario para demostrar el que una mujer mantenía relacio­nes con más de un hombre y, por tanto, debía abonarle dinero. A fina­les de 1532 se endurece esta facultad con la necesaria probanza de tres testigos de vista para demostrar que una mujer yacía con más de tres hombres y ganaba dinero públicamente. Todo venía a cuento de la realidad de la dispersión de las mujeres enamoradas que se había im­puesto, lo que reportaba facilidad para esos excesos. Como la casa de la mancebía no se utilizaba, en 1538 el Ayuntamiento decide alquilarla para obtener así algún beneficio, independientemente de la renta que se subastaba anualmente.

Si en la primera mitad del s. XVI las fuentes municipales aportan algunos datos de interés, con posterioridad el silencio es la nota dominante. No hay que perder de vista que al Ayuntamiento sólo le interesa el asunto desde un punto de vista hacendístico, como fuente de ingre­sos, y de orden público y moral social. En 1593 se pregonó como renta pero no encontró pujador. Es posible —como se apuntó en otro ca­pítulo— que debido a la renuencia de los postores hacia este ramo, sólo periódicamente se sacase a subasta por si alguien la encontraba de interés; por lo menos en 1626 se pregona nuevamente, pero carece­mos de datos posteriores. Todo apunta a que cesó relativamente pronto como renta concejil, y como socialmente no representó nunca un grave problema, sencillamente lo ignoran nuestras fuentes. Lo cual no quiere decir que mermara su importancia, pero ignoramos qué variacio­nes experimentó su organización al perder su carácter de monopolio municipal. Suponemos que se debió acomodar a la reglamentación de Felipe n (1570) en algunos aspectos, pero desconocemos si existía, como en otras ciudades españolas, un control médico frecuente y la «oportunidad» de cambiar de vida con el sermón cuaresmal, ni sabe­mos de ninguna institución presta a acoger a las arrepentidas. Tampoco nos revelan los documentos si portaban algún distintivo indumentario especial, de acuerdo con las ordenanzas de mancebía recopiladas en 1621.

Ya que nos referimos a disposiciones reales, digamos de paso que fracasaron estrepitosamente las prohibiciones de la prostitución que Felipe IV pretendió imponer en 1623, 1632 y 1661. Como rezan unos, a modo de versos populares, que hemos hallado en un legajo del s. xvi: amor de putas/ y fuego destopas/ son dos cosas locas.

Si las autoridades municipales, y en general la población, mante­nían una actitud permisiva, otro cantar fue la posición eclesiástica, abiertamente contraria a esa práctica. En 1602 el obispo Martínez de Ceniceros recomendaba una especial vigilancia preventiva hacia las fuentes de aprovisionamiento de la prostitución, que eran los barcos. Señalaba el prelado que estas mujeres perdidas y de mal vivir que aportaban a la isla venían huyendo de la justicia, o venían desterradas, y desde luego la respuesta eclesial a esta «invasión» era taxativa: tales mujeres debían ser reembarcadas o devueltas a sus maridos. Pero tambien abordaba el asunto desde la perspectiva de la demanda, y puesto que según su parecer ésta tenía su principal origen en los casados forá­neos que pasaban mucho tiempo viviendo solos, la clave se hallaba en la convivencia marital, por lo que se debía incluso forzar la salida de estos individuos para que retornasen a su tierra.

 

El sínodo de Cámara y Murga reitera el problema que suponían los lugares costeros para la profusión de las mugeres de mal vivir, lo que sin duda —como se señaló más arriba— afectaba a La Laguna , tan cercana al puerto de Santa Cruz. Pero se renuncia a todo intento de forzar voluntades y de adoptar decisiones drásticas, que ni la vecindad ni las autoridades iban a permitir. Más bien se sitúa una necesaria dis­minución del problema en la esfera pastoral y sacramental, exhortando a los confesores a no prodigar la fácil absolución con estas mujeres, a las que debían inducir a oír misa y sermones para que oyendo la pala­bra de Dios se quiten de su mala vivienda. Otra vertiente que se de­nuncia, y aquí puede estar una de las explicaciones de la decadencia de la renta de la mancebía, es la existencia de prostitución en mesones y posadas, fomentada por sus propietarios, quienes impedían a estas mujeres el abandono de su actividad.” (Miguel Rodríguez Yánez. La Laguna 500 años de historia La Laguna durante el Antiguo  Régimen desde su fundación hasta el siglo XVII. Tomo I. Volumen II.: 839 y ss.)

 

1621. Hace testamento la criolla Inés Rodríguez, "la beata", ciega, nieta de Martín Rodríguez, y estrechamente vinculada a la iglesia de San Juan de la Rambla a la que hizo donación de diversos bienes, de los muchos que poseía. Por su testamente fundó un patronato para casar doncellas huérfanas de su familia, lo que dio lugar a diversos litigios por la sucesión del mismo, según consta en el archivo parroquial.

 

1621. El producto del impuesto del  6% era en Santa Cruz de 2.818.697 mrs., con un valor total de tráfico de 46.977.100 mrs. o 978.689 reales (LE: A.XI/18 y 22). Sobre estas bases debe calcularse el movimiento de Santa Cruz, partiendo de la renta del 6% (8.650 doblas en 1573; 15.600 en 1595; 17.500 en 1596, 12.000 ducados en 1599; 6.162.660 mrs. en 1602, 20.000 ducados en 1651; 40.481 reales en 1681, cf. EL: A.XI/9-17 y 32, A .XII/24), y de la renta del 1% (75.000 reales en 1657; 84.000 en 1658; 92.000 en 1659 y 1660, 88.000 en 1661; 52.000 en 1667; 95.500 en 1668.

 

1621. Constan como ve­cinos distinguidos del aún villorrio de Añazu (Santa Cruz) los criollos, el capitán Tomás Pereira de Castro y el capitán Cristóbal de Salazar, importantes exportadores de vino; los herederos del primero, los Castro Ayala, continuaron morando en el lugar.

Calles y barrios

“Hasta fines del siglo XVI, si juzgamos por la imagen que del puer­to nos ha dejado Torriani, la presencia de las calles es una ilusión. Esvía se conciben en su doble misión de miradero y de fuente de sombra; por la misma razón, es frecuente que los dormitorios no tengan venta­na hacia fuera, sino un simple respiradero que responde al patio.

 

Hacia 1588 había, según Torriani, unas 200 casas en el puerto; pero se trata de una valuación superficial, que posiblemente va más allá de la realidad. A finales del siglo XVIII, su número se había au­mentado considerablemente. La estadística que tenía a vista José Váre­la y Ulloa, hacia 1789 - 1790, menciona 1.528 fuegos. El padrón ecle­siástico de 1787 se refiere a 1.446 casas ocupadas y 126 vacías, con un total de 1572. Según Escolar, en 1802 había 1.746 casas, de las que 1.700 eran útiles y 46 arruinadas. El porcentaje importante de casas abandonadas o desocupadas es una de las características de la vida santacrucera en los siglos pasados. Ya en 1589, al buscarse alojamiento para 25 hombres del presidio, se encuentran fácilmente en el puerto «seys casas que estavan sin moradores» y que «tienen necesidad de mu­chos reparos». Esta debe ser la principal causa de los abandonos, «lo arruinado de las casas de dicho lugar»: la cuota de los valores inmo­biliarios sigue siendo tan baja, que no es más interesante preocuparse por una casa vieja, que por un par de viejos zapatos.

Las calles no han sido trazadas, como en el caso de La Laguna. Han nacido espontáneamente, a medida que se iba fabricando; y el haber nacido no significa aun que están en su ser.

 

En toda la extensión del solar que iba del puerto de los Caballos a Paso Alto, la costa era entonces una playa de arena interrumpida de vez en cuando por peñascos. Más allá, en dirección al interior de la isla, sólo había malezas y pedregales. El primer camino se desarrolló al borde de la playa y de la zona más llana del interior, siguiendo un eje que reuniría la ermita de San Telmo a la parte alta de la actual plaza de España. Por la misma naturaleza del terreno, este camino resultaba fá­cilmente transitable: lo más probable es que no había necesitado nin­gún trabajo particular para ponerlo en condiciones de servir. Por su extremo del Cabo, enlazaba con el camino de La Laguna , a través del barrio actual de San Sebastián; por el otro, terminaba en un pequeño promontorio, que luego fue ocupado por el castillo y el muelle, y por el lado que miraba al mar dominaba la porción de playa más ancha de todo el lugar, con el excelente varadero de la Caleta , al pie de la forta­leza. Más allá, en dirección al norte, se podía ir por la misma playa hasta Paso Alto; pero aquella zona fue prácticamente deshabitada du­rante el siglo XVI.

 

Esta calle, llamada de la Caleta , fue durante mucho tiempo la principal, o posiblemente la única. Con el tiempo, se le agregó otra más o menos paralela, al norte, que empezaba en el barranco de San­tos, en la altura de la Noria y seguía por Cruz Verde y el principio de la actual calle de San Francisco, perdiéndose luego en los pedregales, en una altura que parece corresponder a la calle de San José. Estos dos caminos forman un cuadrilátero irregular, determinado por cinco ejes perpendiculares, cuatro de los cuales son naturales: el barranco del Hierro al sur, los de Santos y de Aceite, la futura calle del Castillo y el barranco de Guaite, más tarde de San Francisco, al norte, en zonas to­davía incultas. Durante un siglo, la vida del lugar no necesita más es­pacio; y cuando lo necesite, la extensión urbana se verificará a lo largo de estos ejes.

Antiguamente, las calles no tenían nombres propios. Cuando ha­ce falta determinar la situación exacta de un solar, por ejemplo en los documentos de compra - venta, se acostumbra hacer mención del nombre de los vecinos o de algún accidente del terreno, o de la orien­tación de la calle. También es frecuente que se dé a la calle el nom­bre de algún vecino más conocido que vive en la misma, o que se le conozca por algún rasgo distintivo, un edificio, un artefacto o una es­pecialidad.

En algunos casos, sólo suponemos que el signo distintivo existía realmente en la calle que lleva su nombre: es natural pensar que en la calle de la Palma hubo de haber primitivamente una palma. Otras veces ignoramos la razón del nombre. La «calle que disen del Sol» quizá se llamaba así porque miraba en dirección al Oriente; pe­ro no sabemos por qué hubo también una calle del Callao de Lima y otra del Tigre, o del Peligro, o de la Amargura.

A lo largo de los siglos XVII y XVIII, la población sufrió modifica­ciones y ensanches que alteraron profundamente su estructura primi­tiva. El Santa Cruz de mediados del siglo XVIII se parece más con el de nuestros días que con el de Torriani. Por un lado, la red urbana se ha completado al interior del perímetro señalado, hasta llegar casi a la densidad actual; y por el otro, los dos ejes de norte a sur y los cinco de este a oeste han sido prolongados en lo posible, principalmente en las direcciones norte y oeste. El lugar es ahora bastante importante, en cuanto a su extensión urbana, para que se puedan distinguir los ba­rrios que lo componen.

El barrio del Cabo, encerrado en la franja comprendida entre el barranco del Hierro y el de Santos, se ha ido ensanchando a los dos la dos del camino que conduce a La Laguna y coincide en este tramo con la calle de San Sebastián. Los edificios aun no llegan, con mucho, hasta la ermita, que se levanta en pleno descampado, lleno de cardos y de hi­gueras. Pero en la parte baja se han multiplicado desde el siglo XVII los molinos de viento, cuya presencia ha favorecido a su vez la prolifera­ción de las tahonas o panaderías, que se ha convertido en una especiali­dad del barrio. De ahí una serie de nombres de calles característicos, algunos de ellos conservados (calle del Humo, de los Molinos), otros desaparecidos (calle de la Tahona , de las Panaderas, del Molino Que­brado). Los molinos de viento estaban situados, parte en el borde dere­cho del barranco de Santos, cerca de la zona actual del mercado muni­cipal, y parte en la proximidad del castillo de San Juan, donde subsiste el nombre de la calle de los Molinos. Los parajes del castillo, de los mo­linos y de la ermita de Regla estaban deshabitados. Formaban un des­campado, el Campo de las Cruces, por existir a lo largo del camino una serie de cruces de madera, o Vía crucis. En la primera mitad del siglo XVIII, aquel sitio no del todo desierto ni del todo habitado servía de lu­gar de paseos galantes y de escapadas a horas tardías.

 

Con excepción del camino de San Sebastián, El Cabo fue siem­pre zona de escasa población. En cambio, su posición de extrarradio explica la ubicación de algunos edificios públicos, en número mayor de lo que dejaba prever la escasez de su vecindad. En épocas diferentes se han situado aquí las tres ermitas de Nuestra Señora de Regla, San Telmo y San Sebastián, el castillo de San Juan (1643), el depósito de pólvora, el cuartel de San Carlos, el lazareto (1772), el hospital de los Desamparados (1743). La vocación devota de aquella entrada y salida del puerto se completa en el siglo XVIII con la vocación militar. No se­rá éste el último avatar del Cabo.

 

Para ir de aquí al puerto era preciso atravesar el barranco de San­tos: hasta 1753, éste fue el único camino para ir de Santa Cruz a La La ­guna. Al principio, y hasta después, el paso hubo de hacerse a vado limpio

 Para los peatones, la operación no debía de ser fácil, en determinadas estaciones del año. En época que ignoramos, posiblemente en la primera mitad del siglo XVII, se fabricó en el costado de la iglesia un puente de madera, que servía para peatones y caballerías, pero que fue varias veces presa de las avenidas. La construcción de un puente más re­sistente, de manipostería, tardó mucho en llevarse a cabo.

 

En 1722, el alcalde de Santa Cruz oficiaba al Cabildo, informan­do que las últimas avenidas se habían llevado el puente del barranco, dejando incomunicado el barrio de San Telmo. Los vecinos reunidos en junta habían acordado contribuir a su reedificación. El Cabildo no pudo dejar de reconocer la gravedad del asunto y la prioridad que exi­gía su solución, ya que en su ausencia se hacía difícil la comunicación de La Laguna con el puerto, así como la conducción diaria de la guar­dia al castillo de San Juan. A pesar de la situación desesperada de sus fondos, acordó librar cien pesos para este efecto. El puente se hizo, pero no debió de hacerse mejor que las veces pasadas, porque en 1750 volvió a llevárselo una avenida, con su obra de manipostería y todo.

Se volvieron a emprender las mismas gestiones, pero esta vez con todas las formas de derecho: petición del síndico personero, provisión de la Real Audiencia para que dos diputados informen, informe de los comisionados, intervención del comandante general y sendos acuerdos al respeto en el Cabildo de La Laguna. El problema se había complica­do, porque a los comisionados les había parecido mal el lugar escogido para el puente: y debía de estar mal, ya que siempre se lo llevaban las aguas. Ellos proponían otro puente, «en mayor altura, inmediato al lla­no que disen de Perera», donde la obra resultaría más costosa, pero más eficaz: era el lugar en que luego se fabricó el puente llamado de Zurita y que tenía, además, la ventaja de acortar la bajada de la ciudad, «escusando el rodeo del dilatado camino asta el varrio del Cavo y lo penoso de la cuesta que llaman de San Sebastián», y de fomentar el progreso de las zonas colindantes. La nueva fórmula no le pareció bien al coman­dante general don Juan de Urbina, lo uno porque habían tardado en presentársela «y lo otro, porque le paresía indispensable y presiso el que ubiese puente en el paraje del Cabo, así por la comunicasión de aquel varrio, como para la asistencia del Hospital». Afortunadamente el acau­dalado comerciante Roberto de La Hanty se compromete a sacar ade­lante el proyecto de puente en El Cabo, costeándolo los comerciantes de Santa Cruz y si éstos no lo hicieran «el lo costearía todo de su cau­dal». Esta solución fue la que prosperó.

 

También prosperó el puente de Perera, que luego se llamó de Zu­rita. No así el de abajo, que quedaba otra vez arruinado en 1759. El comandante general, que lo era el mismo Urbina, mandó formar un proyecto por el ingeniero militar Francisco Gozar, quien apreció el costo en 3.000 reales; y el Cabildo mandó sacarlo a subasta, previo pe­ritaje, en su sesión del 25 de mayo de 1759. En 1773 se rindió un es­tribo, que se volvió a componer por orden del comandante general y con la contribución de los vecinos, siendo alcalde Matías Bernardo Rodríguez Carta. En 1783 se volvió a hacer: mejor dicho, se hicie­ron dos. De uno de ellos no ha quedado ni rastro; el otro, sabemos que en 1798 necesitaba reparos, que costeó una vez más, la última, el Cabildo.

 

Pasado el puente del Cabo, cuando se podía pasar, se llegaba a la segunda franja longitudinal del solar santacrucero, comprendida entre la orilla izquierda del barranco de Santos y el barranco de Aceite, más generalmente conocido con el nombre de Barranquillo. Es zona de an­tigua e intensa colonización, quizá la primera en edificarse; es el barrio de la Iglesia , desarrollado alrededor de la parroquial de la Concepción.

Esta responde por un lado a la calle del Puente del Cabo, por el otro a la calle de las Carnicerías, callejón que nunca tuvo más de dos metros y medio de ancho y que conducía a la desembocadura del barranco de Santos, lugar que sirvió de matadero hasta 1847. Los principales centros del barrio fueron la plaza de la Iglesia y la calle de la Caleta.

 

La plaza de la Iglesia no lo es, en el sentido exacto de la expre­sión. Ni es plaza, siendo más bien una calle, algo ancha, por cierto; ni se sirve de la iglesia como de tela de fondo, sino que se encuentra cor­tada en un extremo, y en cierto modo tupida, por la torre de la parro­quial. Es un rincón todavía recoleto, dentro del hervidero circundan­te. Antes le decían Calle Grande: con lo cual parece que se recalca, más que su anchura, su carácter residencial. Aquí tuvieron casa, en efecto, algunos de los más granados comerciantes y propietarios, en el siglo XVIII principalmente. En el anterior, una de sus casas había servi­do de residencia al obispo Bartolomé García Ximénez, de modo que la solían conocer con el nombre, algo exagerado sin duda, de Palacio episcopal.

 

Aquí vivieron también los dos hermanos Logman, benefi­ciados del lugar, en casa que fue después de los Bignoni y sirvió mo­dernamente de hotel; don Domingo Chirino Soler, marqués de la Fuente de las Palmas; los Casalón, cuya casa (n.° 8 de la plaza) servía también de Consulado de Francia; Diego Meade, agente consular de Gran Bretaña; y el alcalde de Santa Cruz, Matías Rodríguez Carta, en una casa perfectamente conservada, quizá la más representativa de las antiguas residencias particulares de Santa Cruz. La Calle Grande se continuaba, de forma irregular, con la calle de las Norias, en que esta­ba la casa del capitán Pascual Perrera, antes mencionada; en la Vera del Barranco, que le es paralela, se han edificado en el siglo XVIII una serie de casas que se han conservado.

Al otro extremo del barrio, la calle de la Caleta corría a lo largo de la playa en dirección al puerto, más exactamente a la caleta de Blas Díaz o de la Aduana. Al ir en esta dirección, la acera derecha de la ca­lle daba directamente a la playa; pero como ésta era bastante ancha, se fabricaron rápidamente almacenes, depósitos y casas, dando la espalda al mar. Estos edificios tuvieron una suerte insegura, más que por los azares de los temporales, por razones de defensa, ya que le quitaban al castillo la visibilidad de la costa cuya defensa tenía a cargo. Algunas casas fueron compradas por el Cabildo para ser derribadas; otras vol­vieron a fabricarse subrepticiamente, y se implantaron definitivamente cuando el castillo de San Juan vino a proponer soluciones diferentes a la defensa. En este mismo lugar se edificó más tarde la Real Aduana (1719). La calle de la Caleta era principalmente una calle de tráfico, por ser el paso obligado de todas las mercancías que circulaban entre La Laguna y el puerto. Paralelamente a ella y a costa distancia se halla­ban las dos calles más particularmente dedicadas al comercio, la de las Lonjas, hoy de la Candelaria , y la de las Tiendas, hoy de Cruz Verde.

La cuarta calle transversal llevaba el nombre pintoresco de Botón de Rosa, hoy Nicolás Estévanez y parece haber marcado la máxima exten­sión del lugar en dirección opuesta al mar.

 

Las cuatro calles transversales se veían cortadas en su medio por otro barranco, el de Aceite, al que llamaban también de Cagaceite. Es­te barranco bajaba de las alturas que hoy se llaman Las Mimosas, se­guía más o menos, después de cortar el Camino de los Coches, la calle actual de 25 de Julio y luego se dirigía al mar por lo que hoy es calle Imeldo Serís, pero se conoce comúnmente con su viejo nombre de Barranquillo. Antiguamente lo era de verdad. En su tramo superior se explayaba formando tierras dedicadas a la labranza; en su parte baja se ahondaba y corría precipitoso, embistiendo con sus avenidas y roendo lentamente las dos orillas. Su presencia en medio del poblado planteaba un doble y difícil problema de contención de las aguas, y de circulación por las calles que interceptaba.

El último problema se solucionó, en época que ignoramos pero anterior a 1740, por medio de tres puentes, sin duda de madera, situa­dos en el eje de las calles de la Candelaria , de Cruz Verde y del Norte. En su tramo inferior no parece que hubo puente, siendo de suponer que, por la configuración del terreno, resultaba más fácil franquearlo a vado, por la calle de la Caleta. En cuanto al primer problema, su solu­ción fue bastante más laboriosa.

 

Desde 1567 el Cabildo había acordado adobar el barranquillo, es decir, regularizar su curso, para evitar las avenidas. Pero resultaba más fácil acordarlo que hacerlo: al año siguiente se dieron indicaciones más precisas sobre el método que se debía seguir: «Se acordó que en el barranquillo que pasa por medio del lugar se hagan tres pausadas o es­tacadas de trecho a trecho, e se tupa parte dellas de piedra, para que la herrura que truxere las avenidas se pare en ella». En otros términos, el Cabildo se proponía sembrar el fondo del barranco con diques de estacas y terraplenado, para romper la violencia de la corriente. Posi­blemente esta obra rebasaba la capacidad económica del Cabildo. La hicieron, como siempre, los vecinos: sólo que duró doscientos años en llevarse a cabo. Además, no lo hicieron regularizando el curso de las aguas, sino fabricando muros de contención, cada uno por debajo de sus casas y en la medida en que iban fabricando.

 

En la vera del barranco se había formado, como en el de Santos, un sendero con pretensiones de calle. Además de quedar demasiado estrecho, por las condiciones del terreno, su uso resultaba molesto por haber transformado los vecinos el fondo del barranco en vertedero de basuras. El gobernador militar de Santa Cruz, el mariscal de campo José Perlasca, emprendió en 1798 el trabajo de abovedarlo todo, con ayuda del alcalde Domingo Vicente Marrero, y de este modo añadió al puerto una calle más, la del Barranquillo.

La calle del Castillo, eje del desarrollo moderno de Santa Cruz, en realidad no limita nada y, además, en su parte inferior viene a coincidir prácticamente con el Barranquillo. La tercera franja que hemos dibuja­do idealmente es, en su parte inferior, mera prolongación de la anterior y sus calles transversales no tienen una personalidad o caracteres diferen­tes. Lo que sí tiene y tuvo siempre carácter diferente, es el arranque de la franja, con el muelle, el castillo que ha dado su nombre a la calle, y la plaza. En cuanto a la calle, es la que más rápidamente ha trepado hacia las alturas y se ha adelantado en dirección a La Laguna. Desde el siglo XVT, cuando las demás calles longitudinales se detienen a la altura de Bo­tón de Rosa, la calle del Castillo alcanza ya la calle del Norte, hoy Valen­tín Sanz. A mediados del siglo XVIII ha subido más, hasta la altura de San Roque, hoy Suárez Guerra; y el puente Zurita, con el nuevo camino a La Laguna , favorecerá su extensión en dirección a la ciudad.

 

El muelle es la tela de Penélope del Cabildo insular, y el castillo, su camino de la amargura. Para el puerto, son los instrumentos más seguros de su expansión y los motores de su historia; en cuanto a la plaza, no es sino la suma del producto de los dos.

 

Se llamó antiguamente Plaza Real, o del Castillo Grande, o de la Pila , luego de la Constitución y después de la Candelaria. Contraria ­mente a los usos isleños, el último nombre ha sido aceptado, haciendo olvidar a todos los demás. En el siglo XVI no existía. En el plano de Torriani sólo figura como solar baldío, en el punto en que más se aden­tra en la tierra la caleta de Blas Díaz. Por su consistencia de tierra firme, mientras lo demás era arena y playa, así como por lo llano de la superfi­cie y la proximidad inmediata del castillo, parece haber sido lugar pre­destinado para rebatos, alardes, concentraciones de tropas y demás ne­cesidades militares, siendo el único terreno de Santa Cruz que podía servir convenientemente para tales efectos. Fue preservado y ensancha­do, precisamente para servir mejor a esta misión. En su perímetro, las casas sirvieron primero de bodegas y almacenes, luego se dedicaron a oficinas y despachos, con residencia de los interesados en la parte alta. Fueron dos veces destruidas por incendios, en 20 de julio de 1727 y en 28 de septiembre de 1784; pero volvieron a edificarse rápidamente, por ser éste el gran centro de los negocios importantes, tanto comerciales como administrativos o militares. A fines del siglo XVIII, todas sus casas tenían dos o tres pisos, con excepción de las más cercanas al castillo.

Desde principios del siglo XVII se establecieron en ella los princi­pales exportadores y armadores del puerto. En 1621 constan como ve­cinos el capitán Tomás Pereira de Castro y el capitán Cristóbal de Salazar, importantes exportadores de vino; los herederos del primero, los Castro Ayala, guardaron su casa hasta fines del siglo XVIII. A me­diados de este mismo siglo fabricaron en la acera norte de la plaza el teniente coronel de milicias Luís Francisco de Miranda, Matías Rodrí­guez Carta y, en la esquina de abajo, Esteban Porlier, cuya casa fue después de Casalón, luego de Villalba y en fin Casino de Santa Cruz. En la acera de enfrente estaban las casas de La Hanty , Montañés y Del Campo; y la que cerraba la plaza, haciendo esquina con la calle del Castillo, sirvió alguna vez de residencia a los comandantes generales, sobre todo a fines del siglo XVIII.

 

La plaza ha sufrido varias modificaciones en diferentes épocas. Durante largo tiempo no tuvo pavimento, ni refugio mediano, que son reformas del siglo XIX (1813-1815). Fue el centro de todas las reu­niones, manifestaciones y paseos: los edictos de las autoridades se da­ban a conocer por medio de dos carteleras, una fijada desde antes de 1735 en la esquina del castillo de San Cristóbal frente a la pila y otra que consta en 1760 en otra esquina de la plaza.

 

El ornato de la plaza fue inexistente hasta 1706, cuando se colo­có en su centro una pila de agua, de toba y de una grande simplicidad. Pronto la cambiaron de lugar, ya que en 1735 estaba adosada al tam­bor occidental del castillo. En 1813 se quitó de allí y se puso en el pa­tio del mismo castillo.

 

En una época en que no existía un ayuntamiento, ni disponía el al­calde de fondos municipales, el ornato de las calles, al igual que su lim­pieza y aseo, quedaba confiado a la discreción de los vecinos. En este ca­so, más que discreción, fue buen gusto y sacrificio material. Uno de los vecinos, Bartolomé Antonio Méndez Montañés, dedicó en efecto lo me­jor de sus esfuerzos a esta tarea. En 1759 hizo colocar en la parte alta de la plaza del Castillo y en medio de su anchura una cruz de mármol que había encargado en Málaga y que se quedó durante siglo y medio en el mismo lugar. Probablemente encargó por aquella misma época otro monumento, que sigue siendo el más popular y artísticamente el más importante de los que adornan las calles y plazas de Santa Cruz.

 

Bartolomé Montañés era capitán de milicias y castellano del pe­queño castillo de Candelaria. Debía de tener particular devoción a la patrona de las Islas, ya que a su triunfo está dedicado el monumento, encargado en un taller de Genova. Representa a los cuatro reyes guanches que rinden homenaje a la imagen de la Virgen. Ha sido y si­gue siendo el blasón religioso del puerto, bajo cuyos auspicios se ha entrado y salido del mismo.

 

La cuarta faja longitudinal del lugar se extiende al norte de la calle del Castillo, hasta el barranco de Guaite o de San Francisco. Este nacía en los bajos de Pino de Oro, bajaba por lo que es hoy calle de Puerto Escondido y Ruiz de Padrón y llegaba al mar por debajo de la calle del Tigre, hoy Villalba Hervás. Las dos calles de San José y del Tigre, con sus fondas y tabernas, canalizan la mayor parte del movimiento huma­no del puerto y forman el polo de atracción de la marinería. Más allá, empiezan las fincas rústicas: la más importante de ella es la de Castro, en cuyo solar se fundó en 1676 - 1680 el convento franciscano. Al oes­te, las edificaciones van ganando terreno. Primero se extendieron, a fi­nales del siglo XVI, hasta la calle que continuaba en línea recta a la de Cruz Verde y que, llamada a partir del siglo XVIII con el nombre de San Francisco, se conocía entonces con el de Calle que va al campo, o Calle que va al Paso Alto. Luego se fue formando más allá otra calle paralela, la del Norte, que aparece totalmente urbanizada a mediados del siglo XVIII y termina en el barranco de Guaite. A partir de esta época, el avance se prosigue en dirección al Oeste, hasta la calle de San Roque o Suárez Guerra y la del Chorro o Teobaldo Power.” (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998.t.1:233 y ss.).

 

Agosto 2012.  

 

* Guayre Adarguma Anez Ram n Yghasen.

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Bibliografía

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