FEMÉRIDES
DE
UNA
HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS
PERÍODO
COLONIAL, DÉCADA 1621-1630
CAPÍTULO
XXIV (I)
Monedas en la colonia
1621. Al nivel de metropolitano, la primera mitad del siglo XVII se caracteriza por la afluencia de la moneda de vellón, de la que se habían acuñado entre 1621 y 1626 por el valor de unos 20 millones de ducados. La novedad había sido recibida con agrado por la gente, porque por todas partes faltaba la moneda menuda, y en esta colonia de Canarias más que en cualquier otra parte. A mediados de siglo, el 92% de los pagos corrientes se suelen hacer en moneda de vellón; la proporción alcanza el 95% en los años siguientes.
Monedas en la colonia.
El problema de la moneda es todavía más complicado,
por lo menos desde el punto de vista
canario. Los peligros del sistema monetario y la imposibilidad de prevenirlos constituyen un factor determinante
de la economía canaria, como de la española y posiblemente todavía más. La principal característica de la
situación canaria es la penuria de
liquideces, es decir, de metal precioso: la buena moneda huye, mientras la mala encarece la vida, hasta que,
al llegar a ser menos mala que otra más nueva, también se echa a correr para
fuera.
Es normal que las antiguas estructuras económicas
hagan poco uso de la moneda. Incluso en los primeros
tiempos del capitalismo, los particulares no
disponían normalmente de dinero. Las cosas que se compraban
eran pocas y, cuando se compraban, se podían pagar en artículos
de primera necesidad. Hasta muy entrado el siglo XVIII, el Cabildo
suele pagar los salarios de los soldados, de los médicos y en general
de los empleados del
Ayuntamiento, en determinada cantidad anual
de trigo. El metal precioso es interesante para la capitalización y el ahorro
o, debido a su poco bulto, para cuando se viaja; pero incluso en este caso, no
hace falta que se presente en forma de moneda acuñada y lo mismo da si se
transporta y utiliza como alhajas o cadenas.
Era natural, pues, que hubiese poco dinero en
Tenerife. Además de esta razón de orden general,
existía otra que se debía a la situación peculiar de la economía insular. Los colonos no podían subvenir a sus
necesidades, sino gastando dinero, o trocando el producto de su trabajo. En cuanto al dinero, sólo podía entrar en el
circuito de la economía local, por medio de la venta de los mismos productos:
de modo que éstos eran el único objeto
de cambio de que se podía disponer.
Desde 1498, en una de sus primeras sesiones, el
Cabildo de Tenerife impuso a los comerciantes extranjeros la obligación de
aceptar en pago de sus mercancías, los productos de la tierra. Esta ordenanza fue repetida en 1505, renovada en 1507 «para que se
guarde en esta ysla por ley», y forma, durante
dos siglos, la base de la política económica
del Cabildo. Naturalmente, la disposición no tuvo el éxito que se deseaba. Los productos del suelo canario no
pudieron venderse a la exportación en la
medida en que aseguraban el equilibrio del balance comercial,
sino, como era fácil de prever, al compás de la demanda exterior. A pesar de ello, en los primeros tiempos, la
medida no dejó de producir algunos resultados.
Así, pues, sea cual fuese la razón, falta de
dinero, falta de costumbre o interés comercial, la
mayor parte de las compras y de los salarios se
pagaban tradicionalmente en productos del suelo. Para estabilizar el valor de
cambio, el Cabildo fijó en 1509 el precio de la fanega de trigo en 200 mrs., el de la cebada en 70, y el de la arroba
de azúcar en 300 mrs. De
hecho, entre 1508 y 1510, para cuya época disponemos de estadísticas, el comercio tinerfeño se hizo a base
de pagos en azúcar en una proporción de
59,8%, en cereales por el 6,9%, en ganado el 0,6%; sólo el remanente, o sea el 32,9% del volumen total de transacciones comerciales, se había pagado en dinero.
Los inconvenientes del sistema son evidentes: el
precio del trigo no es invariable y depende de la coyuntura. Al transformarlo en
moneda destinada a pagar las importaciones, el Cabildo contradecía su propia política, que impedía la salida de cereales
en los años de malas cosechas. Los resultados fueron rápidamente negativos,
los precios de los cereales bajaron antes de
que pasase un año, y la disposición fue revocada 49. En cuanto al azúcar, fue empleado como moneda
durante muchos años; después de una época
de baja producción, volvió a emplearse de manera bastante corriente en los cambios, en la primera mitad del siglo XVII, debido sobre todo al comercio activo con Brasil y al interés que aconsejaba traer de allí azúcar más
bien que dinero o metales preciosos.
La moneda acuñada en Portugal, el ceutí y el
cruzado, fue la que corrió preferentemente en Tenerife después de la
conquista. Para estimular la introducción de la
moneda menuda, que hacía falta para poder realizar las transacciones más corrientes y para hacer posibles
las limosnas y la adquisición de
Naturalmente, afluyeron los ceutíes y durante algún
tiempo la solución pareció muy apropiada.
Pero el aluvión de los ceutíes rebasó las necesidades y, además, como en Tenerife todo se compraba a mitad de precio, los mercaderes compraban con ellos oro y
plata, ganando con su compra bastante más
que con la de mercancías o de productos del suelo. Se buscó en vano un remedio
a esta situación. Se prohibió la entrada de la moneda portuguesa, antes tan deseada; se pretendió desvalorizarla,
o suspender su curso legal; pero en realidad no se emprendió nada para cortar el mal de raíz. El ejemplo de
Gran Canaria no parecía más convincente: allí
no se admitían los ceutíes, y la economía iba todavía peor. Lo que pasó con
el trigo y con el ceutí se repitió, bajo nombres
diferentes, hasta finales del siglo XVIII.
El Adelantado intentó otra salida y, en lugar de
desvalorizar el ceutí, revalorizó en un 10%
todas las monedas de oro. En el Cabildo
de Tenerife tenían los arbitristas del siglo XVII al más digno de sus precursores. Pero esta medida también le salió al revés. Los
mercaderes empezaron a exigir el pago
de sus mercancías en oro, con lo cual la vida
encareció en un 10%. Después de muchas vacilaciones, se anuló la reevaluación
y se volvió al valor anterior del oro: entonces desapareció rápidamente
el oro y volvió a ser abundante la moneda menuda que servía
para comprarlo al precio rebajado. A lo largo de todo el siglo XVI, la moneda tinerfeña
sigue el mismo circuito infernal. La penuria de la moneda no tiene más
soluciones que las que ya se han intentado, con los resultados fáciles de
prever: importación de moneda, devaluación, reevaluación y falsificación.
La importación de moneda portuguesa decrece
sensiblemente en la segunda mitad del siglo XVI
y
sólo vuelve a activarse a principios del siglo
siguiente, con la entrada de los tostones, que conservarían su curso
más o menos legal hasta el siglo pasado. También entran cantidades
de dinero en la isla por medio de la venta de orchilla. Este producto
constituye un verdadero monopolio canario, circunstancia que permite poner condiciones a los compradores:
Lo malo es que la moneda que entra de las Indias no
es siempre de buena ley. En 1559 se están
descargando en Santa Cruz «ciertos barriles con quartos de moneda de Indias,
para se desembarcar en esta isla, e diz que son faltos de ley e de peso e que
en todo el reyno están defendidos». Era moneda acuñada en Santo Domingo e
introducida legalmente por Sevilla; pero toda la emisión había
sido declarada de mala ley en los reinos de
España. En Tenerife se acuerda prohibir su desembarco; pero ya han entrado grandes cantidades de la misma y estan
en manos de particulares; por otra parte, no parece conveniente desterrarla
del todo, porque, sin ella, se volverá a las escaseces de antes.
Entonces es cuando el Cabildo recurre a la solución
heroica del resello, que ya se había
aplicado, con mediocre fortuna, en Gran Canaria y en
Todas las manipulaciones tienen por efecto invariable
la desvalorización de la
moneda. Desde este punto de vista, la moneda de Tenerife está sometida a dos presiones conjuntas: la que pesa sobre la moneda de la metrópoli y la que resulta de las
condiciones peculiares de Canarias. Hacia 1550
se había decreto a nivel de la metrópoli una «reducción» de la moneda, que rebaja el real de plata al
equivalente de 37 mrs. en Castilla, donde hasta
entonces había valido 48. En Tenerife, por efecto de la doble contracción, la de la metrópoli y la local, el
real vale ahora sólo 34 mrs. El salario del alcaide de San Cristóbal, que era antes de 70.000 mrs., se le calcula ahora, para
representar el mismo valor absoluto de
antes, en 95.900 mrs. Esto significa que la moneda ha soportado en Tenerife una desvalorización del orden del 37%.
De todos modos, siempre había poca moneda
divisionaria. Circulaban ya en las islas los
tostones de Portugal, que valían allí dos reales
y medio. Para hacerlos afluir, se vuelve al viejo remedio empírico del Adelantado y se les revaloriza en un 25%, para
que corran en Tenerife como tres reales nuevos.
Esta vez la operación no dio resultados. En cambio afluyeron a las islas las
monedas portuguesas de cobre llamadas
cuartos, en competencia con la moneda castellana correspondiente. En la lucha
entre las monedas, es de sobra sabido que la buena lleva siempre la peor parte. En Portugal, por un real daban 42 cuartos y en Tenerife, por escasear la calderilla, sólo
se conseguían ocho. La moneda no necesitaba
del apoyo de la autoridad para desvalorizarse.
El siglo XVII no
encontró soluciones más fáciles ni más eficaces. Se
intentó acuñar en Sevilla una moneda provincial, exclusivamente reservada para el uso canario, pero no fue autorizada
por el Rey. Se quiso admitir a la
circulación dentro de las islas la calderilla de Castilla introducir desde fuera nuevas partidas de
moneda divisionaria; prolongar el curso legal de los reales
llamados bambas, que ya se habían retirado de la circulación en
Al nivel de la metrópoli, la primera mitad del siglo
XVII se caracteriza por la afluencia de la moneda de vellón,
de la que se habían acuñado entre 1621 y
1626 por el valor de unos 20 millones de ducados. La novedad había sido recibida con agrado por la gente, porque por todas
partes faltaba la moneda menuda, y en Canarias más que en cualquier otra parte. A mediados de siglo, el 92% de los pagos
corrientes se suelen hacer en moneda de vellón;
la proporción alcanza el 95% en los años siguientes.
En Canarias, esta proporción fue bastante menor,
gracias a la afluencia de la plata indiana.
Los malos efectos del vellón no se advirtieron
inmediatamente. El primer resultado, que hubiera podido darse por descontado, fue el sobreprecio de la moneda de
plata que, por ser mejor, empezó a escasear. Las
transacciones cuyo pago se verificaba en moneda
de plata supusieron a partir de entonces la existencia de un agio
o, como decían entonces, un premio de la plata. La diferencia en favor
del metal noble había sido considerada como ilegal al principio. pero
fue perfectamente admitida y asimilada por el uso, a medida que se
iban distanciando los dos valores considerados. El premio de la plata,
que era de 4% en 1620 llegó al 25% hacia 1640, al 50% en 1650. al
53% en el año siguiente, al 56% en 1660, al 175% en 1670 y al De
todos modos, siempre había poca moneda divisionaria. Circulaban
ya en las islas los tostones de Portugal, que valían allí dos reales
y medio. Para hacerlos afluir, se vuelve al viejo remedio empírico del
Adelantado y se les revaloriza en un 25%, para que corran en Tenerife
como tres reales nuevos. Esta vez la operación no dio resultados. En
cambio afluyeron a las islas las monedas portuguesas de cobre llamadas
cuartos, en competencia con la moneda castellana correspondiente. En la lucha
entre las monedas, es de sobra sabido que la buena lleva
siempre la peor parte. En Portugal, por un real daban 42 cuartos y en Tenerife, por escasear la calderilla, sólo se conseguían ocho. La
moneda no necesitaba del apoyo de la
autoridad para desvalorizarse.
El siglo XVII no
encontró soluciones más fáciles ni más eficaces. Se
intentó acuñar en Sevilla una moneda provincial, exclusivamente reservada para el uso canario, pero no fue autorizada
por el Rey. Se quiso admitir a la
circulación dentro de las islas la calderilla de Castilla
introducir desde fuera nuevas partidas de moneda divisionaria prolongar el curso
legal de los reales llamados bambas, que ya se habían retirado de la
circulación en España. A partir de la nueva reglamentación del comercio americano, en 1718, que permite la importa250%
en 1680. El desnivel entre las dos monedas que nominalmente tenían el mismo
valor, permitía toda clase de especulaciones, todas ellas a cargo del valor de
la moneda. No es sorprendente, por lo tanto, observar que de
El segundo resultado se hizo notar sobre todo en
Canarias. El agio hizo con la plata lo que había
hecho un siglo antes con el oro. El comercio extranjero aprovechó el premio de
la plata, que solía ser algo menor en Canarias (indicio de la presencia de una masa de plata proporcionalmente más importante que la peninsular ibérica),
para comprarla a cambio de vellón y
conducirla fuera de las islas. Así como antes los cuartos portugueses de cobre
resultaban supra valorados, con la consiguiente confusión y las pérdidas correspondientes, ahora los tostones
de Portugal resultan demasiado baratos y desaparecen
rápidamente del mercado, para tomar el camino de
la exportación. La solución fue, una vez más,
la desvalorización: el valor de la plata se aumentó en un 33% en Canarias, para estimular las entradas y
desalentar las salidas del metal precioso.
Por fin, el tercer resultado fue el descrédito de la
moneda provincial. Las manipulaciones de la moneda desde arriba
eran todavía más arbitrarias que las que la sometían a presiones desde abajo,
y su credibilidad quedó muy afectada. No
parecía posible imponer al comercio extranjero, y aun a los mismos canarios,
un valor convencional de la moneda,
apoyado en órdenes superiores más que en la producción o en el valor
intrínseco del signo monetario. Los reales bamba, que, según las nuevas
equivalencias, hubieran debido valer diez reales de plata, apenas se
recibían por encima de seis reales. Además, eran fáciles de falsificar por
cualquier aficionado un poco diestro: la gente desconfía y huye de la
moneda bamba, y, según parece, tiene razón de desconfiar.
En efecto, todos sabían que en las islas se
fabricaba moneda falsa. Abundaba la plata,
escaseaba la moneda y la de cuño antiguo era fácil de
imitar: tres razones suficientes para hacer que la tentación resultase irresistible. La misma autoridad daba muestras de
lenidad en la prosecución de los
culpables, quizá porque el barco de la moneda hacía agua por demasiadas grietas a la vez. El 7 de junio de 1734 un comerciante holandés de Santa Cruz se negó a aceptar
un pago que se le quería hacer en reales bamba,
declarando que aquélla no era moneda de buena ley: con lo cual se armó una especie de revuelo o, más exactamente, de toma de conciencia, despertada por una
simple chispa.
A partir de aquel momento, la moneda bamba fue
rechazada sistemáticamente, el comercio se
quedó paralizado y la gente, sobre todo la gente pobre, asustada por la pérdida injusta que experimentaba repentinamente por la inutilización de su dinero. La
autoridad dictó órdenes, que resultaron ineficaces. Los antiguos historiadores
refieren el incidente gracioso del
corregidor que impuso una multa a una vendedera, por haberse negado a aceptar la moneda bamba y que, a su vez, se negó a admitir el pago de la multa en reales
bamba, que le exhibió inmediatamente la
vendedera. El comandante general, marqués de
Valhermoso, a pesar de ser persona poco propensa a pedir consejo, lo solicitó del Cabildo en esta ocasión. Como
resultado de todas aquellas deliberaciones y tractaciones, dictó el
comandante un bando motivado, según decía, por la mucha moneda falsa «introducida
por extranjeros y fabricada en estas islas por sus
moradores en quasi públicos Es el caso de decir
que el remedio fue peor que la enfermedad. Se pudo comprobar, en efecto, que los vecinos ocultaban la moneda buena
y presentaban la falsa, que era de plata limpia y no tenía más defecto que el de ser falsa y que, por consiguiente, se
les devolvía resellada. Los comisionados tenían
mucho interés en actuar de este modo, porque no cobraban sino en la medida en que resellaban; incluso se afirmaba
que, al ir separando la buena moneda de la mala, los comisionados preferían, al igual que el corregidor, pagarse
en buena moneda, cuyo valor no sufría
contradicción alguna.
Así
las cosas, llovieron en
Sobre estas nuevas bases se procedió a la operación;
pero el enfermo, que era el real bamba, no pudo ser salvado. La moneda de mala
ley sumaba cantidades importantes: sólo en el
Puerto de
No murió de repente. En 1749 se extinguieron por
orden real los tostones y medio tostones En
1773 se introdujo la nueva moneda divisionaria
de cuño real y volvió a cundir el pánico en la gente, temerosa de que la antigua quedaría desahuciada sin
compensación. Al fin y al cabo, las
existencias de moneda provincial se liquidaron con grandes pérdidas para
En 1776 intervinieron dos reales órdenes que suprimían
definitivamente, en
Canarias, las monedas provinciales de plata y de vellón. La que venía de
Sin embargo, la plata sigue siendo asequible en
Canarias, gracias al comercio directo con las
Indias. Esta circunstancia paradójica, de unas
islas en que abunda la plata y, sin embargo, la moneda escasea o es de mala ley, tiene una explicación
evidente, que no ha escapado a los
contemporáneos. La escasez de la moneda en el interior y su tendencia a viajar para fuera, desde donde nunca regresa, se deben al premio del oro, que después fue premio
de la plata, en los mercados internacionales. Un
envío de plata española a Venecia, en
las primeras décadas del siglo XVII, producía un
beneficio bruto de 20%, que había llegado al 27%
en la década de los años 20 del siglo 90.
En los primeros años del siglo XVIII, todavía un real de a ocho ganaba en el extranjero un 9% de su valor, y un
15% si era de cuño mexicano.
El real de a ocho ha sido el principal responsable de
la ruina económica de España.
Durante los siglos XVII y XVIII ha sido la moneda fuerte, o mejor la única, de todo el comercio
europeo con el Oriente.
Su agio se calculaba en un 50%: se comprende que los
comerciantes europeos hicieran lo posible
para salir en dirección a los mares asiáticos,
cargados con barriles de reales de a ocho mejor que con cualquier mercancía que sirviese de moneda de cambio. En 1585
se calculaba que las mercancías que compraban
los portugueses en las Indias Orientales
necesitaban anualmente, para su pago, unos diez millones de reales españoles, de los cuales dos millones iban
a pagar la importación de la
pimienta. A su vez,
Los españoles lo sabían perfectamente. En 1628, el
Consulado de Sevilla calculaba que el
comercio de Indias necesitaba cada año manufacturas
extranjeras por valor de más de seis millones de ducados, que se pagaban en proporción de 50% con productos
españoles o americanos. Era, pues, imposible
que dejasen de salir cada año tres millones
de ducados en metal precioso, para enjugar el déficit naturalmente, sin tener en cuenta las pérdidas
suplementarias ocasionadas por el contrabando.
Canarias intervenía en esta huida del metal precioso con todas las fuerzas de su débil economía. No es que le interesase
esta situación ni que hubiese dejado de hacer lo que se podía intentar para
remediarla; pero no estaba en su poder hallar la solución apropiada.
Las disposiciones legales al respecto eran
terminantes. Los importadores de géneros y
otros productos extranjeros no podían hacerse, pagar más que en productos del
país: cualquier salida de dinero en metálico quedaba prohibida y, cuando se
descubría, se castigaba sin muchos miramientos.
Pero los comerciantes extranjeros no venían a las islas para cuidar de los intereses de las mismas, sino de los suyos
propios. Era inútil que se multiplicaran las
disposiciones, que se negara el permiso de
salida a los navíos que no presentasen una relación equilibrada del valor de las partidas importadas y exportadas, que se visitaran los navíos y se apremiase a los
recalcitrantes. Para dar la impresión que habían
cumplido con su obligación, los dueños o maestres de los navíos que salían,
cargaban apenas un tercio del valor importado,
cuando no menos, en frutos de las islas, y sacaban lo demás en moneda de plata. Cuando se insiste demasiado en el
registro de las mercancías, el cónsul de su
nación presenta queja por infracción a la libertad del comercio, garantizada por los tratados entre naciones.
Ninguna fiscalización o
penalización puede detener la sangría; y posiblemente,
de haberla podido detener, el remedio habría sido, una vez más, peor que la enfermedad. Hacia 1585, el juez
de Indias calcula que los mercaderes extranjeros
sacan cada año de Canarias una cantidad de reales de plata equivalente a 78.000 ducados. Si tomamos por buenas estas indicaciones, que no pueden ser, al
tratarse de contrabando, sino cálculos
abstractos y aproximaciones elásticas, y si comparamos la situación de Canarias con la de España en
general, la huida del metal precioso por las
puertas del comercio insular es poco significativa. Representa el 2,6% de las
pérdidas al nivel nacional, cifra que parece normal y coincide más o menos con
el potencial económico del archipiélago canario. Sin embargo, el carácter de
circuito cerrado de la economía canaria,
sus dimensiones y su fragilidad la hacían mucho más
sensible a la coyuntura. La masa de dinero movilizada por la producción canaria era modesta, cuando no insuficiente
y cualquier sustracción, fatal a largo plazo a
una economía tan poderosa como la española, adquiría aquí caracteres de mayor gravedad. (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz,
1998.t.1: 451 y ss.).
1621. En la ciudad de
1621. Notas
en torno al asentamiento colonial europeo en el Valle Sagrado de Aguere (
En
este año se procede por parte del Cabildo colonial a la recopilación de las
ordenanzas sobre las mancebías instauradas en la isla y cuyas rentas engrosaban
las arcas del Cabildo.
Prostitutas y mancebías.
“La práctica de la prostitución carecía de la
hipocresía social contemporánea. Como norma existiría una disociación
entre «amor a lo divino» y «amor a lo humano»,
y, como suelen advertir los investigadores
del fenómeno, cuando en la documentación de la época se habla de mujeres enamoradas se está
refiriendo a prostitutas. El ejercicio del amor
asalariado sería un complemento necesario que se realiza
con discreción. En palabras de García Cárcel, la gran salida evasiva de la
ansiedad sexual insatisfecha fue el recurso a la prostitución.
Para Bennassar, esta actividad actuó
en la época como protectora
de la institución matrimonial. Además,
estaba extendida la idea de que la
satisfacción pecuniaria del acto carnal era eximente de pecado.
La propia reglamentación general del oficio
proporciona una idea sobre qué mujeres se
dedicaban al mismo, pues tenían que ser mayores de 12 años, huérfanas o de padres desconocidos, o abandonadas por su familia (exceptuando las nobles) y con
la virginidad perdida.
Es conveniente que someramente tracemos el marco
sociohistórico en relación con esta práctica
venal de la sexualidad. El proceso de institucionalización
de la prostitución se inició en
A las prostitutas se las encierra y segrega, pues
no han seguido la senda matrimonial ni la vía
religiosa. Por otra parte, la prostituta cumple una importante función social, pues era el necesario
contrapunto a la existencia de la mujer honrada
y respetable, de modo que la misma sociedad que la aísla la utiliza.
Como en cualquier ciudad castellana, en
Como se señaló al tratar de la hacienda municipal,
constituyó desde finales de 1505 una renta
del Ayuntamiento, que concedía su explotación a un particular, de modo que la actividad de la prostitución
sólo podía ser ejercida en ese lugar o bajo
control del proxeneta (el padre de las mujeres). Nada de particular tiene esta
situación, pues en otras ciudades y villas se procedía de modo similar. Por
ejemplo, en Valladolid la mancebía era administrada por la cofradía de
Al igual que en otras partes de la monarquía
hispana, el responsable —y
estanquero, en este caso— de las prostitutas —que en las condiciones concejiles son nombradas como mugeres de amores o namoradas— era el padre,
también llamado en otras latitudes el tapador. Felipe iv dictó varias pragmáticas prohibiendo las
mancebías, pero con el resultado final que era
previsible.
Al principio no existe local propio, por lo que el
Ayuntamiento exige al arrendatario que en el ínterin que se
construyese la casa o mesón de las
mugeres públicas, debía
proporcionarles boticas en partes
onestas, o sea, apartadas.
Las condiciones de vida de estas mujeres dependían
bastante del acuerdo al que llegasen el
Concejo y el «padre», pues la institución partía de un pliego de condiciones que con seguridad era negociable,
sobre todo en lo referido a los conceptos que las mujeres estaban obligadas a
tomar del arrendatario y a qué precio. Por ejemplo, en uno de esos
pliegos se concretaba las tarifas que podía percibir el proxeneta en
razón de la aceptación de una serie de servicios o comodidades: 1 real
diario por un jergón, un colchón, dos sábanas, una manta, una almohada,
una comida de dos tablas al día, y la casa; la comida, sin cama,
suponía 1J2 r., entendiendo por comida dos tablas, cada una
valorada en 13 mrs.; la cama y la
casa, sin comida, reportaría 6 rs. mensuales;
la casa sola, 2'/2 rs. Pero, en cualquier caso, la prostituta debía entregarle
por su persona, como ayuda a la renta, 6 rs. mensuales.
Curiosamente, se distingue en esas condiciones entre
las prostitutas que actuarían más o menos agrupadas y controladas por el padre,
ofertando su cuerpo a cualquier hombre, y la namorada
o rramera onesta. Dentro de ese mundo, pues, se abrían sutilmente dos
categorías, pero no obedece la diferencia tanto al
reconocimiento social de dos comportamientos
como a una cuestión económica, pues estas últimas podrían vivir fuera de
la mancebía y, al parecer, tenían compañeros
amorosos más o menos fijos, por lo que el arrendatario sólo les exigiría 6
rs., a menos que se comprobase que prostituía con más de tres
hombres.
Como el entorno de esa profesión, en esas
condiciones, suele estar unido a desórdenes
y peleas, el padre estaba autorizado para llevar armas permanentemente, licencia que se hacía
extensible a dos hombres que le acompañasen en
el pliego de 1516. Lo expuesto más arriba acerca
de la conciencia social de la «necesidad» de la mancebía, cuando menos en la primera etapa colonizadora, queda
de manifiesto en el trato preferencial que se dispensaba al arrendatario de la
misma en el abasto público, pues después de
repartir los mantenimientos (carne, pescado...)
a las autoridades y al clero, se debía atender a aquél para que tomase lo preciso para sí y las mujeres.
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Agosto de 2012.
*
Guayre
Adarguma Anez Ram n Yghasen.