FEMÉRIDES DE LA NACIÓN CANARIA

 

UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

PERÍODO COLONIAL, DÉCADA 1601-1610

CAPÍTULO XXII (VIII)

Guayre Adarguma *

1610. Don Cristóbal Salazar de Frías, aunque oriundo de Burgos, había nacido en Portugal por hallarse allí residiendo su padre, don Ventura de Salazar y Frías, agente activísimo en favor de los derechos de Felipe II al trono portugués.

 

Don Cristóbal había servido en Flandes, avecindándose en la isla de Tenerife, donde fue regidor en 1610.

 

Hallábase casualmente en España a tiempo que don Francisco de Andía fue nom­brado capitán general, y mereció que el Rey, en su carta de 5 de junio de 1625, recomendase su persona a este magistrado "para que le hiciese todo buen pasaje y co­modidad, atendiendo a su calidad y a lo que él y sus pasados le habían servido..., y que se valiese de su persona para todo lo que se ofreciese". 

 

(A. Rumeu de Armas, t. 3, 1991:62. Nota a pie de página).

 

1610. El impuesto de la metrópoli sobre la colonia Canaria del 6% sobre las mercancías desembarcadas había sido tomado a renta por Andrés Suárez, vecino de Lisboa, para las tres islas realengas, con la condición que se le permitiese embarcar vi­nos a Brasil en cuatro urcas alemanas y traer de allí azúcar, sin pagar aduana. Se opuso el Consejo de Portugal, se suspendió la licencia, quebró y desapareció el arrendador. El juez Dr. Chaves de Mora reconoce que la pérdida sufrida por el arrendador era injusta y conviene con el nuevo arrendador, Francisco Rodríguez Victoria (1605-1610), que pague lo convenido con Suárez (16.086.423 mrs. al año), rebajando 6.000.000 para la pérdida de las urcas (AHS: Hacienda 1956/16).

 

1610. El Cabildo colonial de Tenerife sigue pensando que interesa autorizar las expediciones de rescate a Berbería, donde los moros dan oro v esclavos a cambio de cuentas de vi­drio (LL: D.XIII/10).

 

1610. La secta católica de los dominicos funda en el lugar y puerto de Añazu (Santa Cruz) un convento de su orden.

 

Ejes del desarrollo de la futura ciudad

En realidad, estas fajas en que se puede dividir teóricamente el solar santacrucero no son límites, sino ejes de su desarrollo. Los lími­tes de las poblaciones son elásticos: mejor sería decir que no existen, salvo, obviamente, en el caso en que dan en el mar. Es éste el caso de Santa Cruz, cuyo crecimiento urbano queda parado por esta frontera natural, en dirección al este. En las demás direcciones, la expansión se ha iniciado desde el primer siglo de su existencia, más allá del casco descrito, conduciendo a la formación de barriadas que se han fundido progresivamente en el crisol común de la ciudad actual. La mayor par­te de estos barrios existen ya, como asentamientos más o menos autó­nomos o, cuando menos, como intenciones de colonización, desde el siglo XVI.

 

En la dirección sur es donde menos se ha progresado, incluso hasta nuestro siglo.

Al oeste, el barrio del Cabo tardó mucho en llegar al nivel de las demás fajas longitudinales que quedan indicadas. Los parajes de la er­mita de San Sebastián no fueron urbanizados hasta mediados del siglo XIX. La puerta del convento dominico que abría hacia el barranco se llamaba puerta del Campo y conducía a huertas (calle de la Huerta y de la Quinta ), a molinos de viento y al yermo: tan yermo, que allí se instaló en 1810 el cementerio de la villa.

 

En la faja correspondiente a la iglesia, los progresos fueron más rápidos. Más allá de la calle Botón de Rosa, límite del desarrollo pri­mitivo, se fundó en 1610 el convento de dominicos. Más allá, entre el convento y los dos barrancos, creció rápidamente el barrio de Vilaflor, principalmente sobre solares pertenecientes a la iglesia de los Reme­dios de La Laguna , pero también en sitios cedidos por el Cabildo, con la condición de contribuir a la contención del barranco 3. El carácter de urbanización y casi de especulación del suelo se reconoce en el pa-relismo estrecho de las calles antiguas, entre Miraflores y Barranquillo, y en el poco solar que dejaban para la edificación.

 

Al extremo oeste de Vilaflor se había instalado en 1776 el hospi­tal militar, en campos en que la tierra aún se compraba a base de fane­gas.

 

Más allá corría, entre campos y fincas, un camino malo que, a partir de la construcción del puente Zurita (1753), llegó a ser la mejor vía de enlace con La Laguna. La mayor parte de las tierras que atrave­saba antes de llegar al puente habían sido en el siglo XVI propiedad del bachiller Fraga y de sus herederos. Las conocían con el nombre de Pi-rú; había por allí algunas casas, entre ellas la del convento de domini­cos, propietarios de una hacienda en que solían cultivar higueras y pa­rras. Es la parte de la ciudad moderna que corresponde al barrio actual de Perú.

Siempre al oeste, en la última franja longitudinal, se quedaron sin urbanizar los terrenos conocidos con los nombres de Salamanca y Pino de Oro. La expansión de la ciudad fue más lenta por este lado, debido a las dificultades del terreno. El Camino de los Coches abierto por el capitán general Jerónimo de Benavente y Quiñones, en 1661 y con el trazado de la Rambla de hoy, para tener donde lucir su coche de caballos, parecía por aquel entonces un necplus ultra, ya de sí bas­tante extravagante; apenas nuestro siglo logró alcanzar aquella ulti­ma Thuley poner aceras donde sólo había cercados.

 

La progresión había empezado más allá de la calle del Norte, con el barrio del Chorro, más comúnmente llamado «el barrio de arriba, por detrás de San Francisco». Comprendía el espacio entre las calles actuales de Valentín Sanz y Teobaldo Power, espacio que se fue ensan­chando rápidamente. Los solares eran baratos, por ser mala, escarpada y pedregosa la tierra. Cuando se fabricó la ermita del Pilar (1752-1755), se adecentó también su acceso, se le arregló una plazoleta en la entrada y se abrió una nueva calle, la del Pilar, que empezaba en la del Castillo y esperaba en el otro extremo sus futuras prolongaciones.

En la dirección norte, la población se extendió a lo largo de la cos­ta, formando una calle bastante estrecha e irregular entre la acera de ca­sas que hacían frente al mar, y las trincheras, luego el muro de las forti­ficaciones. La edificación de la acera alcanzaba hasta la plaza de la batería de la Rosa , llamada también Patio de la Rosa 8i, que era el pun­to de salida de la plaza en aquella dirección. A la plaza de la Rosa se llegaba también por otra calle, prolongación de la del Norte, que por esta razón se ha llamado más tarde calle de la Rosa. En un punto mal deter­minado, bien de la calle de la Rosa o de la de San Francisco, estaba an­tiguamente un hospicio o casa de apeo de los frailes agustinos de La Laguna ; y por él se nombró alguna vez el barrio circundante. En rea­lidad forma parte del gran barrio del Toscal, el mayor de todos por la superficie, y que se forma precisamente en este siglo.

 

El Toscal, que se llamaba también Los Toscales o Las Toscas, forma parte de una extensa zona de huertas, sementeras y baldíos que cubría todo el oeste y el norte del casco primitivo de la población, des­de el barranco de Santos hasta la playa de Roncadores. Estuvo en ma­nos de pocos propietarios, por pertenecer inicialmente a la familia de los Párraga, dividiéndose después en tres partes iguales. De una de ellas ignoramos los destinos. Otra perteneció al capitán Esteban Mederos, quien la dejó en 1645 a su primo Mateo de Armas, casado con Inés de Armas; y ambos esposos hicieron donación de aquel solar al beneficio de Los Remedios de La Laguna , en 1648. Los vecinos del puerto inva­dieron poco a poco la propiedad, con la despreocupación tantas veces certificada por los documentos. La iglesia les puso pleito, que ganó en 1711, y pasó a administrar con más cuidado aquellas tierras. Se com­ponían de 227 sitios, cada uno de cien pies de fondo sobre 50 de fren­te, representando una superficie total de 180 fanegas, que se extendían, desde el barranco de Aceite, a lo largo de la calle del Norte y por El Toscal, hasta la punta de Roncadores. Sobre este solar se han desarro­llado los barrios de Vilaflor, El Chorro, Pilar y parte del Toscal.

El último tercio pertenecía en 1666 a María de Párraga, hija de Ber­nardo de Párraga y de Catalina Martín, quien separó en aquel año una mitad de su propiedad para darla a la esclavitud del Santísimo Cristo de La Laguna ; debía de constituir una faja similar a la anterior, ya que se ex­tiende, como la otra, desde el barranco de Santos hasta la punta de Ron­cadores. Por ser la mitad de un tercio, debía de contener unas 90 fane­gas, la mayor parte de ellas en la zona que todavía se llama El Toscal.

La Esclavitud , a su vez, quiso aprovechar el extenso solar de su pro­piedad. Para venderlo, lo hizo dividir en solares de las mismas dimensio­nes: 50 pies de frente a la calle con cien de fondo en la zona arriba de la calle del Norte, y sólo con 70 de fondo en El Toscal. La división y el deslinde fueron confiados a Diego Rodríguez Camejo, vecino de La La ­guna, «digno de remunerazión» por la aplicación que puso en aquella operación; y «para en cuenta de su trabajo» recibió él mismo, gratuita­mente, uno de los sitios pequeños. Luego los sitios se vendieron a pre­cios bastante modestos: 270 reales un sitio encima del convento de San Francisco; y cuando Bartolomé Casabuena, el juez de Indias, decidió comprar en el mismo lugar 30 sitios grandes a la vez, se le hizo un pre­cio de mayorista, ya que sólo los pagó a 150 reales. Era una operación de oro: seis años después, un sitio se vendía en mil reales y a mediados de siglo, dos veces más. Fue ésta, según parece, la primera especula­ción inmobiliaria en Santa Cruz. Prueba, cuando menos, que había demanda, sin la cual los precios hubieran seguido estancados. Pero las costumbres no habían cambiado: la tierra sin ocupar se seguía considerando … resultaba más fácil para las revistas y los alardes militares. Más fácil también para los peatones, mientras no llovía —que era lo más fre­cuente.

 

Así y todo, el siglo XVIII, con su relativa opulencia, con sus refina­mientos de nuevo cuño, con su amor a la vida en la calle y a sus inevi­tables paseos vespertinos, no podía conformarse ya con esta solución. Antes de mediados del siglo, algunas de las calles de mayor tráfico o comercio aparecen ya pavimentadas, sin que sepamos en qué circuns­tancia se había conseguido esta mejora. El tipo de empedrado que se ha adoptado es algo peculiar y, fundamentalmente, remonta a una téc­nica conocida en todo el mundo mediterráneo, de Grecia a Portugal. La calzada aparece cubierta de chinas de lava negra, labradas a modo de cuñas y fijadas en el suelo por su extremo puntiagudo. Las dos ace­ras tienen el mismo empedrado, con la diferencia que las cunas son de colores diferentes y dispuestas de manera a formar mosaicos. El núme­ro de las calzadas pavimentadas no parece haber sido grande: son más numerosas las aceras reformadas de este modo —cosa que resulta na­tural, si se piensa que son los peatones los que más circulan por las ca­lles y que más sufren por el mal estado de las mismas—. También llama la atención la altura relativa de las aceras, separadas de las cal­zadas por bordillos rectangulares que tienen de 10a 15 cm . de altura —sin duda para evitar los raudales de agua que, durante las lluvias, corren por las calles en declive y desprovistas de canalización l07—. En el conjunto, el estado del empedrado debía de ser más o menos tal co­mo se conserva todavía en algunos lugares del interior de la isla.

Los fondos de propios de que disponía el Cabildo de La Lagu ­na no parecen haber intervenido en estos trabajos de adoquinado. Estos fondos eran insuficientes para todas las obligaciones y atencio­nes de la entidad, y sobre todo para obras públicas: la falta de recur­sos ha sido siempre un mal endémico de la administración insular. Esta aplicó sus esfuerzos a las obras indispensables y urgentes, tales como las fortificaciones y las fiestas de precepto; emprendió, siempre cuando le fue posible, algunas obras de interés general, tales como el aerando tierra de nadie, y los vecinos poco escrupulosos se anexiona­ban hasta la vía pública, para ensanchar su jardín.

 

En el extrarradio se desarrollaban desde la primera colonización de la isla unos cuantos núcleos que han conservado su carácter rural, debido a su aislamiento más o menos relativo. Los pobladores y los ve­cinos de Valle Seco y del Bufadera no se veían aislados tanto por las distancias, como por el mal estado del camino. En El Bufadera había casas relativamente opulentas, con viñas, lagares y molino de agua. En San Andrés, las casas del capitán Juan Cabrera Real, escribano ma­yor del Cabildo, estaban en 1600 «enhiestas y bien paradas, con su palasio y dos despensas y una cozina con su chimenea de cantería».

 

San Andrés desarrollaba paralelamente una actividad agrícola y otra portuaria. Los cultivos eran abundantes y bien cuidados: Igueste de San Andrés aparecía al viajero, en los primeros años del siglo XIX, como «un bosque de plataneras» en medio de fuentes y de cascadas..

Por otra parte, las actividades de su pequeño puerto no se reducían a la pesca, sino que incluían los transportes costeros, activos mientras pudo durar el aprovechamiento de los bosques de Anaga. Hubo allí una ermita, desde principios del siglo XVI; volvió a construirse, por su mal estado, en 1660-1670, y fue erigida a ayuda de parroquia por el obispo Guillen, en 16 de febrero de 1717. Desde 1769 tuvo un cas­tillo, que se arruinó rápidamente. En 1779 tenía 77 casas y en 1802 eran 426 sus habitantes. Aunque sometido en lo espiritual al puerto de Santa Cruz, el vecindario no lo fue en lo administrativo y judicial: tuvo desde el principio alcalde pedáneo propio.

 

En el siglo XVI, Taganana debió su prosperidad a su ingenio de azúcar.

 

Al de Diego Sardina le siguió el que fabricó en 1560 el regidor Juan de Meneses, con dinero prestado y perteneció casi inmediatamen­te después a Pedro Huesterlin ". Viera y Clavijo dice que en su tiempo había en el lugar cinco ermitas, pero no cita más que cuatro. De ellas, sabemos que la de San Gonzalo es fundación de Francisco de la Coba. La de Santa Catalina, fue fundada en 1621 por Gaspar Melián. La de Santiago fue edificada por el capitán Diego Pereira de Castro (1597-1670), regidor, recaudador de las reales rentas en Tenerife, en 1639; la de Santa Teresa, de 1677, es fundación de Juan de Urtusáustegui.

 

Taganana fue administrada por alcaldes pedáneos, al igual que San An­drés. (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998.t.1:248 y ss.).

 

1610. El Cabildo colonial de Tenerife pide a la Real Audiencia que el Juez de Indias no registre los barcos portugueses surtos en la plaza y puerto de Santa Cruz que van a Brasil y Cabo Verde. (LL: R.XI/48).

 

El comercio con las otras colonias en  Indias

Durante tres siglos, el comercio de Indias ha sido, cuando no la solución, por lo menos la mayor esperanza de la economía canaria. No era un comercio libre: ni hubiera podido serlo, si se consideran las ideas que se hacían todos los gobiernos de la economía en general y el gobierno español de la economía americana en particular. Pero tampo­co parece posible afirmar, como lo hacen los mejores historiadores, que el comercio de Canarias con las Indias fue un régimen de privile­gios y una ventaja concedida a las islas. Fue, por lo contrario, un ré­gimen de policía de mercados y de dura contingentación, que se man­tuvo siempre por debajo de las aspiraciones de una economía saneada. Incluso cuando tienen el aspecto de concesiones, las medidas legales son en sustancia limitativas, cuando no prohibitivas. Más que privile­gio, la posibilidad que se dejaba abierta era un bloqueo: y cuando al bloqueado se le permite respirar, es natural pensar que es un privilegio que se le otorga, ya que se le deja la posibilidad de sobrevivir.

En realidad, todo se funda en un malentendido básico y, en resu­midas cuentas, en un extraño error. La cédula de los Reyes Católicos de 14 de febrero de 1503, que fundaba la Casa de la Contratación de Sevilla, pretendía regular el comercio con el mundo que acababa de descubrir Colón. A pesar de ello, se aclaraba en su texto que la Casa estaba habilitada «para la contratación de las Indias y de Canarias y de las otras islas». Es preciso comprender dónde está el error, si se quieren enjuiciar las razones de la reglamentación indiana.

 

Todo contrato supone la existencia de dos partes contratantes. En este caso, una de ellas es la Casa que se funda en Sevilla y, a través de ella, el comercio español en general. La otra parte es el mundo nue­vo, tal como queda definido en el documento: las Indias, las Canarias y las otras islas. Si llamamos a la Casa de la Contratación la parte aprovechadora del pacto, resulta que Canarias es, como las Indias, la parte aprovechable, el punto a que destina el comercio sevillano sus ope­raciones y sus servicios, y de ningún modo un consocio de aquel comer­cio. La situación tan claramente definida puede parecer sorprendente, pero no lo es, si se consideran las cosas con la óptica de 1503 y a la luz de la conocida concepción que hacía de las Indias unas «islas Canarias por descubrir». Canarias, como el Nuevo Mundo con el que se le había asimilado demasiado rápidamente, es el campo de prospección y el coto cerrado que se reservaba el comercio sevillano. Lo que se esperaba era que las Canarias fuesen unas Indias de verdad y se dejasen aprovechar.

 

Esta previsión no se realizó. Las islas Canarias no se alinearon, comercialmente, con las Indias, sino con los mercados peninsulares ibéricos y principalmente andaluces. Para el comercio andaluz no constituían más que una mediana tentación: tenían alguna necesidad de produc­tos peninsulares, principalmente de aceite, pero disponían de pocas ri­quezas para pagar. Su producción no era complementaria, sino que hacía la competencia a la andaluza. Rápidamente, el comercio sevilla­no se dio cuenta que el acta fundacional de la Casa de la Contratación no le abría un nuevo mercado, sino que le imponía la presencia de un rival. No tenía ningún interés en navegar de conserva con el comercio canario, en dirección a la gran aventura americana, y así lo dio a en­tender a. lo largo de doscientos años y en todas las circunstancias en que pudo hacer que se entendiese su voz. La clave del comercio cana­rio con las Indias no está en Canarias ni en Madrid, sino en Sevilla.

La Casa de la Contratación , que representa en realidad el comer­cio sevillano, reunido a partir de 1543 en un Consulado propio, tiene más de una razón para sabotear los cambios canarios con América y, en lo posible, de procurar su extinción. Todas estas razones se reducen a una sola: la brecha que representan las islas en su monopolio. Cana­rias no puede enviar a Indias más que sus vinos, que hacen una dura competencia a los vinos andaluces; y si Sevilla goza del privilegio ex­clusivo de enviar también otros géneros, tales como manufacturas, es­to no pasa de ser una ilusión, porque todas las manufacturas pasan por Sevilla en tránsito y pertenecen a países extranjeros. Lo que interesa que no se mande desde Canarias es precisamente lo que es vital para Canarias. Es verdad que los caldos canarios son preferidos por los compradores, pero esto no hace más que empeorar la situación. La Casa reconoce esta preferencia, aun cuando tergiversa las explicacio­nes, atribuyendo la buena venta de la malvasía a su precio demasiado competitivo: porque bien sabe que los caldos canarios representan un costo dos veces superior al de los andaluces. La competencia no se funda en los precios: por el contrario, es significativo ver que los vinos canarios siguen siendo competitivos, a pesar de sus precios. La razón es la que dan los corresponsales de Vera Cruz, por donde pasan todos los vinos que se beben en Nueva España: los vinos que acaban de lle­gar de Andalucía no se podrán vender, «porque son ruines vinos y por aver venido cantidad de Islas». Sería utópico imaginar que el Con­sulado de los comerciantes de Sevilla podía cejar en su lucha contra un rival capaz de eliminarlo del mercado americano. Además, hasta cierto punto, la Casa de la Contratación tenía ra­zón.

Sus fundadores le habían prometido un monopolio y no se lo habían dado: como consecuencia del error que había incluido en el pacto las islas Canarias, aquel monopolio se había transformado en me­ra ficción jurídica. Cabe decir que la Casa hizo todo cuanto pudo para suprimir esta anomalía. No sólo insistió sistemáticamente para reducir las cantidades permitidas al comercio canario, sino que también se empeñó en hacer aquel comercio lo menos lucrativo posible, entorpeciendo con toda clase de trabas los beneficios que los productores canarios hubieran podido sacar de su inclusión en el monopolio sobre un pie de igualdad.

La decisión que obligaba a los navíos canarios a que navegasen a las In­dias sólo en seguimiento de la flota, dos veces al año (1572) fue tomada por el Consejo de Indias a petición del Consulado de Sevilla. Cuando los canarios, ya escamados, piden licencia para enviar sus vinos a puntos del continente americano a que no llega el comercio sevillano y donde no corren el riesgo de perjudicarlo (1607), la Casa se opone, por parecerle fácil que se le perjudique a pasar de todo, por medio del tráfico ilí­cito: es una aplicación inesperada del remedio radical y eficaz que consiste en matar a la persona amada, para evitar que caiga enferma. Cuando el Consulado y la Casa de la Contratación se ponen de acuerdo para solicitar del Consejo de Indias la supresión total de la salida de na­vios desde Canarias, alegando perjuicios y contrabandos (1611), sólo de milagro no lo consiguieron. En Canarias saben que, si se está per­diendo el comercio de Indias, que sucumbe bajo las numerosas trabas, cargas y limitaciones, es porque lo combaten desde Sevilla «enemigos poderosos y que negocian con mucho favor y caudal»: es decir, que se están pagando sobornos para que los productores de Canarias no pue­dan disfrutar del producto de su trabajo. Quizá aquellos productores ha­brán respirado con alivio, al saber que el privilegio sevillano había pasa­do a Cádiz, en 1680; pero ellos no ganaban al cambio, porque, por un lado, el gran comercio internacional presente en Cádiz era más despia­dado y más despersonalizado que el mundillo gremial y artesanal de Se­villa y, por otro lado, porque Cádiz se hallaba todavía más directa­mente interesado en la producción de los vinos andaluces.

Si es cierto que todo dirigismo conduce al estancamiento, es fá­cil que este estancamiento se convierta en catástrofe, cuando obedece a una política de contracción del mercado y cuando el mercado es tan exi­guo y limitado como el de Canarias. En las islas, el comercio de Indias, ha oscilado entre la euforia para algunos y el colapso para todos. Fre­nada constantemente por un régimen de licencias anuales, cuya existen­cia y cuantía dependen del capricho conyugado de la Casa , del Consula­do y del Consejo de Indias, la economía canaria carece de base, vive en precario y no puede soñar con ningún desarrollo. Por otra parte, la enorme discrepancia entre la estrechez de la norma legal y la realidad de las necesidades conduce y deriva el comercio por cauces nuevos, pero no por ello imprevisibles. El comercio busca por todos los caminos su liber­tad y sólo la encuentra en el contrabando. Este resultado no es propio de Canarias. Se ha reproducido, por razones similares, en numerosos ca­sos: en el comercio interamericano de la época colonial, donde los cam­bios entre México y Perú habían sido limitados progresivamente por el gobierno y totalmente prohibidos a partir de 1631, para transformarse inmediatamente en una floreciente actividad de contrabando en las Antillas, donde la autoridad colonial había reclamado en vano la supre­sión del monopolio sevillano y el establecimiento de cambios directos con las Canarias; en las colonias inglesas de América del Norte, don­de el dirigismo británico había producido el incremento espectacular de los cambios ilegales y directos con las mismas Antillas.

 

De estos errores del dirigismo no se puede culpar a un gobierno ni a un organismo cualquiera: es la mentalidad generalizada de toda una épo­ca, la que conduce a tales resultados. Naturalmente, no faltaron las pro­testas.

 

Una de las más llamativas es la intervención del Consejo de Gue­rra español: en momentos considerados de sumo peligro, en 1656, este Consejo representa al rey la urgencia y la necesidad de fortalecer antes que todo el comercio de Canarias con las Indias, que, según le consta, ha sido sofocado a instancias de Sevilla. El bienestar de las islas es la mejor garantía de defensa que se le puede ofrecer. La defensa, dice cuerdamente el Consejo, no está en la sola multiplicación de las fortificaciones: «la ma­yor fortificación es conservar a sus naturales y darles algún desahogo», porque el que no tiene nada, no defenderá nada o, si pretende hacerlo, no dispondrá de los medios necesarios para ello. El Consejo de Guerra debía de tener mejores economistas que la Casa de la Contratación.

 

Visto desde Canarias, el comercio de Indias ha pasado por diferen­tes fases o períodos, cuyos puntos de hito son las principales reformas in­troducidas en su organización y desarrollo. Su historia no es indiferen­te para quien quiera conocer la de Santa Cruz, ya que la parte más importante de la vida del puerto se explica a la luz de estas actividades. Sólo la resumiremos aquí rápidamente.

La primera época, que va del descubrimiento de Colón a 1564, es de relativa libertad comercial. Aprovechando la posición privilegiada de las islas, Colón y todos cuantos le habían seguido por las rutas del des­cubrimiento habían considerado Canarias como base necesaria y provi­dencial para su avituallamiento. Con o sin la autorización de la Casa de la Contratación (que, por lo demás, había nacido cuando este tráfico ya se había convertido en uso), todos se detuvieron aquí para cargar pro­ductos canarios, no sólo con miras a su propio e inmediato abasteci­miento, sino también con el fin de poner en marcha la futura economía agrícola y ganadera del nuevo continente. Desde 1508 se reconoció legalmente la libertad de embarcar productos canarios, al principio con exención de derechos (1518), y luego tributando como todas las mer­cancías (1531). Durante esta época, la Casa de la Contratación constitu­yó una tutela lejana, descuidada e ineficaz: es la época en que las Cana­rias no exportan vinos, sino azúcares y, por lo tanto, no representan ningún peligro digno de consideración. Pero no por ello deja de ser peli­grosa aquella tutela, que empieza ya a dar señales de impaciencia. A la Casa de la Contratación se deben remitir los registros de los barcos que salen a las Indias (1526); por Sevilla deben de regresar todos los navios, incluyendo a los canarios (1545); y sin duda a Sevilla se debe la prohibi­ción del comercio de las islas con las Indias, publicada por dos veces (1558 y 1566), pero ignorada inmediatamente por la misma Corona.

De 1564 a 1612 la vigilancia de la Casa se estrecha, por medio de la presencia de un juez de Indias especialmente delegado para represen­tar la ley, o sea, los intereses del monopolio. En realidad esta vigilancia resulta ineficaz; o, si en algo surte resultado, es en un sentido contrario al que se deseaba, porque estimula la evasión, el fraude y el contraban­do. Coincide, sin embargo, con la política general de la Casa de la Contratación , que consigue en 1573 el cierre de los nueve puertos pe­ninsulares, habilitados desde 1529 para comerciar directamente con América. El monopolio de derecho tiende a transformarse en monopo­lio de hecho. Interviene, a sus instancias, una nueva prohibición del co­mercio canario a Indias (1611); pero sus efectos quedan suprimidos por el nuevo reglamento del comercio americano (1625). Las dos tra­bas más importantes que aparecen en esta época son la limitación o contingentación del tonelaje permitido a la exportación, que interviene hacia 1580, en condiciones no del todo claras, y la obligación impuesta a los navíos canarios en 1572, de no navegar a Indias sino en segui­miento de la flota que salía de Sevilla dos veces al año .

De 1613 a 1649 las cantidades autorizadas a la exportación apa­recen drásticamente limitadas y conducen a un verdadero colapso de la economía canaria, mayor aun que el colapso del comercio america­no en general. Los productores canarios se ven precisados a buscar otras salidas y se entregan al comercio inglés, en condiciones de infe­rioridad que pronto producirían los peores resultados. Es éste el mo­mento que se considera oportuno para prohibir todo comercio canario con las Indias (1649). La prohibición hubiera debido ser definitiva, pero en realidad no duró más de un año.

Entre 1650 y 1718 se consiguen algunas ventajas tardías, que cuestan caro. El comercio canario necesita de oxígeno para sobrevivir, y este oxígeno se le administra parsimoniosamente. Se admite que los navíos canarios que van a Indias pueden cargar a su regreso algunos productos americanos (1652); pero se gravan las licencias anuales con el triste tributo de sangre de las familias, y se convierte en costumbre la prórroga de la permisión a cambio de un nuevo impuesto, presenta­do con el nombre de donativo a la Corona.

En 1718 se dicta el nuevo reglamento del comercio de Indias, que regiría hasta 1765. Pero la permisión es un favor con que ya no se cuenta más en Canarias: en 16 de enero de 1719, al llegar la noticia de la nueva licencia por fin concedida, el Cabildo se traslada en cuerpo a la iglesia de los Remedios, para dar gracias a Dios, principal autor de aquel milagro. En general, las peticiones son desatendidas; además, las guerras impiden el aprovechamiento de ocho registros seguidos.

Para exportar, los productores canarios buscan ahora nuevos mer­cados, definitivamente desalentados por «las ningunas ventajas del corto [comercio] que se disfruta de Indias». La libertad de comercio que se había solicitado vino tarde e, incluso así, fue injusta: al que­dar suprimido el monopolio de Cádiz, se volvieron a habilitar para el comercio libre nueve puertos peninsulares ibéricos (1765), se extendió la liber­tad del tráfico a Luisiana (1768), Campeche e Yucatán (1770) y de Canarias no se acordó nadie. Sólo en 1772 le vino a ella también la libertad comercial, por más que incompleta. La noticia fue recibida con júbilo en Tenerife. No había de qué alegrarse: en los años siguien­tes, Tenerife no logró exportar vinos a América, ni siquiera en las can­tidades que habrían llenado el cupo de las permisiones anteriores, y que se consideraban demasiado estrechas. La falta de continuidad, el auge de la producción del aguardiente americano, el desarrollo de las viñas indianas u otras razones que ignoramos habían eliminado defini­tivamente a los canarios del mercado americano.

 

Las insuficiencias de la permisión, durante los dos siglos de su vi­gencia, habían sido combatidas en Canarias con todos los medios al alcance de los isleños. Entre estos medios, los más corrientes fueron la insistencia anual para conseguir mejores cupos, método que resultó ser el menos eficaz; la compra del derecho de exportar, por medio de ofre­cimientos hechos a la Corona en sus necesidades; los registros extraor­dinarios; la búsqueda de nuevos mercados; la colaboración con el ca­pital extranjero y, finalmente, el contrabando.

Entre los nuevos mercados que se había intentado abrir, se ha vis­to ya el poco éxito de los esfuerzos referentes a Barbados. En 1729 se pidió la merced de un registro a Buenos Aires; esta vez, la solicitud no había sido hecha por las islas, sino por la ciudad de Buenos Aires, y en su nombre por José Fernández Romero, natural de La Palma. Lo que se pedía era autorización para un cupo de 250 toneladas anuales: se exportarían de Canarias frutos del país, así como aceite andaluz y ta­baco de Cuba, que llegaba a las islas en grandes cantidades y no tenía suficiente salida, y se volvería con cueros y otros productos de La Pla ­ta. Quedaba reservado el tráfico a los vecinos de Canarias, quienes se obligaban, a cambio de la licencia, a llevar a Montevideo el tributo de familias que correspondía a aquella permisión. Al gobierno le gustó lo del tributo, porque urgía fomentar y asegurar la colonización de Uru­guay. La operación quedó autorizada y se llevó a efecto pero sólo se pudo hacer una vez, porque la oposición conjunta de la Casa de la Contratación y del Consulado de Cádiz logró anular la orden casi in­mediatamente.

 

Casi inesperadamente, los negocios resultaron mejores con el Brasil. Habían sido facilitados por la instauración del régimen español en Portu­gal y, naturalmente, terminaron con él; pero también habían ayudado otras circunstancias coincidentes, tales como el comercio triangular con Guinea y Angola, la situación de las islas Canarias en el mejor camino de los veleros que iban de Lisboa a Brasil y la enorme extensión del con­trabando luso español en dirección al Río de la Plata y de allí al Perú.

De 1575 a 1640, el tráfico fue considerable. Se exportaban a Bra­sil casi exclusivamente los vinos canarios, que llegaban indiferente­mente a Río de Janeiro, Bahía o Pernambuco. Excepcionalmente se exportaban también algunos tejidos del país. En Brasil pagaban con azúcar y algunas veces con tabaco y ébano. Los navíos que cargaban vinos en Canarias debían pagar fianzas, para asegurar que iban directa­mente a Brasil. Como las colonias portuguesas no dependían para su comercio de la Casa de la Contratación , se entendía que el tráfico entre Canarias y Brasil no era de la incumbencia de la Casa ni del Juez de Indias, que es su delegado en las islas. Sin embargo, este ramo del comercio les interesa mucho, por un lado porque barruntan posibilida­des de contrabando y por el otro porque la inspección de los navíos es generadora de derechos y de beneficios que merecen consideración. Sobre este punto, la doctrina del juez de Indias es inquebranta­ble: los productos canarios embarcados con destino a Brasil, lo mismo que a Cabo Verde y Angola, obedecen a las mismas normas que todo el comercio de Indias. El Cabildo de Tenerife, a quien le interesa antes que todo la buena salida de los vinos producidos en el país, tardó más de 60 años en convencer al Consejo de Indias que aquel criterio era injusto y desalentaba a los comerciantes; que era inútil poner trabas a la salida de una mercancía cuya entrada en Brasil era libre; y que el es­pectro del contrabando, que tanto inquietaba a los jueces, no desapa­recería sólo con aumentar el arancel de sus derechos de visita. Como de costumbre, las trabas desaparecieron sólo cuando el mercado brasileño había dejado de tener interés. Los vinos canarios fueron eli­minados de la ruta del Brasil por el nuevo gravamen de 26% a la llega­da a su destino, que se había fijado en 1630 por el Consejo de Portu­gal, por la guerra de Portugal en 1640 y definitivamente, en 1649, por la creación de la Compañía General del Comercio de Brasil.

 

En principio, los forasteros quedaban excluidos del comercio de Indias y, además, les estaba prohibido embarcar a las mismas. Para co­merciar con el nuevo continente hacía falta ser natural de los reinos de España.

Sin embargo, la definición del natural no parece haber sido ri­gurosa: incluye al vecino comerciante (1558), al natural de los reinos de España (1559), al vecino de Canarias (1566), a los extranjeros con diez años de residencia y con casa y mujer española (1718). Pero la penetración extranjera no necesitaba de la presencia física del forastero ni de su viaje en un navío cargado de vinos. Todo el comercio de In­dias estaba en sus manos, tanto a la salida como a la llegada, en Sevilla tanto como en Cádiz o en Canarias. Según las estadísticas oficiales, de las 27.000 toneladas de mercancías que se habían enviado de España a América en 1686, sólo 1.500 eran propiedad española. En 1691 la situación no había mejorado: los españoles tenían en su posesión el 3,8% del comercio indiano, la mitad de la parte detentada por los hamburgueses y seis veces menos que los franceses.

 

En Canarias no se podía esperar una situación diferente. El juez de Indias pensaba, quizá sinceramente, que el contrabando resultaba difícil, porque se precisaban capitales para poder enviar géneros del norte a América. Los canarios, razonaba él, «no pueden ni tienen posi­bilidad de poder embarcar (aunque no les fuera prohivido), ninguno de los géneros prohividos», por no tener dinero con que comprarlos. Esta simpleza era digna de un juez de Indias: para dinero estaban allí los comerciantes forasteros. Los capitales extranjeros eran los que facilitaban todas las salidas, tanto si eran legales, en el marco de la per­misión, como si representaban un contrabando. En este último no in­tervienen sólo los capitales, sino también los navíos extranjeros. A pesar de la opacidad de su juez, el Consejo acabó dándose cuenta de ello; por esto recurrió en 1728 a la medida exagerada y absurda de la expulsión de todos los comerciantes extranjeros de Canarias, emplean­do para este fin la mano poco suave del comandante general de la colonia, Valhermoso.

 

Sin embargo, no conviene exagerar las cosas en el sentido con­trario a la interpretación del juez de Indias. Lo más probable es que la situación era infinitamente mejor que en Cádiz: la base del comercio canario era la exportación de su propio producto, cuya comercializa­ción era posible sin exagerada intervención del dinero extranjero.” (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998.t.11: 70 y ss.).

 

Enero de 2012.

 

* Guayre Adarguma Anez Ram n Yghasen.

 

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Bibliografía

     

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