FEMÉRIDES DE LA NACIÓN CANARIA

 

UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

PERÍODO COLONIAL, DÉCADA 1611-1620

CAPÍTULO XXIII (XVII) - II

 

Guayre Adarguma *

[Viene de la entrega anterior]

 

Pedro de Ponte también exportó vinos. En 1550 fletó el navío del maes­tre Francisco Núñez, vecino de Tenerife," para llevar vinos, pez, harina y oíros productos al puerto de La Habana.

 

Medidas contra la deforestación

 

La reducción y el control normativo del corte de madera impuesto por el Cabildo fue muy difícil de mantener, sobre todo en los sectores del Sur de Tenerife. Sin duda, la lejanía y el aislamiento de estos lugares posibilitaban con­travenir las ordenanzas sin grandes problemas.

 

En el año 1525 se denunció el grave deterioro de los pinares, debido a la utilización de esta madera en los hornos de pez. El 19 de enero de 1526 el Cabildo prohibió la producción de esta materia en la isla, salvo en los territo­rios de Abona, Agache y Adeje. Posteriormente, en 1542, sólo se autorizó el establecimiento de hornos en tres lugares de la isla: uno en Daute, dos en Agache (en el término de Güímar) y otro en Abona. Sin embargo, las infracciones se reiteraban de tal forma que, en 1552, se habían montado tan sólo en Agache diez de ellos. En Abona, en 1574, se obtuvo 3.000 q.m., funcionando cuatro hornos y no uno como se había estipulado. En la década de 1590, los ingre­sos concejiles por la pez doblaron los de los decenios anteriores. Basado en los datos expuestos, sospechamos que algunos de los hornos presentes en Adeje fueron construidos clandestinamente.

La Orchilla

La orchilla es un liquen que crece en las rocas de riscos y barrancos escar­pados. El nombre científico de una de sus variedades más habituales es el de Roccella tinctoría. Fue uno de los primeros artículos de exportación de Canarias. Es probable que su explotación comercial se remonte a una etapa anterior a la conquista de Juan de Bethencourt. Era muy apreciado por las propiedades colorantes que le confiere su contenido en ácidos liquénicos y otros cromógenos. La producción tinerfeña de orchilla fue importante. A principios del siglo XVII, la renta por este concepto se elevó a 375.000 maravedíes, aumen­tando al doble a finales del mismo. Fue muy solicitada por el comercio de Flandes, Italia y Levante, donde era ampliamente utilizada en la industria tex­til. En el siglo XVI, su comercio estuvo monopolizado por genoveses y, en el XVIII, por ingleses.

 

Existen evidencias de la producción de orchilla en el territorio de Adeje. Algunos documentos de la época reflejan que en esta localidad se hallaba pre­sente dicha planta y que se aprovechó comercialmente. Así, en octubre de 1526, "Pedro Yanes, trabajador portugués, se obliga a coger y apañar a Pedro de la Nuez o a Guiraldo de la Chavega , mercader, 15 quintales de orchilla buena, limpia y enjuta. Ha de ser cogida y apañada la orchilla en la banda de Adeje..." En otro protocolo se dice que "Diego Suárez se obliga a coger a Silvestre Pinelo, 100 quintales de orchilla, puestos en la caleta de San Juan o en el puerto de Adeje... Se entiende que ha de dar la orchilla desde agosto hasta noviembre". Finalmente, el 5 de abril de 1511, Francisco Yanes, maestre del navio Santo Espíritu, que se encontraba en el puerto de Santa Cruz, fletó esta embarca­ción a Tomás Justiniano para dirigirse al puerto de Adeje y cargar toda la orchi­lla que Justiniano le proporcionase y transportarla a Cádiz. El precio osci­laba entre 250 y 390 maravedíes por cada quintal de orchilla. Generalmente, era entregada en la Caleta de Adeje y en los cargaderos donde las bestias la pudieran tomar.

 

Comunicaciones

 

La primera mitad del siglo XVI comprendió una etapa de pobres recur­sos económicos para la escasa población de Adeje. El 13 de septiembre del año 1532 los vecinos Esteban Hernández, Blas Alonso y Francisco González elevaron escrito al Ayuntamiento de La Laguna , alegando que la localidad de Adeje estaba alejada y distante de otros poblados. Los caminantes que acudí­an hasta aquí, tenían que atravesar malos caminos y llegaban cansados y ham­brientos, solicitando comprar alimentos con su dinero. Los vecinos de Adeje no se arriesgaban a venderlos por temor a ser sancionados. Por ello, solicita­ron licencia para poder suministrar "a honestos precios algún pan e vino e otras cosas para su sustentamiento..." El Cabildo autorizó vender libremente a aqué­llos, con tal que lo hicieran a precios razonables, si bien tendría que hacerse con el consentimiento del alcalde.

 

Una cuestión que sin duda resulta interesante es la referente a las rutas que se trazaron para transportar los productos comerciales y mantener contacto con otros lugares de la isla. Ya hemos hecho referencia al camino real que, des­de Adeje, se dirigía a Taucho y a otros sectores de elevada altitud. Otra vía importante de comunicación por tierra era el llamado camino de Aponte y que, casi con seguridad, ya existía con anterioridad a Pedro de Ponte. Probablemente lo mandó construir su padre, don Cristóbal. Partía desde Adeje y terminaba en Icod de los Vinos. Esta ruta atravesaba el pago de Tijoco de Abajo y se dirigía por Tejina hasta Guía de Isora, a donde se arribaba a la altura de las inmedia­ciones de su actual cementerio. Desde aquí tomaba la dirección de Chío, Arguayo y Valle de Santiago (actualmente Santiago del Teide). Curiosamente, en un repar­timiento concedido a Andrés de Güimar con fecha 2 de agosto de 1520, se cita "el camino que va desde Daute hacia el Río de Adeje"33. Continuaba este cami­no por el Valle de Arriba, Erjos y El Tanque, hasta Icod de los Vinos. A la altu­ra de la localidad de El Tanque existía una derivación que conducía hasta Garachico. Esta ruta, fue todavía utilizada por los habitantes de Adeje en el año 1925, cuando aun no existían otras aceptables comunicaciones. Según referencias de algunas personas que fueron sus usuarios y que viven en el momento de escri­bir estas líneas, entre ellos don Luís Galindo, se tardaba siete horas en hacer el recorrido a pie. En el año últimamente señalado, ya existía en Icod de los Vinos una diligencia, tirada por caballos, que conducía hasta La Laguna. Este medio de transporte estaba regentado por su propietario, don Luís Buenafuente.

 

También se disponía de otro camino que llevaba por el Sur hasta Santa Cruz, que igualmente era transitado por los adejeros. Desde Adeje conducía a Arona por la vertiente sur del Roque del Conde, configurando las Vueltas de Adeje. Desde aquí se dirigía al Roque de San Miguel y a Granadilla. Luego, hacia las localidades de El Río, Arico, Fasnia, El Escobonal, Güimar y Santa Cruz. Nos han relatado que algunos preferían hacer el viaje de ida siguiendo la ruta del Norte y el de regreso a Adeje, por el Sur.

 

La comunicación con Vilaflor se hacía por el camino de Carrasco. Partía de la Era de los Alfileres, al Este del pueblo, subía hasta Benítez e Ifonche y continuaba hasta Vilaflor.

 

Creemos que estos largos caminos pocas veces pudieron ser utilizados como vía de transporte de bagajes comerciales. Nos inclinamos a admitir que la vía preferida para estos menesteres fue la marítima, desde el puerto de La Caleta de Adeje. Varias evidencias permiten afirmar la existencia de barcos de navegación que eran propiedad de Pedro de Ponte e incluso, en alguna oca­sión, su marcado interés por la posesión de ciertas embarcaciones. Lo con­firma una nota que reproducimos literalmente: "Blas Díaz hizo en Santa Cruz una nao que le costó 3.500 ducados y Pedro de Ponte por ser como es regidor e persona poderosa en esta dicha isla, muy íntimo amigo e persona muy favorecida del Sr. Licenciado Jerónimo Álvarez de Sotomayor, gobernador e jus­ticia mayor, le impedía botar el barco al mar con formas e maneras exquisitas que tuvo e mediante el favor del dicho Sr. Governador para obligarle a que le venda la mitad del navío. Blas Díaz consiente, pero declara que es por fuerza y reserva sus derechos". Es incuestionable la importancia mercantil, en aque­llas fechas, de los puertos de Garachico, la Orotava y Santa Cruz. Es obvio que el tráfico comercial de nuestra villa se realizaba desde la Caleta de Adeje hasta comunicar con estos puertos. (Pedro de las Casas, 1997:204)

 

1618. Con 80 años de edad fallece en Capodimonti, D. Pedro González.

“D. Pedro González era un guanche tinerfeño esclavizado por los invasores españoles cuya enfermedad genética suscitó mucho interés en la corte real francesa del siglo XVI. Era un muchacho muy hermoso aunque mostraba una anomalía muy llamativa: su cara estaba cubierta de pelo de un color rubio oscuro más bien fino. La cubierta de pelo no era demasiado espesa, así que se podían reconocer los rasgos de su cara. González sufría lo que los médicos han diagnosticado hace poco tiempo como la hipertricosis universalis congénita.

No se sabe muy bien cómo llegó a Francia, pero  investigaciones  del doctor Zapperi indican que fue enviado como regalo desde Canarias a Bruselas, donde se encontraban el emperador español Carlos V y su tía, que en esa época era la gobernadora de los Países Bajos.

 Es muy probable que durante la travesía hacia Bruselas, Pedro González fuera capturado por corsarios franceses y entregado como obsequio a Enrique II.

Enrique II desde el primer momento, toma este presente como muy valioso, pues era una rareza desconocida en la Europa de aquella época. El conocimiento de la lengua castellana del rey francés, le permite descubrir de boca del niño, que su nombre es Pedro González, que proviene de la isla de Tenerife y que su padre era un mencey de los guanches. La mentalidad en el París del siglo XVI, relacionan el aspecto de muchacho con la del mito del “salvaje”, proveniente de unas islas en medio del Océano Atlántico que reforzaban tal concepto.         

Enrique II se propuso, desde el principio desterrar el lado “salvaje” del niño, he inculcarle una buena educación y costumbres sociales refinadas. En 1551 se encarga la custodia y cuidados del muchacho a Francois Vacheri con el titulo de “gouvernement du saulvaige du roy nostre sire” (gobernador del salvaje del rey nuestro señor), con una asignación mensual de manutención de 50 sous de plata al día. 

Pedro González fue instruido en humanidades y latín, lengua que se consideraba la mas alta expresión de cultura, solo reservada para la aristocracia y por ende saberla hablar perfectamente era sinónimo de prestigio social. Cuando tiene 19 años Don Pierre sauvaige, nombre afrancesado de Pedro y el agregado de “salvaje” con el que seria conocido en palacio, llega a un estatus social envidiable dentro de la corte, no solo por concederle el rey el puesto de “somelier de panneterie bouche du roy” (servicio de boca del rey), puesto reservado para los nobles de mayor rango y con un sueldo de 240 Libras anuales, si no por reclamar el derecho de la anteposición del “Don”, en su nombre, por ser descendiente de un Mencey.

En 1573 Don Pedro González se casa con una bella parisina del que solo se sabe el nombre Catherine, y que muy posiblemente fuera dama de compañía de la reina Catalina de Médicis. De este matrimonio nacerían 6 hijos, tres varones y tres hembras, Madeleine, Enrique, Fransoise, Antoniette, Horacio, y Ercole. Solo en dos de sus hijos no se repitió la enfermedad, fue en los casos de su hija Fransoise y el de su hijo Ercole, este ultimo fallecido en los primeros años de edad y hay constancia que la Hipertrichosis , también afecto a sus nietos. De estos años hay varias pinturas y grabados de la familia. Sirva de referencia los cuatro cuadros de cuerpo entero que se encuentran en el castillo de Ambras, en Innsbruck, Alemania, donde se representan a Don Pedro González su esposa Catherine, sus dos hijos Madeleine y Enrique o los grabados que se encuentran en el Nacional Gallery of Art de Washington. 

Como curiosidad sobre estas pinturas debemos decir, que los oleos que se encuentran en Ambras han prestado su nombre para la enfermedad de Hipertrichosis, conociéndose también como “síndrome de Ambras” a esta afección, por los retratos de Don Pedro y su familia

Enrique González, conciente de el amor que el Cardenal Odoardo sentía por la naturaleza, le hace creer que el es también nacido en las Islas Canarias y por lo tanto tan “salvaje” como su padre y los deseos de reencontrarse en un medio natural que le recordara a sus orígenes isleños. De esta época es una pintura que recrea a Enrique González con una prenda netamente de los antiguos pobladores de Canarias, el “tamarco”, con lo que queda claro que Enrique, con el conocimiento de las costumbres de sus antepasados, seguramente por tradición oral de su padre Don Pedro, el cual siempre se sintió orgulloso de su origen guanche, hizo creer a su señor, su nacimiento en las islas. En el pueblo de Capodimonti donde Enrique González se instala con el pretexto de que aquel lugar le evocaba su país natal.

Terminaran apaciblemente los días la familia González “Piloso”, agregado este italiano que fue sustituido por el “saulvaige” francés y menos despectivo. La muerte de Don Pedro González en 1618 con 80 años en Capodimonti, marcara el final de una historia asombrosa, determinada por la rara enfermedad de la Hipertrichosis o síndrome de Ambras.”  (Roberto Zapperi, catedrático y editor de la sección de Historia Antropología de la Enciclopedia Italiana ,) (Tomado de: pateandotenerife.com/18701.html -)

1618. La villa de Teguise, capital de la isla de Lanzarote, "está situada casi en el corazón de la isla hacia el este y arruada de más de 200 casas —decía Viera y Clavijo a finales del siglo xvín—. Su iglesia parroquial es un templo de tres naves, el más hermoso de las Canarias, y su coro y sacristía piezas excelentes,.. Hay dos buenos conventos: el uno antiguo, del Orden de la observancia de San Francisco, como de 20 religiosos, y el otro más moderno, del Orden de Santo Domingo, como de 14. El palacio de log primeros marqueses está deteriorado. La mareta o grande estan­que, de figura de caracol, en donde se deposita el agua llovediza para el uso de los vecinos, es una de las cosas más raras de Lanzarote...".

 

La villa de Teguise la hemos visto quedar totalmente destruida cuan­do la invasión de los argelinos en 1618. "Todo fue arrasado y destruido por aquellos bárbaros—decíamos entonces—, transportando a los navíos cuantos objetos podían tener algún valor o reportarles la más pequeña utilidad, entre ellos bastantes imágenes religiosas de la parroquia, ermi­tas y convento de San Francisco, con propósito de venderlas en Argel a los padres trinitarios. El saqueo fue atroz y completo, y una vez consu­mado, la humilde villa volvió a ser pasto de las llamas, desapareciendo todo lo mejor de su caserío: la parroquia, el convento de San Francisco (fundación de Argote de Molina y panteón de los Herrera), la casa mar-quesal y los tantas veces mutilados archivos públicos".

 

Desde esta fecha, Teguise no volvió a sufrir más destrucciones o in­cendios; por tanto, todos sus edificios fueron construidos de nuevo, o re­edificados, en el siglo XVIII.

 

El primer edificio reconstruido, merced al celo y decidida protección de los señores de la isla, marqueses de Lanzarote, y a las limosnas cuan­tiosas del obispo don Bartolomé García Jiménez, fue el templo parroquial. La humilde y modesta parroquia que quemaron los argelinos en 1618 fue reemplazada ahora por una espaciosa iglesia de tres naves, cuyo coro y sacristía llamaron la atención del historiador Viera y Clavijo. Todavía hoy se conservan tres de las valiosas imágenes que recibieron culto en este templo del siglo XVII, alguna seguramente anterior, salvada por los naturales en el momento de la invasión o rescatada con posterioridad; son éstas: la Virgen de Guadalupe, el Cristo de la Vera Cruz y la imagen de San Marcial.

 

El monasterio de la Madre de Dios de Miraflores, de la Orden francis­cana, inacabado todavía a principios del siglo XVII, fue también saqueado e incendiado en 1618 por los argelinos. De esta manera los frailes aplica­ron todo su esfuerzo a la reconstrucción del monasterio e iglesia, cosa que al fin consiguieron cuando se extinguía la centuria decimoséptima. El monasterio llegó a contar con 20 religiosos. Su iglesia era amplia y her­mosa, contando con magníficos retablos barrocos, particularmente el altar mayor, donde recibían culto algunas valiosas imágenes, como las de la Virgen de Mirañores, San Francisco, San Antonio, etc.

 

Contó la villa de Teguise en el siglo XVIII con un segundo convento, fundado en 1726 por el capitán Gaspar Rodríguez Carrasco. Este monas­terio de la Orden dominicana se estableció en las casas particulares del fundador, y en los momentos de máximo esplendor llegó a contar 14 frai­les. Se titulaba de San Juan de Dios y San Francisco de Paula.

 

Destacaban asimismo entre los humildes edificios de la capital de la isla de Lanzarote la casa marquesal, con fachada de piedra, y algunas ermitas.

 

Arrecife seguía siendo el puerto más importante de la isla, pero su caserío era reducido. Si algo llamaba la atención del visitante eran pre­cisamente sus fortificaciones. (A. Rumeu de Armas, 1991, t. 3:444 y ss.)

 

1618. Por estos años ocurrieron también otros sucesos piráticos, mal conocidos desde el punto de vista cronológico, pero anteriores a 1618.

 

Ambos ocurrieron en Lanzarote, y los refiere Viera y Clavijo en el tomo II, pá­gina 333 de su obra citada, tomando su información del Memorial del pleito de Qwentos, núm. 100.

 

Habiendo llegado a Arrecife un galeón de la flota de Indias perseguido de piratas, acudieron los isleños a ampararle, descargando prontamente sus mercancías, hasta que pasado el peligro pudo reunirse con los demás navíos de la escuadra de que for­maba parte.

 

Poco tiempo más tarde, teniendo noticias los naturales de que en el puerto de la Bufona se había abrigado cierto armador inglés con una presa cargada de azúcar, que acababa de hacer en el archipiélago, salieron en su persecución algunas lanchas con milicias y artillería, logrando apoderarse de los dos navíos, no obstante la heroica resistencia de su capitán, que tuvo a la postre que entregarse prisionero.

 

1618. Debido a la amenaza de los piratas argelinos, el capitán de guerra Diego de Vega Bazán hi­zo «las mejores trincheras que en muchos años se acuerda». En la plaza y puerto de Santa Cruz de Añazu, Tenerife.

 

Las fortificaciones coloniales en Santa Cruz de Añazu

El castillo de San Cristóbal, situado en un punto de la costa que dominaba mal una bahía tan extensa como irregular, difícil­mente podía cubrir todas las exigencias de una buena defensa.

Un des­embarco que se hubiese verificado en Paso Alto o en la Caleta de los Negros, no habría tropezado con el menor estorbo por parte de la arti­llería colocada en el baluarte o en el terrapleno, o incluso en San Cris­tóbal. La solución que se había dado al problema de la protección del puerto no era mala, pero se había quedado incompleta. Hacía falta completarla con un sistema defensivo que cubriera lo descubierto. De esta verdad se dieron cuenta desde el primer momento los interesados en los destinos del puerto; pero, con la escasez de recursos endémica en la isla, sólo se hizo lo que se pudo, con la consiguiente y desespe­rante lentitud y en malas condiciones de trabajo y de materiales, que sólo prometía una vida efímera a todo cuanto se lograba hacer. Empe­zadas a mediados del siglo XVI, aquellas obras tardaron dos siglos en completarse. Tal como se había quedado al cabo de esta lenta elabora­ción, aquel conjunto se componía de dos elementos básicos, las mura­llas o trincheras y los baluartes o reductos.

Las trincheras debieron de llamarse así por los desmontes a que dieron lugar, y que habían sido numerosos, en razón de la configura­ción del terreno; o quizá por los taludes en que se apoyaban alguna vez, de cara al mar, cuando no por el refugio que ofrecían a los defen­sores. En realidad no eran tales trincheras, sino paredones de piedra seca que corrían a lo largo de la costa, cubriendo todo el solar del puerto, de la Caleta de Negros a Paso Alto. Su doble misión consistía en impedir el paso a los atacantes, en caso de desembarco, y propor­cionar una protección conveniente a los hombres apostados detrás de la muralla, para contener el ataque.

Las primeras trincheras fueron simples lienzos de pared, situados en los puntos más vulnerables de la costa, improvisados rápidamente para hacer frente a alguna amenaza, y luego arruinados por la intempe­rie casi con la misma rapidez. Uno de estos lienzos fue el que se fabricó, probablemente de argamasa, en 1571, entre el baluarte viejo y el terra­plén 2: como en los demás casos, su existencia fue de corta duración.

Durante los años siguientes se siguió trabajando en la barrera de murallas, arreglando lo que desmoronaban las lluvias y reuniendo un lienzo con otro hasta hacer de todo una sola pared. A fines de 1586, el gobernador Juan Núñez de la Fuente podía declarar que había «acaba­do de haser y aderesar las trincheras y parapetos de toda la playa del dicho puerto de Santa Cruz, dende el Puerto de Caballos hasta el Paso Alto, para que con siguridad se defienda del enemigo, que no eche gente en tierra, de manera qu'está su fortificación más en su punto que jamás a estado para la defensa del dicho puerto». Sin duda lo que quería decir el gobernador era que las murallas podían ya servir en caso de necesidad, porque en realidad no estaban terminadas. Debieron de haberse levantado rápidamente, bajo la presión de las circunstancias, y para que Drake hallase la isla preparada a recibirle; pero hacía falta completar aquel sistema de defensa improvisado. El mismo gobernador que declaraba haber empezado por el Puerto de Caballos, vuelve tres meses más tarde al Cabildo, para decir que es preciso hacer una trin­chera en el Puerto de Caballos, para su mejor defensa. El Cabildo da su acuerdo, costea los trabajos, baja en cuerpo para visitar las obras, se asegura que todo está en su punto para esperar a Drake: quizá todo aquello era ilusión, porque sólo meses más tarde nombra un veedor de las obras y pagador de las carretas que echan piedras en Puerto Caballos. No sabemos si era diferente la situación en el tramo que cubría Paso Alto, y que dicen estaba terminado cuando la visita de los regidores.

 

De todos modos, el sistema de trincheras o paredones existía, e incluso mereció la indulgente aprobación de Torriani. El plano de Santa Cruz, tal como ha sido trazado por él, indica la presencia de una línea continua de murallas en el barrio del Cabo, que empieza más o menos en la altura de la calle de San Sebastián y se extiende sin inte­rrupción hasta el Puerto de Caballos. Es difícil decir si la situación así representada describe un proyecto o una realidad. Puede ser que el pa­redón haya existido de verdad; pero estaba hecho de prisa, amonto­nando piedras que derribaba la primera avenida de aguas: cuando vol­vía a surgir la amenaza, había que volver a empezar desde el principio.

Lo cierto es que en el verano de 1588 el gobernador volvió a visitar los trabajos y comprobó que el tramo entre la Caleta de los Negros y el Puerto de Caballos quedaba todavía por hacer. En 1599 se volvie­ron a reparar a fondo las trincheras. En 1618, debido a la amenaza de los piratas argelinos, el capitán de guerra don Diego de Vega Bazán hi­zo «las mejores trincheas que en muchos años se acuerda». En teoría las hizo con ayuda de los vecinos, que le habían prometido más de dos mil ducados de contribuciones voluntarias, pero sin llegar a pagarlas. En la Caleta de Negros había dado órdenes el capitán para que «se re­formasen las trincheras como oy están, de forma que son como de cal y piedra, por ser muy anchas y fuertes y terraplenadas, adonde con mucha seguridad puede estar la gente recogida para poder ofender al enemigo e impedirle saltar en tierra».

En 1656, la amenaza vino de los ingleses, pero el problema seguía siendo el mismo. La inminencia del peligro suscitaba cada vez el mis­mo entusiasmo guerrero, la misma febrilidad en los preparativos, que se solían improvisar y después olvidar. Esta vez no fue así. El capitán general Alonso Dávila y Guzmán hizo bien las cosas. Aprovechó, como de costumbre, el trabajo gratuito de los vecinos, pero confió la respon­sabilidad de las obras a maestros del oficio, canteros y albañiles. De este modo consiguió una fábrica mejor acondicionada, que se ha con­servado hasta el siglo XIX, sin necesitar demasiadas obras de recomposi­ción. Es verdad que los trabajos habían durado varios años pero por lo menos, al finalizar los mismos, como dice ingenuamente Núñez de la Peña , «estaba toda la muralla amurallada», cosa que nunca se había visto antes. El paredón tenía 15 palmos de ancho y se componía de tres obras diferentes: un muro que miraba hacia fuera, de 5 palmos de anchura y fabricado de cal y canto; otro muro que miraba hacia dentro, hecho de piedra seca y con 4 palmos de ancho, y entre los dos, el hueco de 6 palmos se había rellenado con tierra y cascotes.

 

La muralla es sólo una parte de la estructura complicada de un recinto fortificado. En un puerto, su finalidad es la de ayudar a repeler al enemigo ya desembarcado, pero no protege los navíos del puerto contra las incursiones y rapiñas. Hacía falta, pues, un sistema de ba­luartes o plataformas de artillería capaces de combinar su fuego con el del castillo, de modo que dominasen toda la bahía. La solución había sido propuesta por el ingeniero visitador Torriani: poner un baluarte en la Caleta de Negros y otro en Paso Alto, para cubrir los dos flancos del puerto, en las zonas que no alcanzaba la artillería de San Cristóbal.

 

Este proyecto fue el que se realizó, aunque con mucha lentitud; pero la lentitud es una norma corriente en las obras de esta categoría.

 

En 1599 el Cabildo recogió el proyecto de Torriani y solicitó li­cencia para fabricar en los lugares indicados dos cúbelos, capaces para 8 piezas de artillería y 30 soldados cada uno, todo ello a costa de las rentas del almojarifazgo "*. El Consejo de Guerra aprobó el proyecto, por real cédula de 17 de octubre de 1600, pero las obras no se llevaron a cabo por falta de fondos. Luego, los tinerfeños pusieron todas sus es­peranzas en las gestiones del nuevo capitán general Francisco de Benavides, quien era buen conocedor en materia de fortificaciones; pero en aquel momento el Consejo de Guerra había modificado su actitud y no quería emprender otras obras antes de terminar con la fortificación de Las Palmas, considerada como prioritaria después de lo ocurrido en 1599.

 

Mientras tanto, algo se había hecho por el Cabildo, a pesar de la cortedad de sus recursos. No sabemos qué se hizo ni cuándo; pero resulta que desde 1586 había en el Puerto de Caballos un baluarte, o posiblemente varios. Era sin duda una simple plataforma chapucea­da rápidamente, a base de algún paredón de contención hecho con fa­jina y tierra, para poder instalar a toda prisa un par de piezas de arti­llería. En 1618 ya no quedaba nada de aquello y, por ser aquél un momento de emergencia, el gobernador mandó que se hicieran rápi­damente tres baluartes, en el mismo Puerto de Caballos, en la Caleta de Negros y en Paso Alto, para completar con ellos el sistema defensi­vo formado por el castillo y las trincheras. Se había empezado ya a acumular los materiales, se había traído la madera del bosque de Taganana y estaba almacenada al lado del castillo de San Cristóbal, cuando se confirmó que los piratas se habían alejado de las islas. El capitán a guerra propuso vender la madera para hacer con el dinero, y con más tiempo por delante, un buen cúbelo de argamasa en la Caleta de Ne­gros, «que es la parte más peligrosa y de donde con el dicho puerto se puede anparar y defender la dicha caleta y el Puerto de Caballos». Hu­bo largas discusiones en el Cabildo, y finalmente se acordó vender la madera y, en lo demás, aguardar hasta saber cuáles eran las intenciones de Su Majestad. Pero la Corte tardó en tomar una determinación y la madera no hallaba comprador: al fin y al cabo se le dio un empleo, ha­ciendo con ella un cuarto en el castillo, para depósito de municiones. No es que faltaba el interés para las fortificaciones. Pero el Cabil­do actuaba democráticamente y tomaba sus decisiones por mayoría de votos. Este sistema vale poco, cuando los votantes están aquejados de dudas contradictorias y buscan por todas partes la verdad, sin lograr dar con ella. La sesión particularmente larga que se dedicó al proble­ma del baluarte en la Caleta de Negros no llegó a decidir nada, porque quedaban demasiados misterios insolubles: si convenía actuar sin espe­rar la licencia del rey, o se entendía que esta licencia había sido otorga­da ya en ocasiones anteriores; si se debía pagar con el dinero prometi­do por los vecinos, o con los fondos de propios; si se debía enviar mensajero a Corte, o no; si empezar inmediatamente, o esperar. Apar­te estas dudas, todos estaban de acuerdo que el baluarte era necesario y urgente. Tan necesario, que volvieron a adobar superficialmente lo que quedaba de la plataforma anterior, en 1620, cuando se renovaron las amenazas de los piratas argelinos. Por fin, en 1641 se dio un gran paso hacia adelante, con la construcción del castillo de San Juan, que era el tantas veces prometido baluarte de la Caleta de Negros. El de Paso Al­to tardó en edificarse hasta 1670; pero es verdad que, al igual que el otro, existía ya desde por lo menos 1582, como «fuertecillo» o plataforma y en 1657 aparece como reducto dotado con dos piezas de artillería y con el nombre de Santo Cristo. La fecha de 1670, por lo tanto, no es la de su creación, sino la de su transformación de plataforma en castillo.

El arreglo definitivo o casi definitivo del conjunto de las fortifica­ciones de Santa Cruz fue emprendido por el capitán general don Alonso Dávila y Guzmán, a partir de 1656 y bajo la presión de las amenazas in­glesas. Como siempre, lo más laborioso no fue la obra en sí, sino la bús­queda y la reunión de los caudales que debían permitirla. Al principio se había calculado el gasto en unos mil ducados, que eran muy poco, pero bastante más de lo que tenía el Cabildo. Fueron precisamente los ingle­ses los que proporcionaron los fondos, a base de los caudales que se les habían embargado en las islas con ocasión de la guerra, previos anuencia del capitán general y compromiso del Cabildo de restituir aquel dinero a las arcas reales, aunque fuese pagándolo los regidores de sus propios bie­nes. Pero aquel sacrificio eventual era apenas una punzada en el dedo meñique. Pronto hubo que imaginar otros arbitrios: multas a los artesanos y plebeyos que andaban vestidos de seda, o encautación del dinero que co­braban los mercaderes genoveses por pago de las mercancías importadas, a cambio de una compensación en frutos de la tierra y pago diferido de los mismos a sus productores. Todos los remedios que se proponían eran malos o insuficientes. Últimamente fueron otra vez los ingleses los que sa­caron al Cabildo de sus apuros. Del fondo de bienes enemigos embarga­dos se acordó sacar 6.000 ducados más, con reintegro garantizado perso­nalmente por siete regidores, los otros siete actuando como fiadores.

Los 7.000 ducados allegados de esta manera duraron hasta princi­pios de junio. Pero por lo menos los regidores tenían ahora la satisfac­ción de poder hablar de sus «castillos y redutos» que protegían el tráfico del puerto principal. También tuvieron otra satisfacción, todavía mayor, de una carta del rey, que les hacía merced por seis años del arbitrio del donativo, para terminar las fortificaciones empezadas. A partir de en­tonces se pudo trabajar más alegre y desahogadamente. Pero he aquí que, cuando las obras estaban casi terminadas, se descubrió la presencia de una quinta columna enemiga, la de los pobres del interior, que roban todo cuanto se puede robar. Debido a ellos y a la facilidad del acceso a la plataforma desde el interior, no es posible terminar nada: «No solamen­te en los encabalgamentos hay detrimento, por faltarles y averies quita­do algunos pasajeros las tornijas y clavijas, sino tanbién se an llevado las cuñas y espeques y, según esto, mañana romperán las cureñas para alumbrarse, por ser de tea, de que la jeme pobre se bale; y asimismo en dichos castillos ban quitando el encalado por ensima y algunas piedras y las trincheras por el consiguiente las ban derribando». Es preciso, por lo tanto, aumentar los costos, añadiendo unos gastos de vigilancia en los que no se había pensado. Hasta entonces, el Cabildo sólo pagaba a dos diputados de fortificaciones, que cuidaban de la ejecución de la obra y de la conservación de los pertrechos y útiles de trabajo.

 

Las obras continuaron en los años siguientes. En 1657 se consi­guió otro préstamo, de 6.000 ducados, sobre las rentas reales. En 1659, el total de los gastos se montaba a más de 16.000 ducados. Pe­ro el resultado justificaba tan importantes sacrificios. Por primera vez, se disponía en Santa Cruz de un sistema de fortificaciones concebido como un conjunto destinado a cooperar. Se componía de una trinchera o parapeto que corría a lo largo de toda la costa y que añadía ahora a su doble y antigua misión la de facilitar la comunicación rápida, al abrigo de los tiros enemigos, entre las fortalezas; de un complejo de tres casti­llos, San Cristóbal en medio, Santo Cristo de Paso Alto al norte y San Juan al sur, cuya artillería cruzada cubría todo el puerto; y de una serie de baterías o reductos intermedios. Estos últimos eran, de norte a sur:

1.   El reducto de San Miguel, en el barranco de Tahodio.

2.El reducto de Candelaria, en el barranco de Almeida.

3. La batería de San Antonio, en la huerta de los Melones.

4. La batería del Calvario, encima de la anterior.

5. Dos baterías en la playa de Roncadores.

6. La batería de San Pedro.

7. La batería de Santo Domingo, pegada al castillo de San Cristóbal.

8.   La batería de la Concepción , encima de la caleta de Blas Díaz.

9. La batería de San Telmo, cerca de la ermita de este nombre.

En el detalle de esta estructura defensiva sólo hay una anticipa­ción, en relación con la situación tal como se daba en 1659; por esta fecha, ya queda dicho que el que llamamos castillo de Paso Alto no era más que una plataforma. La construcción del castillo sólo se acometió más tarde, en 1669 - 1670. La diferencia de tiempo no es significativa, si se tiene en cuenta la acostumbrada lentitud de este tipo de obras; pero no deja de ser importante en este caso. En efecto, por no haber quedado el castillo de Paso Alto incluido en el plan de las obras ejecu­tadas en 1656 - 1659, el Cabildo no se hizo responsable de los costos de su fábrica y de los salarios de su guarnición. Lo consideró siempre como obra que a él no le correspondía administrar y sostener, y casi como un capricho de los capitanes generales. En 1674, cuando el ca­pitán general Balboa Mogrovejo le señala la urgencia de ciertos reparos en Paso Alto, entre ellos el encabalgamiento de las piezas de artillería que estaban tiradas en el suelo en espera de su traslado a la nueva pla­taforma, se le contestó que se haría lo necesario en San Cristóbal y en San Juan, y que lo demás no corría a cargo del Cabildo.

 

Bastante tenía que gastarse el Cabildo con lo que tenía ya a su car­go.

 

Para este efecto, una real cédula de 9 de febrero de 1682 había puesto a su disposición una cuota anual de 2.000 pesos, a tomar del di­nero recaudado por el arbitrio del 1%. Durante los años de guerra este dinero no pudo sacarse, pero volvió a cobrarse por el Cabildo a partir de 1725. Junto con las multas y algunos arbitrios de poca importancia de que disponían los fondos destinados a las fortificaciones, de 1725 a 1736 llegaron a sumar 199.505 reales. El dinero se gastaba en obras y reparos, por mano del hacedor de la gente de guerra y con asistencia del diputado de fortificaciones designados por el Cabildo.

Este dinero no era mucho para las atenciones a que iba destinado, pero suficiente para llamar la atención. Se la llamó al famoso marqués de Valhermoso, quien había llegado como comandante general en 1723 y se había instalado inmediatamente en el castillo de San Cristóbal, echando de él al alcaide cuyo aposento le había agradado, entre otras ra­zones, por el ahorro que le representaba en alquileres. Al Cabildo le cos­tó mucho trabajo sacarlo del castillo —si es que lo sacó, porque la cosa no parece clara—, y le costó todavía más cara su venganza. Esta consis­tió en órdenes de pago abusivos, firmados por el comandante general con pretexto de fortificaciones y, al resistirse el Cabildo a pagarlos, en autos, intimaciones, amenazas, multas, arrestos y todos los demás atro­pellos de que puede disponer un comandante poderoso y desairado. Uno de los sucesores de Valhermoso, el comandante general Bonito quiso aumentar la renta de las fortificaciones, obligando a los pescadores y mercaderes de Santa Cruz a que cediesen el 25% del precio de venta del pescado salado; pero este gravamen abusivo fue desautorizado por el gobierno. Los procedimientos del comandante general López Fernán­dez de Heredia fueron más expeditos: él pagaba los gastos que le parecían oportunos, y luego exigía del Cabildo su reintegro. En cuanto a la ad­ministración central, lo que se le ocurrió últimamente fue ofrecer para gastos de fortificaciones un registro extraordinario a Caracas, en una épo­ca en que ya nadie hablaba de registros. Una solución más radical, pa­ra la administración de las rentas de fortificaciones cuando no para la fi­nanciación de las mismas, fue la creación en 1785 de una Junta de Obras de Fortificación con residencia en Santa Cruz, formada por el veedor, los comandantes de Artillería e Ingenieros, dos regidores y un secretario.

 

En su conjunto, el sistema de fortificaciones que resultó de todos estos avatares estaban bien concebido y organizado. La cortina de fue­go de la artillería situada en las plataformas de los castillos y baluartes constituía una barrera que se consideraba muy difícil de franquear, cuando no insuperable. Persistía, sin embargo, el defecto funda­mental, que no podía culparse a los hombres, sino a la topografía del lugar. Toda la defensa gravitaba alrededor del castillo de San Cristóbal: era buen castillo, pero no había sido posible situarlo en un lugar emi­nente, ni en una posición más adelantada en dirección al mar. La arti­llería del castillo principal podía tender una buena barrera de fuego a cierta distancia, pero dominaba mal la bahía y el puerto y no podía ver por encima de los navios al ancla. Los resultados de esta circuns­tancia se verían en ocasión del ataque de Blake. (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998.t.11: 150 y ss.).

 

Junio de 2012.

 

 * Guayre Adarguma Anez Ram n Yghasen.

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Bibliografía

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