FEMÉRIDES DE LA NACIÓN CANARIA

 

UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

PERÍODO COLONIAL, DÉCADA 1601-1610

CAPÍTULO XXII (X)

Guayre Adarguma *

 

1610 enero 8. Notas en torno al asentamiento colonial europeo en el Valle Sagrado de Aguere ( La Laguna ) después de la invasión y conquista de la isla Chinech (Tenerife).

 

Las fiestas introducidas en la colonia por los europeos.

Este capítulo sólo pretende dar razón, en lo esencial, de los fes­tejos principales que se pueden entresacar de la documentación ofi­cial, así como conocer su evolución y los divertimentos preferidos por los ciudadanos. En suma, cómo aprovechan las diversas conme­moraciones, unas cerradas -perfectamente insertas en un calendario festero que se repite anualmente, y otras abiertas, en cuanto son es­porádicas y se programan al hilo del acontecimiento que se pretende exaltar (un nacimiento regio, una victoria militar, la visita de una personalidad...).

 

Lo religioso y lo profano se funden, a veces lo alegre y lo grave, como no podía ser menos en una época compleja, barroca, de multiaristas, en la que hemos visto cómo las contradicciones ni siquiera eran sentidas como tales, pues eran diferentes caras de un todo único, de una manera de vivir y morir.

 

Las diferencias sociales, la jerarquización estamental, la organiza­ción gremial, el fervor religioso y la pasión popular..., todo está pre­sente a la vez en las celebraciones, puesto que las fiestas, a la par que válvula de escape, son reflejo y espejo social y, en buena medida, utili­zadas como sostén del sistema.

Por ello contribuían, como apunta Bonet Correa, a que el edificio antiguorregimental no sufriese resquebrajaduras amenazadoras de su estabilidad. El regocijo tornaba más soportable la dura condición laboral y la enorme desigualdad social, los vaivenes climatológicos con su secuela de carestía de grano, las epidemias y otras enfermedades que tantas vidas de familiares y amigos segaban... Tampoco podemos olvidar que estas fiestas que estudiamos se desarrollan en un contexto urbano y, para utilizar una expresión de Bennasar, la ciudad del Seis­cientos es fábrica de espectáculo. Será, además, un territorio privile­giado -por el mayor despliegue de medios y por actuar en buena medida como punto de referencia para los lugares de su jurisdicción- para difundir los valores dominantes.

 

Más que un enfoque antropológico, que otros se han encargado ya de iniciarlo -y lo seguirán elaborando mucho mejor que el que suscri­be-, y para el cual además entendemos que faltan más elementos documentales, hemos preferido ceñirnos a seguir, como lo hacían los laguneros de antaño, su ciclo festivo, para a continuación exponer los de carácter extraordinario.

 

Como el contenido esencial de las fiestas suele repetirse, hemos recurrido a explicar las características de algunos espectáculos en la que constituía la fiesta más solemne, el Corpus. No hará falta insistir que falta mucho por saber acerca del ocio de los ciudadanos de enton­ces, completando y contrastando datos con otras fuentes.

 

Acabamos de mencionar el término «ocio», que va más allá de la celebración. Sin duda es aún más difícil penetrar en otras parcelas del mismo. La documentación no suele dar mucha cuenta de cómo utiliza­ba el tiempo la gente en sus horas libres, aunque tampoco es proble­mático imaginarlo, pero justo es reconocer que estamos más ayunos de información para no quedarnos en el mero ejercicio imaginativo o especulativo. No obstante, hemos optado por dedicar algún apartado a ciertos conocidos vicios de la época, como el juego, en el que se les iba buena parte de ese asueto a bastantes laguneros.

Organización concejil y gastos.

Para que las fiestas de Cabildo llegasen a buen término y se cele­brasen conforme a lo establecido, adecuándose al presupuesto y con la calidad que merecían, se diputaba anualmente a dos regidores para ese cometido por el sistema de echar suertes a principios de año entre los concejales residentes en la capital5. Como esta delegación no era de las más apreciadas por los regidores, existía el acuerdo de exonerar del sorteo a los que hubiesen ejercido la diputación el año precedente.

Con todo, paulatinamente los ediles comienzan a escurrir el bulto y a inventarse todo tipo de excusas para eludir su participación en la orga­nización de las fiestas, burlando la tanda de tumos (desde el regidor decano hasta el más moderno) que había sustituido a las suertes. Los más antiguos pretendían descargar su responsabilidad en los más re­cientes, y las fiestas habían entrado en una cierta decadencia, situación que denuncia en 1636 el regidor Francisco de Valcárcel ante la R. Au­diencia, que ordena la continuidad del sistema de turnos y una san­ción de 10.000 mrs. para los desobedientes. A partir de 1652 la fiesta de la Candelaria seguirá el mismo sistema de turnos que las tres gran­des fiestas municipales (Corpus, S. Juan Bautista, S. Cristóbal), de manera que los diputados de éstas también se encargarían de aquélla, según determinó una provisión de la R. Audiencia a instancias de d. Tomás Perera de Castro.

No cabe duda de que la preparación de las celebraciones exigía bastante dedicación a los diputados, que debían seleccionar obras elencos teatrales, asistir a alguno de sus ensayos, cuidar de la conser­vación y reparación de los objetos que debían ser utilizados cada año y que guardaba la corporación, contratar servicios pirotécnicos, concer­tarse con los carpinteros para que fabricasen tablados y talanqueras, presionar a los gremios para que participasen, pelearse con el mayor­domo y sus compañeros de corporación para que librasen cantidades para esas celebraciones o incrementasen la cantidad asignada... Y co­rrían el riesgo de que no saliesen bien las cosas y se les achacase exclusivamente a ellos, cuando cada vez eran mayores los apuros finan­cieros, por lo que durante gran parte del siglo XVII los diputados adver­tirán una y otra vez en las sesiones capitulares que peligraba determi­nada fiesta por falta de fondos. En el transcurso de los actos festivos, debían estar atentos a cualquier imprevisto, a que no se respetase es­trictamente el lugar que debía ocuparse en una tribuna, a que el obispo no estuviese de acuerdo con determinada preeminencia o costumbre, a que algún suspicaz miembro del Sto. Oficio no advirtiese heterodoxia en un espectáculo teatral...

 

Desde el punto de vista institucional, pero también desde el so­cial, el protocolo era esencial, y el primero en exigirlo era el propio Ayuntamiento, que reclamaba un lugar de honor en las celebraciones. En las desarrolladas en los clásicos recintos festeros, como la plaza Mayor, lo tenía asegurado al tratarse de un lugar cívico, además «pre­sidido» por las Casas Consistoriales. A lo largo del capítulo compro­baremos algunas disposiciones de esa naturaleza. Pero conviene añadir que la presencia casi continua de los capitanes generales en la ciudad durante la segunda mitad del Seiscientos concederá a éstos no sólo un trato de prelación, sino que incluso intervendrán en lugar de la corpo­ración cuando se planteen pequeños roces y titubeos acerca de las for­malidades. Sin duda, todo un símbolo de las interferencias y vejacio­nes que sufrió la autoridad municipal en esas décadas. Por ejemplo, con motivo de las fiestas por el nacimiento del Príncipe en 1660, sur­gen problemas protocolarios y ornamentales acerca de la disposición que debía observarse en los balcones y corredores del Consistorio, así como sobre el tablado levantado para la conmemoración. El general zanjó la cuestión: como le pareció que la ramada que se había hecho para la comedias delante de los corredores impedía una adecuada con­templación de los festejos de la plaza, y además el tablado no reunía la decencia necesaria, ordena que se haga uno nuevo, más grande, y se fijen en él los cañones y hachas que debían autorizar el acto, recomen­dando la colocación de colgaduras''. Naturalmente, las sugerencias del general eran órdenes para los temerosos regidores.

También pretendía el Cabildo que en los actos religiosos, cuando participaba oficialmente en forma de ciudad, se le dispensase un trato preferencial como representación de la ciudad e isla, y cuidaba el de coro y lucidez de los elementos que utilizaba. Por ello, en 1657 se trata en sesión una cuestión que era importante para una sociedad de apa­riencias como la antiguorregimental, y es que la corporación carecía de alfombras para cubrir los bancos que le correspondían en las igle­sias, y hasta hubo ocasiones en que no las halló ni prestadas. Como no era de recibo esta situación, que no estaba a tono con la autoridad con­cejil, se encargan en Sevilla alfombras de terciopelo carmesí.

 

Conoceremos algunos momentos de tensión entre autoridades cí­vicas y eclesiásticas, aunque no hay que exagerar su importancia. En tantos años y con tantos festejos y ocasiones de confrontación, entra dentro de lo normal en una época en la que bastaba el más nimio deta­lle ceremonial para levantar una polvareda entre poderes. A veces la di­sensión se reduce a que el clero debe aguardar más de la cuenta por el Ayuntamiento para entrar en la iglesia a celebrar la función, como ten­dremos ocasión de comprobar. Si se trataba de algo esporádico, se ol­vidaba. Otra cuestión era cuando los hechos se repetían, hasta el punto de que la Real Audiencia reconviene al Cabildo para que acuda con puntualidad, a solicitud del regidor d. Francisco Jacinto de León, que denunciaba el improcedente retraso, tanto en las fiestas de tabla como en las rogativas. Normalmente la culpa era del corregidor o su tenien­te, que asimismo tenían esperando a los regidores y maceros. La con­secuencia era el considerable retraso en la ceremonia, por cuyo motivo a veces se entraba en vísperas a las 5 de la tarde y se salía de misa des­pués de las 12, cuando no empezaba el clero antes de la solemne llega­da del poder civil.

Como se apreciará en las páginas que siguen, las celebraciones a cargo del Ayuntamiento, unas votivas y otras simplemente presupues­tadas en parte, van en incremento de un modo constante, sobre todo a partir de las dos últimas décadas del s. XVI, pues en un principio las fiestas principales de la ciudad (dejando a un lado la de la Candelaria , en la que participa la corporación pero no la organiza), son el Corpus Cristi, S. Juan y San Cristóbal. Es verdad que la corporación y la vecindad convienen con el tiempo su propia selección. Hay santos y pa­tronos específicos, salidos de suertes para combatir un infortunio, cuya devoción y recuerdo no llegan a calar, hasta el punto de que al Ayunta­miento se le pasa por alto la festividad. Tal es, por ejemplo, la fiesta de S. Bernabé, al que se dedicaba una procesión por su día en la ermita de S. Benito, igual que a S. Plácido. Para que estas omisiones no se re­produjeran, se decide en 1638 encargar una tabla mediana, que se co­locaba en la sala de sesiones, en la que figuraba la memoria de las fiestas de los tres santos citados, cuya celebración estaba a cargo de los correspondientes diputados de los meses.

 

A mediados del siglo XVII, la asfixiada corporación solicita licen­cia real para aumentar los gastos. Globalmente, se pedía elevar hasta 600 ducs. la cantidad destinada para tres de las fiestas más antiguas (Corpus, S. Juan, S. Cristóbal), pues sólo había facultad para 350 ducs., y asimismo se pretendía subir desde 160 hasta 200 ducs. la asig­nación a la fiesta de la Candelaria , argumentado la gran distancia al santuario de la imagen y el consiguiente gasto de esta celebración. En otro bloque se incluyen las conmemoraciones del arcángel S. Miguel, la de S. Plácido y la más reciente de S. Juan Evangelista, al que se le atribuía una decisiva intercesión para librar a la isla de la peste que asolaba otras latitudes; en conjunto, se quería gastar en esta tríada fes­tiva 150 ducs. Si ya de por sí el total de la suma era considerable (950 ducs), lo que callaba el Ayuntamiento era que participaba en la fi­nanciación de otras fiestas, unas periódicas y otras extraordinarias, y que además colaboraba en otros gastos religiosos. Lo peor, sin embar­go, es que se excedía en lo tolerado por la Corona , que por supuesto nunca atendía en su totalidad a las demandas municipales. Pero esto formaba parte de la estrategia de los peticionarios —de los de cual­quier época—, que siempre reivindican lo imposible a sabiendas de que el poder central jamás concederá el montante suplicado.

 

Durante buena parte del s. XVII, el Ayuntamiento dependerá de los frecuentes embargos que pesaban de continuo sobre su hacienda para atender a los gastos festivos. A veces se sale del apuro con urgencia y recogiendo el primer tercio de algunas rentas, como las de la montara­cía, jabón o peguerías, para levantar así las requisas.

Quizá en alguna ocasión haya impresionado la crítica que los ilus­trados dieciochescos formulaban contra los gastos presupuestados —y frecuentemente excedidos por el Cabildo— en las fiestas de la capital. Pero un acercamiento al tema permite asegurar que no carecían de razón, y que incluso en la propia época que estudiamos llegó a parecer enorme este dispendio, pero por razones ideológicas no se remedió lo que, a vista de cualquier mayordomo de la institución o de un funciona­rio regio, se veía como desmesurado. No debemos olvidar que el Ayun­tamiento, por un lado, entiende no sólo como una competencia, sino como un deber ineludible, la organización de festejos y que, análisis sociopolíticos aparte, le movían razones puramente religiosas. No en vano se proclama como lema en las ordenanzas: Pues mediante la gra­cia y misericordia divina nos sostenemos, y a Dios todopoderoso y a su bendita madre, Nuestra Señora, y a sus sánelos en todas nuestras nece­sidades llamamos, muí gran rragón es que dellos primero, y principal­mente, invoquemos, sirvamos, veneremos y hagamos sacrificio.

 

Como antes se señalaba, además de las fiestas principales del mu­nicipio había otras, en principio de carácter eminentemente religioso, en cuanto no incorporaban regocijos profanos, pagados por la corpora­ción. El costo de tales festividades suele presupuestarse en bloque. pues los gastos individuales de cada una de ellas estaban alejados de las demás. Tomemos como ejemplo el año 1594, en el que el rey da li­cencia para gastar 20.000 mrs. anuales durante 6 años para atender las siguientes celebraciones: las procesiones y actos religiosos que te­nían lugar en las ermitas de S. Benito y S. Bernabé —desde el 1 de mayo hasta el 1 de junio, día de S. Bernabé—, como patronos especia­les para conjurar las plagas de alhorra y langosta que destruían los panes, sobre todo en Los Rodeos; la procesión a S. Roque como abo­gado contra la peste, para lo que en otros años se había utilizado la renta de una suerte de 8 fas. de tierra; las 9 misas de Ntra. Sra. que se decían por los temporales y la salud; y la cera gastada cuando se sacaba en procesión al Cristo en épocas críticas. Pocos años más tarde, en 1609, la corporación admitirá un aumento de 30 ducs. en sus 3 fiestas más clásicas, atendiendo a que los gastos superaban ampliamente los permitido por la monarquía.

De igual modo que en otros capítulos de gastos, las buenas inten­ciones de introducir recortes en este tipo de dispendios se vinieron pronto abajo, como ocurrió con el ya conocido intento de ajuste de 1625, pues un año después se decidía gastar 400 rs. en fiestas, y en mayo de 1627 se incrementaba el presupuesto en 50 ducs. amparándo­se en que ese año se celebraba el voto de la Concepción junto con el Corpus20. Nuevamente se intenta el ahorro en 1638 con motivo de las reformaciones del oidor Escudero. Al revisar el magistrado las cuentas de propios, advierte las demasías festivas en comidas, regalos y de­sembolsos superfluos, lo que contradecía abiertamente las cédulas rea­les que fijaban el coste máximo de tales eventos. Ordena entonces Es­cudero que los diputados de fiestas diesen cuenta del presupuesto pro­yectado al mayordomo y éste a su vez al Cabildo, penándose con 100 ducs. la superación del gasto autorizado.

Las medidas del oidor Escudero no implicaron ninguna modera­ción, ni sirvió de mucho el desviar la responsabilidad, que era colecti­va, hacia los mayordomos, a los que se pretende no considerar en su descargo los excesos, aun exhibiendo libranzas de los diputados. La posición capitular, más que ambigua, es aparentemente contradictoria. Amaga en bastantes sesiones el actuar contra diputados y mayordo­mos, pero las más de las veces la impresión global es que su preocupa­ción por las finanzas festivas era teatral, ya que carecía de sentido re­prochar unos regidores a otros lo que ellos mismos iban a hacer el año siguiente, más si tenemos en cuenta que continuamente se está solici­tando a la Corte un impresionante incremento de esos gastos o la per­petuación de los mismos. Por ejemplo, en 1640 se pretende que la Co ­rona faculte aumentar casi tres veces la asignación de la fiesta de la Candelaria (desde 1.760 rs. hasta 5.000), así como otro incremento para el Corpus, S. Cristóbal y S. Juan Bautista, desde 3.850 rs. hasta 6.000. La respuesta regia es negativa, a pesar de que se pidan infor­mes. En 1659 se impetrará infructuosamente la perpetuación de 75 ducs. para una serie de fiestas como S. Plácido, y las novedosas —por ser realmente de nueva incorporación o de reciente financiación municipal— de S. Juan Evangelista y del Cristo.

 

Los excesos de los diputados, en el fondo tolerados por el Ayun­tamiento, máximo competente y garante de su hacienda, pues de otra manera no se hubieran arriesgado aquéllos, se convirtieron en algo crónico y en uno de los elementos distorsionadotes de la buena ges­tión de los dineros. En 1648 se gastaron 6.970 rs., y la facultad real era de 3.850 rs., de modo que el excedente resultó ser de 3.120 rs5. En 1673, aún sin acabar el año, se habían consumido en festejos 593 rs. más de los tolerados por la Corona. Pero los debates no logran paliar la sangría económica, pues apenas un año más tarde, el infor­me sobre esos gastos es muy elocuente: de un total de 10.282 rs. uti­lizados, 2.197 lo habían sido sin licencia. El problema era que inclu­so los regidores partidarios de propinar un escarmiento al mayordo­mo, a quien se había advertido que no debía permitir déficit, reco­nocen que era imposible atender las fiestas con las cantidades en su día consentidas, pues habían subido los costos, y en el caso de no pa­garse a los comediantes, era preciso regalarles, de manera que de una u otra forma se producía exceso, particularmente en la celebración del Corpus.

 

Se comprenderá ahora que el Ayuntamiento pasó verdaderos apu­ros para sacar adelante algunos festejos, y los mayordomos tenían que hacer malabarismos para acudir a pequeñas libranzas, detrayendo de diversas rentas cuyo destino era muy diferente. En abril de 1613, como no es suficiente el tercio de las rentas que se abona en esas fe­chas, hay que echar mano de trigo embargado en junio de 1642, se toman prestados 1.400 rs. del donativo. Los embargos que atenazan la hacienda concejil se convierten en un quebradero de cabeza: en abril de 1650 se solicita de un oidor de la R. Audiencia que levante la retención de la renta del jabón —con la que se atendía las celebraciones del Corpus, S. Juan y S. Cristóbal— para poder hacer esas fiestas.” (Miguel Rodríguez Yánez. La Laguna 500 años de historia La Laguna durante el Antiguo  Régimen desde su fundación hasta el siglo XVII. Tomo I. Volumen II.: 971. y ss.)

 

1610 febrero 1. Templos y prelados católicos en la colonia de Canarias según el criollo clérigo e historiador José de Viera y Clavijo.

 

Fundación del convento de Los Realejos

 

Siguiose el convento de los Realejos, que es el decimotercio, de cuya fundación se había tratado desde el año de 1601, pues hay una escri­tura en que los curas beneficiados de ambas pa­rroquias se convenían en que se estableciesen los franciscanos en la ermita de Santa Lucía, que es­taba entre los dos lugares, con tal que no fuesen menos de cuatro sacerdotes y dos legos. Avivóse este pensamiento nueve años después; y para ello se presentó memorial al doctor Gaspar Rodríguez del Castillo, vicario general de la diócesis, pre­tendiendo que los religiosos fuesen precisamente recoletos, pues de esta clase no se había fundado hasta entonces ningún convento en nuestras islas. El provisor concedió, con efecto, su licencia en La Orotava a 26 de enero de 1610; y en 1 de febrero del mismo año se dio posesión de la er­mita al capitán Gaspar Martín de Alzóla, síndico nombrado por el provincial fray Salvador Perdomo, a cuyo acto concurrieron los principales vecinos de Los Realejos, con general contento. Es su comunidad de 20 individuos.” (José de Viera y Clavijo, 1982, T. 2: 344 y ss.)

1610 febrero 25. El vicario de la orden dominica del provi­sor del obispado, residente en La Laguna , la autorización de fundar un convento de su orden en Santa Cruz; además, como en el lugar se pa­decía de una falta de operarios de todos conocida, que hacía difícil y costosa una construcción de nueva planta, pedía que se les concediese la ermita de la Consolación.

Los conventos católicos en Santa Cruz de Añazu

La transformación de las ermitas en iglesias parroquiales, exigida por la multiplicación de los feligreses, es un fenómeno corriente. Dos de las ermitas santacruceras obtuvieron una promoción diferente, pa­sando de capillas a conventos. La primera de ellas es la que les cupo a los frailes de Santo Domingo.

 

Los predicadores tenían ya su convento en La Laguna. Pero , como los frailes viajaban mucho, por sus pleitos, sus limosnas o sus devocio­nes, era normal que buscasen arreglos para tener un hospedaje transito­rio o lo que se llamaba un hospicio o casa de apeo en el puerto. Tam­bién existieron casas de esta clase, de ellos o de otras órdenes religiosas, en el Puerto de la Cruz y en Garachico. En cuanto a Santa Cruz, pare­ce que se les había dado la posibilidad de pernoctar en la ermita de la Consolación o en alguna dependencia de la misma. Lo cierto es que el obispo Francisco Martínez de Ceniceros, en una visita pastoral cuya fe­cha desconocemos, pero que se sitúa entre 1601 y 1607, mandaba «que en la ermita de la Consolación no pueda vivir ni viva ningún religioso de ninguna orden, así en los aposentos de afuera como en los de aden­tro, y que no viva más que el ermitaño» y encargaba la ejecución de es­te mandato al beneficiado del lugar, recalcando que «aquellos aposen­tos suelen ser para los que vienen allí a visitar o a novenas».

Si se prohíbe a los frailes que vivan en la ermita, es que había al­guno que lo hacía. Ellos consideraban que se trataba de visitas, como las que se acostumbraban y que el mismo obispo consideraba como le­gítimas y autorizadas; sólo que la visita se hacía demasiado larga y em­pezaba a tener visos de ocupación. La táctica se entiende, si se tiene en cuenta que Santa Cruz era casi la única población de cierta importan­cia de la isla, que hasta entonces se había quedado al margen de los beneficios de una fundación de religiosos regulares. Al no dar resultado el establecimiento pacífica y tácitamente consentido, los frailes pa­saron a otros procedimientos más regulares.

 

En 25 de febrero de 1610 el vicario de la orden solicitó del provi­sor del obispado, residente en La Laguna , la autorización de fundar un convento de su orden en Santa Cruz; además, como en el lugar se pa­decía de una falta de operarios de todos conocida, que hacía difícil y costosa una construcción de nueva planta, pedía que se les concediese la ermita de la Consolación. El provisor abrió la información que se acostumbraba hacer en tales casos, y el 27 de febrero consultó a varios vecinos de Santa Cruz. Los testigos, que habían sido indicados por los frailes, opinaron todos que la fundación de un convento era una cosa santa y de gran provecho para las almas de los vecinos. Al darse mayor publicidad a los procedimientos seguidos, el 2 de marzo se recibió una oposición y protesto en forma de tres vecinos del lugar, uno de ellos el bachiller Mateo de Armas, que expusieron en nueve razones por qué no se debía permitirse la fundación de los dominicos. Se reducían es­tas razones a que el lugar era tan pobre, que no podía siquiera atender las necesidades más urgentes de la parroquia. Las demás explicaciones sobraban: los vecinos eran pocos; el cura y el capellán no tenían mu­cho que hacer; el beneficiado había opinado que un convento sería buena cosa, pero era porque estaba enfadado con sus feligreses, quería marcharse a La Laguna y había prometido dejar tras sí una plaga de frailes. Además, los pozos donde iban las mujeres a sacar el agua esta­ban cerca del lugar en que se pretendía fundar, y esta proximidad no parecía cosa tan santa como lo demás.

 

Tales reparos eran pintorescos, pero jurídicamente insuficientes. El provisor acabó concediendo la licencia que se le pedía; tanto más que, en el entretiempo, los frailes habían hallado ya un arrimo mejor. Los más ricos vecinos de Santa Cruz y quizá de la isla, los dos herma­nos Luís y Andrés Lorenzo, regidores, habían aceptado el patronato de la futura fundación dominica y se obligaban a fabricar el convento con su iglesia y capilla mayor, dotándola con 35 ducados de renta per­petua, a cambio de la promesa de los frailes de recordarlos en todas sus misas solemnes. Este compromiso se firmó en La Laguna , el 24 de marzo de 1610, por presencia del notario Tomás de Palenazuela.

Al principio, los frailes, tuvieron que conformarse con los aposen­tos mediocres e insuficientes de la ermita. Se volvió a componer el altar mayor, que estaba ya terminado hacia 1620. Se habilitaron con las li­mosnas algunas celdas más. No había grandes problemas, porque los frailes eran todavía pocos cuando no cabían, los que sobraban iban a buscar refugio en otros conventos de la orden. Sin prisa, el convento se iba ensanchando; en 1660, tuvieron que pedir los frailes un solar, que les dio el Cabildo, porque ya se hallaban al estrecho. Al principio del siglo XVIII el convento estaba terminado; pero aquella obra, hecha a base de reparos, remiendos y ensanches progresivos, no había dado grandes resultados; «y, aunque estaba acabado, viendo que era muy cor­to, de obra antigua y de muy poca comodidad, se desbarató desde los simientos y se ha hecho todo de nuevo, como está».

 

En aquella época, en efecto, el convento conocía una época de prosperidad. Su riqueza consistía, además de las acostumbradas man­das y capellanías, en 33 casas en Santa Cruz, 43 fanegas de tierra en el pago del Perú, dos fanegas y media en El Peñón, 6 fanegas de viña en Tegueste y dos en Geneto, diez fanegas de viña e higueras en El Guaite y probablemente algunas fincas más. Tenía regular biblioteca. En 1789 contaba con 19 religiosos in sacris y 4 conversos; después, su número fue bajando, de modo que en los primeros años del siglo si­guiente sólo quedaban 8 frailes sacerdotes y dos legos.

 

Al desaparecer el convento con su iglesia, sin que nadie se haya tomado la molestia de describirlo, ignoramos cuál era su disposición interior.

Por las imágenes que de él se han conservado, su aspecto exterior carecía de monumentalidad; pero éste es el caso de todos los con­ventos de Tenerife, y de Canarias en general. En cuanto a la iglesia, se dispone de alguna documentación referente a sus capillas, pero no re­sulta fácil ubicarlas convenientemente en su interior. AJ no poderlas describir según su orden topográfico, que de todos modos carecería de significación para nosotros, es preciso esbozar lo que sabemos de su historia, según la cronología de su fundación.

 

La capilla mayor, terminada antes de 1620, se había vuelto a ha­cer a mediados del siglo XVII, por los canteros Juan Liscano y Juan González '" y, según todas las probabilidades, se fabricó por tercera vez en ocasión de la nueva fábrica del siglo XVIII. Tenía un retablo dorado del siglo XVII, que se conserva ahora en la capilla del Carmen de la iglesia de San Francisco. En uno de sus nichos se conservaba la talla de Nuestra Señora de la Consolación , imagen de la vieja ermita del puer­to, y otra del fundador de la orden, Santo Domingo de Guzmán. En el siglo XVIII la imagen antigua de la Consolación fue sustituida por los frailes por otra imagen nueva y mayor. El cambio se había verificado hacia 1730. «Luego que mudaron de imagen, cessaron los milagros. De algunos ay noticia que por tradición ha venido hasta estos tiempos, y es cierto que son muy particulares y de grande ponderación, y éstos no se continuaron por aver faltado el culto de la imagen». Los frailes inten­taron corregir su error y dejaron al culto las dos imágenes, colocando a la antigua en otro lugar; pero aun así, la devoción popular seguía sin­tiéndose defraudada.

La capilla de San Luís Beltrán era probablemente contemporá­nea del altar mayor. Era fundación de Francisco Rodríguez, piloto de Indias y vecino de La Palma, quien la vendió en 1629 al capitán Antonio Díaz de Vares, piloto como él, por haberse ido a vivir a su isla natal. Otro piloto, el capitán Domingo Díaz Virtudes, había fundado en 1662 la capilla de Nuestra Señora de Regla, en cuyo fa­vor dejó buenas rentas por su testamento.

 

El altar de Jesús Nazareno pertenecía a la cofradía del mismo nombre. Su retablo, terminado antes de 1666, fue costeado por Ama­dor González, vecino de Santa Cruz y mareante interesado en el tráfi­co de Indias. Este altar no ocupaba una capilla propia, sino que se ha­bía permitido su colocación en la capilla del Rosario. Al desbaratarse la iglesia del convento, el retablo y su imagen titular pararon en la iglesia parroquial de la Concepción.

 

La capilla del Rosario, propiedad de la hermandad del mismo nombre, debe haber sido fabricada a mediados del siglo XVII. La her­mandad era la más rica y más importante del convento; su libro de constituciones, que se había perdido, fue vuelto a componer en 1721 por el hermano mayor, capitán Patricio Leal. Todos sus demás papeles del siglo XVII se han perdido; su libro de cuentas empieza solamente en 1717 y su libro de actas en 1724. Entre las demás obligaciones de la hermandad figuraba la de sacar en procesión las imágenes del Cristo Predicador y de la Magdalena ; y como no se podía sacar ninguna pro­cesión a la calle sin licencia del ordinario, la consiguió en 8 de marzo de 1682. También sacaba el Miércoles Santo a María Santísima; y el Viernes Santo llevaba comida de limosna a los pobres presos en el cas­tillo y en la cárcel real y después repartía las sobras en la puerta del convento. Salía a acompañar los entierros con su estandarte: contra es­te uso le puso pleito el beneficiado del lugar, en 1681.

El 1701, el prior del convento, fray Juan de Salas y Silva, conce­dió para el entierro de los cofrades cuatro sepulturas en la iglesia, con isla natal. Otro piloto, el capitán Domingo Díaz Virtudes, había fundado en 1662 la capilla de Nuestra Señora de Regla, en cuyo fa­vor dejó buenas rentas por su testamento.

 

El altar de Jesús Nazareno pertenecía a la cofradía del mismo nombre. Su retablo, terminado antes de 1666, fue costeado por Ama­dor González, vecino de Santa Cruz y mareante interesado en el tráfi­co de Indias. Este altar no ocupaba una capilla propia, sino que se ha­bía permitido su colocación en la capilla del Rosario. Al desbaratarse la iglesia del convento, el retablo y su imagen titular pararon en la iglesia parroquial de la Concepción.

 

La capilla del Rosario, propiedad de la hermandad del mismo nombre, debe haber sido fabricada a mediados del siglo XVII. La her­mandad era la más rica y más importante del convento; su libro de constituciones, que se había perdido, fue vuelto a componer en 1721 por el hermano mayor, capitán Patricio Leal. Todos sus demás papeles del siglo XVII se han perdido; su libro de cuentas empieza solamente en 1717 y su libro de actas en 1724. Entre las demás obligaciones de la hermandad figuraba la de sacar en procesión las imágenes del Cristo Predicador y de la Magdalena ; y como no se podía sacar ninguna pro­cesión a la calle sin licencia del ordinario, la consiguió en 8 de marzo de 1682. También sacaba el Miércoles Santo a María Santísima; y el Viernes Santo llevaba comida de limosna a los pobres presos en el cas­tillo y en la cárcel real y después repartía las sobras en la puerta del convento. Salía a acompañar los entierros con su estandarte: contra es­te uso le puso pleito el beneficiado del lugar, en 1681.

El 1701, el prior del convento, fray Juan de Salas y Silva, conce­dió para el entierro de los cofrades cuatro sepulturas en la iglesia, con la condición de fabricar un arco y dos puertas, que costaron a la her­mandad 600 reales. Además, tenían en la iglesia otra capilla dedicada a la invocación de Cristo Predicador. Tenían buenas alhajas, entre ellas seis candeleros que pesaban 80 onzas de plata, un trono donado por Nicolás Final y del que sólo la plata había costado 800 pesos. Para la fiesta del Jueves Santo, el hermano mayor Roberto de La Hanty había dado en 1750 una urna vestida de plata, hecha en La Laguna por el platero Pedro Bautista; en 1775 «la hurtó en la mayor parte el maestro platero Pedro Peníche, a quien se le había entregado para blanquearla y componerla» y su arreglo había costado 1.308 reales. En 1792, por decreto del provincial de la orden, se mandó que el prior y convento no saquen las alhajas de la hermandad sin acuerdo de ésta. Poco antes, en 1789, se había formado una confraternidad con las demás herman­dades del Rosario existentes en la isla, principalmente en La Laguna , La Orotava y Güímar.

 

Desde 1730, cuando menos, el convento sacaba a la calle la procesión del Santísimo Nombre de Jesús, que había sido autoriza­da por una bula papal de aquella fecha. Alrededor de esta fiesta se organizó poco después una hermandad del mismo nombre, cuyas constituciones, formadas en 24 de enero de 1746, fueron aprobadas por el obispo fray Valentín Moran en 17 de marzo de 1756. Había sido fundada por 16 vecinos del lugar. No tuvo capilla propia; en 1770, Diego Cabrera Calderón les ponía a disposición una capilla que él acababa de fabricar en el claustro, inmediata a la portería del convento; en 1800 se reunían los hermanos en la capilla de Jesús Nazareno.

Hubo también en la iglesia una capilla de San Jacinto, comprada en 1723 por el capitán de artillería Teodoro Garcés de Salazar, vecino de La Laguna. El nuevo patrono convino en 1734 con los artilleros de Santa Cruz para poner en aquella capilla una imagen de Santa Bárba­ra, patraña de su arma, con la obligación de costear su fiesta y sin ce­der él nada del patronato. Otras capillas de que se tiene noticia son las de San Antonio de Padua y San Francisco Javier, esta última situada al lado de la del Rosario. En el claustro había varias capillas; además de la ya mencionada, se sabe de la que fundó en 1730, debajo de la media naranja de la escalera principal costeada por él, el capitán Se­bastián Patricio Leal, poniendo en ella sepultura y altar con el cuadro de la genealogía de Santo Domingo de Guzmán.

 

Él segundo convento que se erigió en Santa Cruz fue el de la or­den de San Francisco. Había empezado como el primero, por medio de una instalación tácita, sin fundación ni más requisitos o licencia, en la ermita de San Telmo. En 1650 se habla incluso de un padre Andrés Márquez, vicario in capite del convento de San Telmo, anticipando so­bre una fundación que en realidad no se llevó a cabo. Como en el caso de la ocupación de la ermita de Regla, hubo protesta del beneficiado, seguida por pleito en el Consejo de Castilla, que mandó la expulsión de los frailes por su auto de 25 de junio de 1650. Los frailes apelaron, protestaron, representaron, y fueron precisos dos autos más, en 13 de septiembre y 12 de noviembre de 1651, para poderlos obligar a aban­donar la ermita.

 

Como los dominicos, tuvieron suerte, pero en otra ermita dife­rente. Empezaron esta vez por donde debían empezar, pidiendo al Consejo la licencia de fundar. Por real cédula de 21 de febrero de 1676 se cometió a la Audiencia de Las Palmas la información sobre lo solici­tado, que se hizo en Santa Cruz, el 14 de mayo de 1676. Los frailes presentaron testigos a su favor; la iglesia negó el interés y la posibilidad de subsistir del segundo convento, haciendo información de su propia pobreza y presentando inventario de las míseras alhajas de su sacristía. Pero debió de considerarse que dos conventos no eran demasiados para un lugar de más de 500 vecinos, porque por real cédula de 22 de sep­tiembre de 1676 se autorizó la fundación de los franciscanos. Todo aquello se había conseguido con una rapidez que parece indicar que la orden tenía buenos valedores en la Corte.

 

Seguidamente se instalaron los frailes en la ermita de la Soledad , que les cedió su fundador, Tomás de Castro Ayala, por escritura entre partes, firmada el 25 de abril de 1677. La donación se componía de tres sitios de 150 pies de largo cada uno, por encima de la iglesia pro­piamente dicha, y el edificio de la ermita con su retablo puesto, un Ecce Homo, una imagen de la Soledad y varios ornamentos del culto; además de 2.000 quintales de piedra de cal y una puerta de cantería, obligándose también el donante a fabricar por su cuenta la capilla ma­yor, a cambio del reconocimiento de su patronato con los derechos que de él se derivaban. Al día siguiente, 26 de abril, se entregó la ermi­ta al síndico del nuevo convento, y con la misma rapidez pasaron a instalarse los frailes.

No fue tan rápida la edificación de la capilla ma­yor, porque el patrono, por razones que ignoramos, no cumplió con aquella obligación. Tomás de Castro Ayala falleció dejando el patrona­to incluido en el mayorazgo que había fundado en favor de su hija, Bárbara Ángela Carrasco y Ayala, casada con su primo, Sanmartín Ca­rrasco, por escritura fundacional que había otorgado en 1.° de sep­tiembre de 1682, ante Mateo de Heredia; pero el nuevo patrono no parece haberse mostrado más activo que el primero.

 

Febrero de 2012.

 

* Guayre Adarguma Anez Ram n Yghasen.

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Bibliografía

     

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