FEMÉRIDES DE LA NACIÓN CANARIA

UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

PERÍODO COLONIAL, DÉCADA 1601-1610

CAPÍTULO XXII (VI)

  Guayre Adarguma *

Viene de la entrega anterior

 

En la comitiva del jueves santo salían: el Crucifijo (en los prime­ros tiempos), el Ecce Homo, la virgen, y las insignias de la Pasión que se llevaba por los cofrades según sorteo hasta la ya comentada modifi­cación, según la cual la cofradía adquirió las imágenes de los apósto­les, en 1597, y cada 4 cofrades llevaban una a hombros. Asimismo se nombraban los que debían llevar los candiles para alumbrar las calles, señalamiento este que en los primeros tiempos se estimó como un honor, pero ya en el Seiscientos más bien se consideraba algo plebeyo. El espectáculo debía ser impresionante: unos hermanos, con túnicas blancas, portaban hachas y velas encendidas; otros, disciplinas y demás géneros de penitencia. Otros muchos disciplinantes, pobres, como no tenían túnica salían a cumplir su penitencia unos cubiertos los rrostros con tocas, y otros, la mayor parte de sus cuerpos desnu­dos con sus pañetes y calsones, lo que la hazen por ser de noche y que les es lísito yr sigún está referido.

La razón de los candiles estaba más que justificada, pues salía el séquito del convento a las 8 de la noche —parece que se escogió esa hora por ser supuestamente la hora en que Cristo empezó a derramar sangre— y recorría todas las iglesias laguneras, durando todo el tra­yecto tres horas, con asistencia de la Justicia y Regimiento, que reco­nocía en 1630 que en Semana Santa salían del convento agustino dos procesiones de sangre y de mucha devoción. El trayecto era éste: desde el convento se dirigía a la Plaza de la Pila seca o de la Concep­ción —donde era recibida por la hermandad del Santísimo de esa pa­rroquia, que volvía a despedirla al mismo lugar—, y desde ahí bajaba por la calle de la Carrera hasta la iglesia de los Remedios, desde donde seguía su camino hasta el convento dominico para subir hasta las Cla­ras, continuando hacia el convento franciscano para regresar pasando por la calle de los Alamos hasta el hospital de los Dolores antes de su retorno al convento agustino. Lo que hacía el cortejo era andar todos los sagrarios de la ciudad. En 1594 el obispo ordenó que saliese de día, con gran descontento popular, pues al hallarse la mayor parte de la gente en labores de labranza hubo notable merma en el acompaña­miento y en las limosnas, de modo que la cofradía sufrió una corta cri­sis. Ni que decir tiene que la nocturnidad favorecía el recogimiento y la devoción, de ahí que la actitud episcopal provocase una seria oposi­ción.

 

Como la cofradía atendía también a la conmemoración de la Cruz, de la que se hablará a continuación, se elegía a un pudiente para que costease la fiesta de mayo y la del Jueves Santo. Pero fue decayendo y el Cabildo sólo nombraba al prioste por el tiempo de su voluntad, pues ningún vecino quería hacerse cargo de los gastos, y la dotación y li­mosnas no eran suficientes. Como era habitual, los tributos y aniver­sarios no se pagaban, y en 1687 el prior del convento agustino manifes­taba en una junta convocada a instancias suyas que la capilla se hallaba en una situación indecente y a riesgo de ruina por falta de trastexo.

La fiesta de la Cruz.

No es una celebración concejil, sino particular, financiada y orga­nizada por la Cofradía de la Sangre. Desconocemos la antigüedad de los festejos, pues las noticias que tenemos son del s. xvii. A través de algunos acuerdos de sesiones de dicha cofradía trascienden algunos detalles, como los nombramientos de proveedores de la fiesta, a cuyo cargo estaba la misma, y ciertos actos que se desarrollaban, además de los estados generales de cuentas.

Las sesiones de la cofradía revestían un solemne carácter, y conta­ban con la presencia y presidencia del corregidor o su teniente, así como del padre provincial de los agustinos y unos pocos religiosos de esa orden, además de algunos de sus elitistas cofrades. La designación de proveedor se hacía con suma antelación, pues se confeccionaba una lista con los que teóricamente debían actuar como tales los diez o veinte años siguientes a la sesión. Esta es la nómina de personas de una serie de años: 1636, d. Fernando Arias Saavedra; 1637, cap. Luis García Iz­quierdo; 1638, cap. Enrique Isam; 1639, dr. Saavedra; 1640, licdo. León; 1641, cap. Diego Pérez; 1642, d. Pedro Interián; 1643, d. Alvaro de Nava; 1644, d. Alonso Lorenzo; 1645, d. Tomás de Bustamante; 1646, d. Luis de Mesa; 1647, d. Diego Alvarado Grimón; 1648, d. Alvaro de Mesa; 1649, Miguel Guerra de Quiñones; 1650, Alonso de Llerena Cabrera; 1651, cap. Juan Thomás; 1652, d. Pedro Carrasco; 1653, Domingo Boza de Lima; 1654, d. Luis Fiesco del Castillo; 1655, Rodrigo Argumedo; 1656, d. Andrés de la Guerra Peraza y Ayala; 1657, cap. d. Tomás de Nava Grimón; 1658, d. Fernando de la Guerra; 1659, cap. y sargento mayor d. Tomás Díaz Maroto; 1660, cap. d. Josep Carriazo; 1661, d. Juan de Urtusáustegui Vilanueva; 1662, d. Francisco Briones y Llarena; 1663, d. Alonso Llerena Carrasco y Ayala, alguacil mayor del S.O.; 1664, d. Juan de Llarena Lorenzo; 1665, d. Diego Tomás de Castro; 1666, d. Alonso Guerra Calderón; 1667, d. Luis Fies­co. Es decir, una brillante representación de lo que hoy llamamos clase dominante, con pretensiones nobiliarias algunos de ellos. Como mu­chos no asistían a la reunión, no existía compromiso solemne y se temía —no ya una negativa, pues se consideraba un honor y un prestigio y de­mostración de poder económico actuar como proveedor— que, llevados por un excesivo afán de emulación, los enormes gastos de algunos con­dujeran al desistimiento de otros. Por esto se aconsejaba la moderación en los costos de las fiestas. En efecto, entre 1636 y 1662, hay trece años en que por algún motivo los proveedores rechazan organizar la fiesta.

Como muestra de los dispendios, en 1635, el cap. Blas de Céspedes gastó una considerable suma en la fiesta: 1.280 rs. en una colgadura de tafetanes, 400 rs. en unos candeleras, 200 rs. pagados de propina y li­mosna a los agustinos y costo del sermón, 400 rs. para danza, cera, ramas y demás. A partir de mediados de siglo la contribución de los proveedores se concretaba en unos 200 ducs. ó 2.000 rs. en tributo, o bien en 100 libras o 1 qm. de cera amarilla en pan y 600 rs. de contado.

 

El detalle de los pagos de la fiesta patentiza la mezcla de danza, música, teatro y fuegos en una especie de espectáculo integrador y global en el que intervienen: la reina Elena (la Magdalena), 2 negros tamborileros, 10 máscaras, 10 figuras para dos danzas (una de dos, de la morisca; otra, de ocho). En la procesión, por supuesto con la inter­vención de los clérigos —que cobraban 44 rs. por asistir a la misma—, se utilizaba incienso y se presenciaban fuegos (4 pipas, 4 ruedas de fuego, 2 docenas de cohetes) en unas calles enramadas con 4 cargas de hierba y una carretada de rama. En la procesión se sacaba en andas una cruz de plata, pues la Invención de la Cruz era la fiesta principal del convento y de la cofradía. Esa cruz había sido donada por el cap. Pedro Matías de Anchieta en nombre de su hijo d. Diego Jacinto Fies-co, en 1631, en que fue proveedor. Ese día lucía la cofradía su pendón verde.

 

Los gastos en la danza oscilaron muy poco (24-29 rs). En 1657 se pagan 29 rs. por una danza de personas y tambor, y por los fuegos (pólvora, cohetes, ruedas, pipas...) 179 rs., además de 22 rs. por una carretada de rama y yerba, emolumentos de beneficiados, etc.; en 1658, de 600 rs. de presupuesto se dan 28 por danza y tambor.

 

La procesión transcurría al principio por el claustro y compás del convento, pero como crecía la devoción no cabía la gente en el interior del monasterio. En 1610 se gestiona la procesión extramuros, que au­toriza el provisor del Obispado, y comienza ese mismo año a realizar­se con este corto recorrido: desde la calle Real se iba a la plaza de la Pila de la villa de Arriba, y de ahí se cruzaba a la calle de la Carrera hasta bajar a la plaza de los Remedios, por la cual asimismo atravesa­ban por la hazere de las tiendas y ventas que en ella ay a e! esquina del ospital de los Dolores, desde donde regresaría al convento. La fiesta la empañaron más de una vez los beneficiados de la Concepción con sus pretensiones y celos. Desde un principio se manifestaron disgustados con la concesión de la procesión, oponiéndose a que los mon­jes saliesen con cruz alta fuera de su distrito o compás. La autoridad eclesiástica les insta a que asistan a las vísperas y fiesta y digan misa mayor, entre otros motivos porque no había otra celebración de la Inven­ción de la Cruz en La Laguna que ésa. Por su parte, el convento tampo­co estaba muy conforme con la obligada participación parroquial. Pri­mero se opondrá, en 1619, a que en la Concepción se oficiase misa ni vísperas, y en la víspera de 1629 el prior hizo requerimiento a los bene­ficiados sobre que no debían precederles en celebrar las vísperas ni misas de la fiesta, materia que derivó en pleito de mutua denuncia.” (Miguel Rodríguez Yánez. La Laguna 500 años de historia La Laguna durante el Antiguo  Régimen desde su fundación hasta el siglo XVII. Tomo I. Volumen II.: 983. y ss.).

 

1609 abril 27. Juan Brient, mercader de Saint-Malo, apodera a Bernaldes mercader galo establecido en La Laguna para cobrar 1.387 V; rs. del tonelero Martín Rodríguez. (AHPSCT, leg. 2.088, P 78 v)

1609 junio 3. El  Cabildo de la Isla de La Palma concedió autorización a Juan Vandewalle y Vellido para que construyera en unas huertas de su propiedad dos molinos harineros con la condición expresa de que había de costear la conducción del agua desde el último molino de El Río, desde el que se suministraba a la población de la capital insular, “para siempre jamás, sin que el Cabildo fuese obligado a pagar cosa alguna”. (Juan Carlos Díaz Lorenzo, 2010).

1609 julio 4. Notas en torno al asentamiento europeo en el Valle Sagrado de Aguere, hoy ciudad de La Laguna en la isla Chinech (Tenerife).

 

Los tenientes y alcaldes mayores coloniales en La Laguna-Tenerife.

“Es un oficial de más compleja caracterización. González Alonso lo presenta como subordinado del corregidor, pero actuando en nom­bre de éste y en su lugar, de modo que sería un alter ego de aquél. Los lugartenientes del gobernador son los llamados a sustituirle en sus funciones en situaciones de ausencia o enfermedad, presidiendo las se­siones capitulares y ejerciendo las competencias que en principio son propias del titular de la gobernación. Pero ambos oficios, desde ese punto de vista, constituyen una unidad, de modo que no es posible que el gobernador y su teniente tengan voz y voto a un tiempo en una sesión. Además, ya hemos comprobado que cumplen también la impor­tante misión de sustituir a sus superiores en las situaciones de falleci­miento o ausencia prolongada mediante nombramiento de la corpora­ción que ratificaba el monarca.

 

Ahora bien, realmente su función más importante es el ejercicio efectivo de la potestad jurisdiccional en nombre del gobernador o co­rregidor, de modo que se convierte en juez de primera instancia, como se tratará con más detalle en otro capítulo.

 

Desde la sesión del 20-X-1497 están presentes el gobernador, el teniente y el alcalde. En los comienzos, como se ve, no sólo se acompaña el gobernador de su lugarteniente, sino que aparecen dife­renciadas las figuras de teniente y alcalde mayor, lo que no favoreció la administración de justicia. Para este importante cargo Lugo nombró, mientras pudo, a personas de la máxima fidelidad, y pensó que para ello nada mejor que el propio entorno familiar. El teniente, como su sustituto y como juez, podía actuar como escudo de los intereses del Adelantado, quien en reciprocidad cubría con su autoridad los defec­tos y aun los desmanes de sus tenientes. Su propia esposa, doña Bea­triz de Bobadilla, fue su teniente en 1501-1503, en una de sus ausen­cias l31. Asimismo ocuparon el cargo su sobrino Bartolomé Benítez (1506, 1507), o Jerónimo de Valdés —sobrino político de Lugo—, a quien el alcalde mayor Pedro de Vergara le discutirá preeminencia. Hernando de Trujillo, llamado «el teniente viejo», lo fue en una pri­mera etapa a finales del s. xv, y repetirá en 1508-1509.

 

Respecto a Jerónimo de Valdés, antes citado, teniente entre 1498-1501, es el típico ejemplo de gobernante déspota, cuya actuación es vergonzosamente tolerada por su superior. Fue acusado de numerosas tropelías (hurtos, insultos a la autoridad, amenazas de muerte, venta de guanches libres, violaciones, etc.). Como Lugo lo protege, apenas que­daba otro poder que el eclesiástico para castigarlo en lo que entonces competía a su jurisdicción, y en efecto fue excomulgado.

Pedro de Vergara, casado con una sobrina de Lugo, ejerció en nu­merosas ocasiones la alcaldía mayor, y también fue teniente con el juez de residencia Sebastián de Brizianos. Su comportamiento no fue del agrado de los vecinos, que lo acusan de robo y concusión, incluso ante la presencia de Lugo. Fue condenado por Lope de Sosa en su re­sidencia (1508), y se repiten las denuncias contra él en 1515.

 

Como ya se indicó, el nombramiento real del licdo. Lebrón como lugarteniente en 1511 implicará una restricción para el poder de Lugo, quien en teoría gozaba de la facultad para nombrar subordinados.

 

Pero Lebrón estuvo en su oficio hasta su relevo en 1514 por el licdo. Cristóbal de Valcárcel, designado por la Corona. Lugo intenta recupe­rar poder: remueve a Valcárcel y nombra al dr. Pedro López de Verga-ra, pero Valcárcel protesta ante los reyes, quienes ordenan su restitu­ción en 1515. La monarquía, que por ahora permite la continuidad de Lugo como gobernador vitalicio, se muestra partidaria de un estrecho control a través de la figura de los lugartenientes, que De la Rosa y Serra entienden que, sobre todo Lebrón, mejor debieron llamarse co-gobernadores. El Adelantado, como se indicó más arriba, hizo fren­te a la situación nombrando él mismo tenientes, y provocando diversos incidentes, pero en 1523 la Corte le ordena que acepte como tal al licdo. Lebrija, a quien incluso se dirigirá directamente para encomen­darle alguna misión, sin contar con Lugo.

 

Destaca extraordinariamente frente a la etapa posterior a los Ade­lantados, el abultado número de tenientes de sus mandatos, como ya se ha señalado. Algunos apenas figuran con ese cargo en alguna que otra sesión, y otros son reelegidos después de un corto período de ejercicio. La extrema variación, que sólo se explica por razones puramente per­sonales, es contraria al buen gobierno y administración. Nada menos que diez tenientes (de los que cuatro son bachilleres y tres licenciados) en ocho años, de los que repiten tres dentro de ese tiempo, es ilustrati­vo de lo dicho.

 

La llegada de los primeros gobernadores letrados implica una mo­dificación y una normalización, en cuanto la situación se ajusta más a la imperante en reino. Los gobernadores nombrarán a sus tenientes le­trados o alcaldes mayores, que ejercerán fundamentalmente, como se ha señalado, la función judicial. Se les exigía, igual que a sus superio­res, la prestación de fianza al recibírseles en cabildo.

Incluso después de la pérdida de la gobernación, el clan de los Lugo mantuvo parcelas de poder, no sólo porque controlan parte del Regimiento, sino porque un miembro de la familia, el licdo. Bartolo­mé de Fonseca, hijo de Andrés Suárez Gallinato, antes de acceder a una regiduría fue teniente con tres gobernadores (Figueroa, Ayora y Cepeda) en los años centrales del siglo. No fue el único caso de te­niente que repitió, pues el licdo. Diego de Arguijo fue lugarteniente de los gobernadores Estrada, Armenteros y Moreno.

 

Después de la etapa de los Adelantados, es de reseñar que algunos gobernadores no fueron parcos a la hora de nombrar tenientes y alcal­des mayores. Por ejemplo, el licdo. Plaza nombró cuatro; Cañizares, Cepeda, Estrada y Moreno, a tres; Armenteros, a cinco. Pero son la excepción, y se comprobará que más bien se trata principalmente de licenciados, lo que induce a pensar que hubo celos y roces más que ra­zones de peso. Pensemos que el ajustado tiempo de mandato apenas da para un juez por año, o menos como en el caso de Armenteros. También cabe pensar como un posible móvil del «baile» de tenientes la venalidad, asunto que periódicamente salta a la luz, hasta el punto de que en 1592 se prohibió por real cédula llevarles dinero, ya que era público que algunos gobernadores vendían las varas de justicia.

 

Hacia 1615 se percibe un cambio en el sentido de una mayor estabili­dad en los tenientes.

En ocasiones se habla de colonialismo en la administración muni­cipal canaria, lo cual resulta incomprensible cuando tantos estudios fal­tan aún, a pesar de las indudables y muy meritorias aportaciones reali­zadas hasta ahora, para analizar en profundidad la naturaleza y caracte­rísticas de la administración a todos los niveles. Choca en principio ese tipo de afirmaciones con el deseo, al menos de la oligarquía isleña, de que los máximos rectores de la vida política municipal, de acuerdo con lo establecido al respecto por la normativa castellana, no fueran natura­les de la isla. Como los gobernadores o corregidores, salvo rara excep­ción, eran foráneos, las protestas se centran en los tenientes, que en al­guna ocasión son reclutados por los gobernadores entre algún letrado local. Si tenemos presente que en el Ayuntamiento se registra en mu­chos asuntos una pugna entre bandos e incluso entre núcleos familiares y afectos al mismo, y fuera de él se mueven poderosos intereses económicos, se comprenderá que los afectados intenten evitar que un sec­tor del Cabildo fortalezca su posición valiéndose de que un deudo se halla encaramado en la cima del poder o en su entorno. Los goberna­dores que así actuaban sólo pretendían un mayor conocimiento de la situación y probablemente adoptasen esta medida como un gesto de acercamiento y señal amistosa hacia el Regimiento y las fuerzas vivas en los primeros momentos de su llegada, pero tampoco es descartable que, para gobernar con más holgura y comodidad, apoyasen al sector que más posibilidades contaba para dominar el Ayuntamiento median­te el nombramiento de un teniente de su acuerdo.

 

La monarquía no veía con buenos ojos el ejercicio de los jueces en el lugar del que eran naturales o vecinos, pues era muy grande la posibilidad de que los lazos familiares o la amistad con poderosos, o sus propios intereses económicos, restasen imparcialidad a su actua­ción, sin contar con la dificultad de culminar con libertad un juicio de residencia, pues los testigos se sentirían coartados. Otra cuestión es que en lugares como Canarias, a donde bastantes letrados no querrían desplazarse, la norma se aplicara con mucha flexibilidad.

 

Las protestas por tales nombramientos fueron frecuentes en el Ayuntamiento tinerfeño. Por ejemplo, en 1562, cuando el gobernador había elegido por teniente al licdo. Francisco Guillen, y además, para mayor descontento de algunos, también era de la tierra el alguacil. En 1602, a petición del regidor Francisco de Mesa, Felipe III prohíbe explícitamente que los tenientes sean naturales. Según exponía Mesa, los gobernadores traían consigo a letrados isleños que estavan trovados en parentesco por casamientos e ser deudos los de unas islas con los de otras, y esto redundaba en un deterioro de la justicia.

El siglo XVII traerá consigo una novedad a comienzos de su tercera década, pues en las anteriores todo rueda de acuerdo con la legalidad y costumbre conocidas. Es decir, el gobernador entrante nombraba tras su recepción oficial en una sesión capitular a su lugarteniente. Así, Es­pinosa designará al licdo. Rada Ribero en 1609, y Ruiz de Pereda hará lo propio con d. Juan de Salinas en 1615. Pero a partir de 1621, cuando el rey concede la gobernación a Álvarez de Bohórquez, tam­bién escoge a su teniente y alcalde mayor, en este caso el licdo. Martín García de Salazar, que presenta su propio despacho expedido en fecha distinta al que porta su superior. Se trata de una medida general para el reino adoptada en 1618, que en el contexto isleño refuerza el control del poder central, y desde luego disminuye la variación extrema que habían practicado arbitrariamente algunos gobernadores. Era lógica y razonable esta actuación real, que por un lado pretende introducir una mayor racionalidad en el funcionamiento del organigrama municipal, así como garantizar una mayor estabilidad y homogeneidad en los cri­terios de impartición de justicia. Otra cosa es que la monarquía actua­se al margen de los futuros gobernadores acompañándoles con lugarte­nientes indeseados o incompatibles por múltiples factores. Pero la razón fundamental de la corta innovación fue el intento de terminar con un mal generalizado que todos denunciaban: la venta de la vara de teniente por parte de los corregidores, bien fuera entregando una canti­dad estipulada o exigiendo una participación en los derechos que como juez y lugarteniente le correspondiesen. No obstante, la pragmá­tica de 10-X-1618 rigió pocos años, pues se constató que la alteración originaba tensiones entre el corregidor y su teniente, por lo que se res­taura el sistema anterior en 1626 y durará ya todo ese siglo. Por ejemplo, en 1635, en el acto de recepción del lugarteniente y alcalde mayor, licdo. Juan Cornejo, se muestra el nombramiento que le otorga el corregidor y un certificado que acredita estar aprobado y avilitado en ese oficio por el Real Consejo de Cámara.

 

Otra novedad digna de mención es que en el s. XVII, la progresiva militarización implicará una reducción de atribuciones de los tenientes letrados, que a partir de 1624 son privados de su facultad de sustituir al gobernador durante su ausencia en lo relativo al mando militar, pues entendía la Corona que un letrado era ajeno a las cosas de la guerra, de modo que en la esfera militar, de hecho, después del gobernador se si­tuaba el sargento mayor.

Los tenientes cobran del salario de los gobernadores o corregido­res.

Visto esto así, puede parecer que unos y otros gozan de un salario holgado pero no excesivo. Pero hemos de tener en cuenta, sin entrar en consideraciones acerca de su participación en la vida mercantil, que te­nían otros ingresos variables como fruto de su intervención en numero­sos actos judiciales o procesales (vistas de procesos, ingresos por con­denas, derechos por denuncia, etc.), y que todo dependía en buena medida del grado de honestidad de estos funcionarios. En relación con lo expuesto, citemos algunos datos del testamento del teniente d. Ma­nuel Díaz de los Cobos en 1665, quien se quejaba de la avariciosa ac­titud del corregidor d. Juan de Palacios con motivo del inventario de un difunto que fueron a autorizar a Garachico. Por esa tarea y el viaje ofre­ció el yerno del fallecido 52.800 mrs., que habían de compartir por mitad Palacios y Cobos, pero el corregidor se los quedó por entero con el argumento de que su subordinado ya había cobrado de las visitas a navíos en Santa Cruz que había efectuado en ausencia suya, pero preci­saba Cobos en su última disposición que apenas habían sido 5 ó 6, e in­cluso algunas las verificó él personalmente. Queda claro, pues, que el salario no era el único ingreso de los funcionarios gobernantes. Esta in­formación queda complementada por una rabiosa propuesta en sesión capitular del regidor d. Francisco de Valcárcel, que auxiliado por una provisión de la R. Audiencia denunciaba los abusos de los alcaldes y de otros agentes de la justicia en 1635, en razón de las tarifas desmesu­radas que pedían por diversos actos de su competencia, como manda­mientos de «soltura» o por la confesión, por los que no se debía perci­bir más de 4 rs. cada uno, o por los autos, por los que pedían 1 r. cuan­do lo establecido era medio. Además, se entrometían en las visitas de navíos, por las que cobraban 2 ducs. sin tener facultad para ese cometi­do, a más de que los corregidores no recibían dinero por tal motivo.

 

Aunque es infrecuente, pues generalmente los gobernadores y co­rregidores nombraron como tenientes, mientras se les permitió, a perso­nas de su entera confianza y presumible lealtad, hubo algún caso de desavenencia. Como se podrá suponer, es el gobernador el que lleva las de ganar y el que puede prescindir de su subordinado. Bien es verdad, como señalan los tratadistas, que un asunto pendiente de regulación fue éste, es decir, el mecanismo y autoridad necesarias para proceder a la remoción de los tenientes, cuestión nunca satisfactoriamente resuel­ta en el plano doctrinal. En la práctica hubo diversas situaciones, si bien parece —y así lo demuestra el ejemplo del municipio tinerfeño—, que los gobernadores/corregidores disfrutaron de una amplísima discrecionalidad en ese sentido, de modo que triunfó aquí el criterio de primar la buena comunión y concordia que debía presidir las relacio­nes entre los dos más altos oficios municipales, lo que derivaba en una actitud de dependencia y agradecimiento por parte del teniente. No obstante, estos funcionarios pronto aprendieron una fórmula que podía impedir o aplazar la arbitraria decisión de su superior. Consistía en so­licitar al Consejo una provisión que obligara al corregidor a consultar su destitución, de modo que debía mantenérsele en el oficio en el ínte­rin. Un caso que resulta ilustrativo sucede en nuestro Cabildo en 1605 cuando, por razones desconocidas, el gobernador Benavides, después de una aceptable convivencia con su teniente el licdo. Agustín de Calatayud durante algo más de dos años, según éste sin motivos su­ficientes sino por gustos y fines particulares, quiere deponerlo. El pri­mer intento es frenado gracias a los buenos oficios de algunos regido­res, que persuaden al gobernador y le ruegan no siga adelante con su idea. Pero Benavides seguía decidido a la sustitución, que además se produce cuando Calatayud se halla enfermo y dificultado para em­prender diligencias, e incluso teme malos tratos por parte de su supe­rior, quien había jurado que de grado o por la fuerza obtendría el rele­vo; pero poco puede hacer el teniente más que pedir testimonio de su situación y apoderar a procuradores en Valladolid para que se le resi­dencie. Ironías del destino, será Calatayud el que suceda interina­mente a Benavides con motivo de su muerte en octubre de 1608.” (Miguel Rodríguez Yánez. La Laguna 500 años de historia Tomo I. Volumen I.:176 y ss.)

 

1609 julio 12. El capitán George Taylor, pirata, escribe a Lord Salisbury, una carta en que dice haber escapado de Canarias (Calendar of State Papen, Domestic Se­ríes 1603-10, p. 528).

 

Enero de 2012.

 

* Guayre Adarguma Anez Ram n Yghasen.

 

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Bibliografía

     

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---» Continuará...