FEMÉRIDES DE LA NACIÓN CANARIA

 

UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

PERÍODO COLONIAL, DÉCADA 1601-1610

CAPÍTULO XXI (XV)

Guayre Adarguma *

1605. “A partir de información reflejada en distintas actas notariales, sabemos que el Barranco de los Negros se encontraba en el Barranco de Tirajana en el tramo desde Cueva Grande a la Cuesta de Garrotes, y entre Los Cuchillos y El Gallego, estos dos últimos topónimos todavía existen y se sitúan a menos de dos kilómetros de la población de Aldea Blanca, por lo que pensamos que esta “aldea negra” pudiera tener alguna relación con el nombre que se le dio a “Aldea Blanca”.

Los documentos notariales nos indican la compraventa de los terrenos donde se situaría la población negra, en 1605, por Antón Pérez Cabeza, negro libre que compró la propiedad al regidor Marcos de León y en ella se estableció con sus hijos y nietos.

 Según los documentos, fue el primer negro que se estableció en el lugar y anteriormente vivía en una casa terrera lindante con la ermita de San Antón en Agüimes. Casó en primeras nupcias con Juana García y, en segundas, con Antonia Mendoza.

Este Antón Pérez Cabeza tuvo que ser descendiente de esclavos pertenecientes a otro Antón Pérez Cabeza, propietario de plantaciones de caña en Sardina, quien, en 1527, arrienda a Alonso de Matos el ingenio azucarero de Aguatona en Agüimes (que se situaba en el actual Ingenio), pues se solía poner a esclavos, nombre y apellidos de sus dueños.

Bartolomé Cabrera “el negro santo”, era nieto del primer negro del Barranco, Antón Pérez, hecho que se refleja en un documento de compraventa en 1667 cuando dicho Bartolomé vende un día y una noche de agua de sus posesiones del barranco al capitán Francisco Amoreto, ascendiente de los futuros condes de la Vega Grande, (Francisco Tarajano: Memorias de Agüimes ).

Cuando los documentos indican que Antón Pérez fue el primer negro de esta aldea negra, pensamos que es posible que se refiera al primer negro de esa zona del barranco, o al primer propietario de color, pues en el siglo XVI en el curso alto del Barranco, en el ingenio azucarero de Santa Lucía, y en Sardina, donde había plantaciones de azúcar, con toda seguridad debió haber mano de obra esclava, de color, como era habitual en la época.

Los ingenios azucareros necesitaban gran cantidad de leña para hacer funcionar sus calderas y mano de obra para traerla. Fueron la causa, en buena parte, de la desaparición del pinar en Amurga.

Existen además, topónimos por todo el sur, relacionados con personas de color: Los Moriscos en Santa Lucia, Hoya de la Negra, Cueva de la Negra, Casa del Negro Santo, Ladera de los Negros, Soco del Negro, lo que nos indica lugares donde vivían personas de esta raza, con toda seguridad apartados de los blancos.

En 1677 la ciudad hace nombramiento de capitán alférez y demás oficiales de una compañía de negros y mulatos que no constaban en las listas por ser esclavos. Se hizo capitán de ellos a un cristiano viejo y negro libre, de Taidía, (Santa Lucía) llamado Juan Felipe Liria. A él se le encargó de hacer una lista por toda la isla y halló un número de 648 negros, que con los mulatos, criollos, esclavos y otros, llegaron a 6.478, con los cuales acudía a la plaza de armas el día de la ocasión, a ponerse a las ordenes del capitán a guerra. (Suarez V., Rivero B., Lobo M., González A.: (1995). “La comarca de Tirajana en el antiguo Régimen”.)

También en la fortaleza y salinas de Santa Cruz del Romeral había esclavos. En el acto del Pleito homenaje que realiza el teniente general de artillería Luis Romero de Xaraquemada en 1704 se dice:

“...Y en dicha Casa- Fuerte hallé cuatro ayudantes artilleros que reconosco eran capaces para el manejo de dicha artillería, y asimismo hallé cuatro soldados de centinelas, sin los salineros y esclavos del dicho Don José que tiene para el servicio de su casa...”

Entre las posesiones de Antonio Lorenzo Bethencourt, fundador de la casa fuerte de Santa Cruz, a finales del siglo XVII: tenemos que:

“... Se le contaban ocho esclavos negros y una mulata que le trabajaban la finca y le atendían la casa….; en los Montes de Amurga, ganado salvaje, donde todos los años se hacían las apañadas.” (Santiago Cazorla León, Los Tirajanas de Gran Canaria, 1995)

Pedro Agustin del Castillo describe refiriéndose a Tirajana: "...su vecindad, de cuatrocientos dieciséis vecinos, muchos de ellos negros, que se mantiene su color tan atezado como si vinieran ahora de Guinea...". (Descripción histórica y geográfica de las Islas de Canaria. 1737).

El fraile mercedario Medinilla escribe acerca del Barranco de los Negros (1750-1761): “Hay en Tirajana muchos negros y mulatos avecindados y muy antiguos. Vi a un negro y lo traté llamado Francisco Liria de 108 de edad cumplidos, cabal en su juicio y buena razón, está casado y no ha tenido más matrimonio que el presente, su mujer no tiene tanta edad... El suegro de este negro murió en esta parroquia de 115 años, llamábase Pedro de la Cruz, era negro también.” (Santiago Cazorla León, Los Tirajanas de Gran Canaria, 1995)

Las negras y mulatas eran grandes artesanas en los trabajos de la palma y en los hilados, pero sobre todo eran tenidas como brujas y hechiceras. En el siglo XVIII son procesadas como tales la mulata María Morales y la negra María Mostaza, quienes hacían oraciones con el fin de hacer sortilegio. En el mismo caso se hallaban Ana de Santiago, denunciada en 1698, Francisca Pérez, Lucía Alemán y Margarita de Cabrera. De ellas fueron encauzadas la mulata María del Pino, que se ocupaba en hacer escobas y esteras, que fue desterrada cuatro años de la isla, además de aplicársele otras penas, y María de Morales, también mulata; la negra e hilandera María Mostaza fue condenada a 200 azotes y desterrada a Lanzarote y la negra y esterera Margarita de la Cruz a 200 azotes y tres años de cárcel. Entre los hombres de color sólo se cita como dedicado a estas prácticas al mulato Sebastián García de León, molinero y pastor, que fue condenado a 200 azotes, vergüenza pública y a tres años de galeras. (Fajardo Spínola, F: “Hechicería y brujería en Canarias en la Edad Moderna”. 1992)

En 1817 tenemos constancia del poblado de los negros por el problema que tuvieron con el cura de Tunte porque este no les dejó sacar en procesión la imagen de San Sebastián como lo venían haciendo tradicionalmente cada año por esas fechas y menospreciando a las gentes de color. (Santiago Cazorla León, Los Tirajanas de Gran Canaria, 1995)

Hasta 1880, existió la esclavitud en España. En ese año Alfonso XII sanciona la ley de abolición, que se extingue definitivamente en 1886.

Entre 1884-1888 Verneau visita las Islas Canarias y describe todavía la existencia de la aldea negra como hemos relatado al principio del artículo.

Volviendo a la hipótesis del poblado de negros que vivían apartados en contraposición al de blancos de Aldea Blanca, tenemos que comentar las discriminaciones que sufrían las personas de color en las islas. Si la vida de los blancos, pertenecientes a las clases bajas, se podría considerar miserable, la de los negros, lo debió de ser en mucha mayor medida.

De hecho y según revela Ana Viña Brito y colaboradores, la instalación de los esclavos en las islas preocupó en gran medida a las autoridades locales y por ello se dictan una serie de disposiciones tendentes a su control, como fueron la prohibición de andar por los caminos después de “campana tañida”, llevar marcas visibles en el hombro para ser fácilmente reconocibles, algunos fueron herrados en la cara e incluso se autorizó “cortarles las orejas si sus culpas lo merecían”.(La organización social del trabajo en los ingenios azucareros canarios (siglos XV-XVI)

El poblado que después se llamó Aldea Blanca, ya existía en el tiempo de los aborígenes canarios pues según Suarez Grimón y Andrés Quintana: "El 27 de mayo de 1616 presentó escrito en el Cabildo el regidor Pedro Espino Castellano pidiendo se le hiciese merced de 300 fanegadas de tierra en el Llano de Aldea Blanca, unos solares de “casas de canarios”que estaban en las cabezadas de dicho Llano y la mitad del agua que salía del Barranco de Tirajana. Esta solicitud fue contradecida por Juan Alonso Romero y Lope Franco, alegando eran suyas dichas tierras y aguas. Por ello el Cabildo acordó darle al regidor Espino solo las casas canarias." (Historia de la Villa de Agüimes).

Estas “casas de canarios” se situaban en lo que hoy es el pueblo de Aldea Blanca, y el topónimo lo conocemos como tal, por vez primera, el 8 de noviembre de 1511, cuando se da en Burgos merced a Lope Conchillos, de seis caballerías de tierra con el agua necesaria para su riego: “…agua que ha de tomar de la que aprovechan los canarios en Varvega, debajo de Aldea Blanca, y luego fue adjudicada a Luis de Armas, por estar desaprovechada,…” (Carta Arqueológica de SBT).

Se podría considerar que si se le asigna ese nombre al poblado, en razón de que hay otro poblado donde viven los negros, este podría existir en esas fechas.

Abundando en la hipótesis vemos que los terrenos de Sardina comienzan a cultivarse a principios del siglo XVI. En 1523, Antón Pérez Cabeza (del que posteriormente toma nombre el primer negro del barranco) ya tenía plantaciones de caña de azúcar en Sardina, que molía en su ingenio de Agüimes (Aguatona- Ingenio), que era también de Alonso de Matos (el Viejo), aunque debieron de molerse también en el ingenio de Santa Lucía . (Azúcar. Los ingenios en la colonización canaria. Ana Viña Brito y colaboradores).

Desconocemos la fecha de construcción del ingenio de Santa Lucía, aunque debió ser a principios de siglo. Su fundador fue Tomás Rodríguez de Palenzuela, hecho que conocemos porque su hijo, Lorenzo Palenzuela, que poseía tierras en Sardina donde tenía la plantación de caña de azúcar, pretendió trasladar el ingenio desde Santa Lucía a Sardina, hecho que creemos finalmente no sucedió, pues no tenemos noticias de que se instalara y llegase a funcionar.

Así, el 29 de octubre de 1554, se le concede una data a Lorenzo Palenzuela por el Cabildo secular: "Se concede licencia a Lorenzo de Palenzuela para hacer una acequia desde el barranco de Tirajana a las tierras que el Cabildo le había dado en Sardina para hacer un ingenio":


“Petición de Lorenzo de Palenzuela, vecino de la isla, le hagan merced de dar licencia para hacer una acequia por donde pueda llevar sus aguas del barranco de Tirajana a las tierras que le hicieron merced en el lomo que dicen de Sardina, la cual acequia ha de comenzar desde la cueva de Juan Adobar, por donde pueda hacerla, hasta sus tierras" Es edificio que ha de hacer por riscos y gastar mucho dinero y soltar su agua y deshacer su hacienda de Tirajana y pasarla abajo", y por ello suplica que ya que le dieron las tierras y sitio de ingenio, le den titulo del salto por donde ha de ir la acequia, que sea suya como lo son las tierras y aguas, y de sus descendientes, y lo manden asentar. Se le da el asiento y sitio de ingenio, y el sitio de acequia.”


Por ello, debieron de haber en la zona personas de color, desde esas fechas, que podrían vivir separadas y de ahí el nombre de Aldea Blanca, para indicar la población blanca en la zona. Según Manuel Lobo, los cálculos para Gran Canaria establecen una media de 30 ó 35 esclavos entre hombres y mujeres por ingenio y plantación que representarían entre un 10% y un 12%, de la mano de obra, lo que nos indica la probable población de la zona. (Azúcar. Los ingenios en la colonización canaria. Ana Viña Brito y colaboradores)


Por último, según Santiago Cazorla León (Los Tirajanas de Gran Canaria, 1995), existe una tradición oral que afirma que los negros llegaron al Barranco de Tirajana procedentes del naufragio de algún barco hundido por aquellos mares y nos explica en su obra los pleitos de los curas de Tirajana y Agüimes (1690-1694) por la jurisdicción de estos negros del barranco que nos aportan bastante información.


Según Manuel Guedes (Coplas de Laito. 2002. Proyecto Vivencias. IES Santa Lucía) pastor, hijo y nieto de pastores, que fue vecino de Casa Pastores, y descendiente de los Guedes de Castillo del Romeral, la historia de los Guedes en Gran Canaria se inició con una embarcación portuguesa que llevaba esclavos negros para América, en el barco venían Guedes y Torres. El mal tiempo hizo que la embarcación zozobrará en la costa sureste de Gran Canaria, donde desembarcaron por la costa de Las Salinas. (Castillo del Romeral).

 

En este artículo hemos pretendido aportar información sobre la extraña aldea negra que existía en la comarca, en la que con toda probabilidad debieron vivir ascendientes de muchos vecinos de Castillo del Romeral, en los que todavía hoy podemos observar rasgos de sus ascendientes de color, así como de otros vecinos en los que no se observan estos rasgos que tienden a desaparecer a raíz del mestizaje, tras el paso de varias generaciones.


Por nuestras venas corre sangre de estos negros, descendientes de esclavos, que estaban en nuestra comarca desde el siglo XVI, signo inequívoco de nuestro mestizaje así como del de la población canaria en general.” (Pablo Guedes, 2011)

 

1605. La Gomera contaba con 1.035 habitantes, es decir, unos 230 menos que en 1585. La densidad, por lo tanto, había descendido por debajo de 3 habitantes por kilómetro cuadrado. La mayoría de los gomeros residían en San Sebastián (86, por ciento) y un porcentaje ínfimo residía en Vallehermoso. Como puede verse, la decadencia de la Gomera parece incuestionable. Abandonada por los señores feudales de la isla y por los poderes centrales en la metrópoli no sale de la postración. En 1607 los señores feudales suscriben pactos con 16 vecinos de Chinet (Tenerife) a los que se les dan tierras a renta anual en Etime, Lomo del Merlo, Agulo y Tamargada. Pero esta repoblación-colonización no consigue reanimar la economía isleña basada en la agricultura y fracasa estrepitosamente puesto que en 1620 no quedaba más que un solo vecino tinerfeño cultivando 1700 fanegadas por una renta de 24 fanegas de trigo anual. La severidad del dominio feudal señorial, la escasez de tierras para labrantío por la peculiar orografía, la ausencia de artesanía unido al carácter periférico y marginal de la Gomera respecto a las grandes rutas comerciales, conducirán a una situación de crisis permanente con una economía siempre en la frontera de la precariedad.

 

Al finalizar el XVII parece haberse producido un cambio de rumbo por cuanto en 1676 la Isla de La Gomera disponía de 4.231 almas, distribuidas en 6 poblaciones del interior y en la villa capital Ipalam. En 1688 se apreciaba un nuevo incremento elevándose esta vez a 4.661 habitantes. Las localidades de Vallehermoso y Hermigua llegaban ya hasta superar a Ipalam (San Sebastián). Vallehermoso, situada en el noroeste de la Gomera, da muestras de despegar económica y demográficamente. Es por lo que en 1635 construye una iglesia parroquial de la secta católica para el creciente vecindario. Al consumarse la centuria, la Gomera parece desperezarse mejorando sus bases económicas y alcanzando una densidad de 10 habitantes por kilómetro cuadrado. Eso supone que también mejora su porcentaje -4,43 por ciento- respecto a la población de la colonia canaria de estos años. Hasta entonces nunca esta isla había llegado a alcanzar semejantes magnitudes. (Ramón Díaz Hernández; 1991)

 

1605. Se verifica un cambio de tenden­cias exportadora que suprime sus posibilidades e incluso la convierte en importadora de trigo, esta nueva coyuntura coincidiría con sobre los cultivos en la colonia de Canarias en general,

 

El duque de Sully, el ministro que enderezó la comprometida ha­cienda real en tiempos de Enrique IV de Francia, solía decir que la la­branza y la ganadería eran las dos mamas de la economía francesa. In­glaterra había dispuesto de una sola, hasta que descubrió en los surcos del mar una nueva e inesperada fuente de riqueza. En cuanto a la colonia de Cana­rias, buscó su alimento por más de un camino. Si no insistió y no se fijó definitivamente en ninguno, no fue culpa suya ni señal de incons­tancia. En el momento en que una fuente de producción empezaba a dar buenos resultados y movilizaba en grado óptimo las actividades y las energías locales, intervenía una de las muchas y periódicas interfe­rencias que forman la historia de las islas, y acababa quitándosela de la mano. Había que volver a empezar y buscar en otra dirección. La pro­ducción tinerfeña, de todos modos, se sitúa bajo el signo de la progre­sión en orden disperso.

 

La dispersión debe entenderse en el tiempo más que en el espa­cio. No es una multiplicidad de individuos que buscan salidas diferen­tes, sino una multiplicidad de salidas diferentes que invitan o dan la impresión de servir una tras otra. Cuando se cierra una, es preciso tra­tar de abrir a la que está a su lado y que no cederá fácilmente, a la pre­sión de un individuo o de un grupo, sino que resultará cómoda sólo al cabo de varias generaciones.

Lo curioso no es esto, sino observar que los individuos, contra­riamente a lo que se podría esperar, no está atormentados por la in­quietud de cambiar. Con la psicología propia de todos los insulares, los individuos son conservadores: se aferran a su programa de vida y a sus instrumentos de trabajo y sólo cambian por fuerza, después de ha­ber agotado todos los recursos que les permitían ir tirando. Y todos los recursos acaban agotándose o fallando: el azúcar, el vino, el comercio de Indias, la cochinilla, el tabaco, el puerto franco, el plátano, el to­mate, el turismo no han sido para los canarios —hablando, natural­mente, con las perspectivas de la historia o incluso quizá con las de la estrella Sirio—, valores más resistentes que el del tostón.

 

Así y todo, estos productos y estas salidas han hecho la economía de Canarias a lo largo de su historia. Cuando los enumeramos de este modo, parece que tratan de imponer la imagen de una búsqueda afa­nosa y de una preocupación constante, a la vez que de una dedicación monopolística y de lo que se suele llamar el monocultivo. Esta imagen es seguramente falsa. La economía es mucho más pérfida de lo que pa­rece. Si es cierto que no le gusta la depresión continuada, tampoco se conforma con prosperidades prolongadas. Donde más se complace es en las graciosas y sangrientas curvas y evoluciones que forman las deli­cias de los especialistas y el terror de los gobernantes.

 

En Canarias no se miran sino las curvas que van para arriba. De una manera general, las otras no merecen ninguna confianza. Por lo tanto, el problema de la producción no es el de una búsqueda inquieta, sino la imagen de una permanente ilusión, que lee su porvenir al tras­luz con la persuasión que acaba de dar en el clavo. Y el hecho es que to­das las soluciones mencionadas eran buenas, suficientes y viables; todas venían, además, acompañadas de períodos de prosperidad que exalta­ban el optimismo congénito de la gente. Cuando empezaba la recesión, la riqueza se derretía paulatinamente y los isleños no alcanzaban a ver siempre por qué se les derretía. Con la mentalidad específica del labra­dor, que está consolado con la idea que tras las vacas gordas tienen que venir las flacas, esperaban confiadamente a que volvieran a engordar. Pero las vacas no habían enflaquecido, sino que habían muerto.

Por otra parte, el decir que la fuente de la riqueza estaba centrada en un momento determinado, pongamos por caso, en el azúcar, no significa especialización monopolística de la cana y despreocupación por los demás ramos de la producción. Ni siquiera significa monopolio a la exportación. Sólo indica que la producción no era suficiente­mente diversificada. Las actividades productoras, demasiado atraídas por las perspectivas de un producto privilegiado, cedían a la tentación inoportuna de concentrar sus esfuerzos sobre aquel punto. Con ello se introducía en la producción un factor de especulación, que está al ori­gen del dumping y que, aun sin llegar a este extremo, resulta de todos modos contraproducente a largo plazo. Pero no debe confundirse esta situación con la idea de monocultivo, ilusión que se funda quizá en la poquedad de los productos exportables y en la presencia de un comer­cio más o menos monocolor. También tiene sus peligros este último: los contemporáneos los han sentido o, cuando menos, los han experi­mentado sin comprenderlos y, también instintivamente, los han corre­gido en parte por la diversificación artificial del comercio internacio­nal, por medio del contrabando.

 

Todos estos problemas de producción, que luego serán problemas de comercio, parece que no deberían interesar la historia de Santa Cruz, ya que rebasan ampliamente su ámbito. Sin embargo, se relacionan es­trechamente con toda su historia, no sólo porque las actividades de su puerto dependen de la riqueza que puede y debe afluir desde el interior; sino también porque la riqueza de determinados momentos explica to­dos sus adelantos, la necesidad de sus defensas, el brillo de sus templos, el ensanche de sus actividades, la arrogancia de su política —mientras que la inconstancia de esta misma riqueza debe tenerse en cuenta cuan­do se quiere explicar su lentitud y las vacilaciones de su desarrollo.

 

Los cultivos en la colonia

La explotación de las riquezas del subsuelo en Tenerife no necesi­ta ninguna aplicación particular, porque no tiene historia propia. Es verdad que hubo aquí también, como los hay por todas partes, busca­dores de oro ilusos, pero su presencia apenas tiene más valor que el anecdótico. A raíz de la conquista, se había pensado en una explotación del azufre en el cráter de Las Cañadas, pero no consta que se haya llegado a alguna realización práctica. A pesar de sus buenas intencio­nes, los buscadores de piedra caliza no tuvieron más suerte. La cal empleada en las construcciones de la isla se traía normalmente de Gran Canaria o de Lanzarote. La sal era también artículo de importa­ción, muy pedido y apreciado en el mercado de Santa Cruz: venía in­diferentemente de Lanzarote, de Andalucía o del extranjero. En 1769 se intentó imitar el ejemplo lanzaroteño y establecer unas salinas en la costa de la isla, pero el proyecto no prosperó, suponemos que por oposición del Cabildo, ya que la venta de la sal pagaba una contri­bución que pertenecía a sus propios.

El primer producto de cultivo del suelo tinerfeño fue el trigo, por razones tan obvias, que sería inútil mencionarlas. Los primeros sem­bradíos que conocemos son anteriores a los primeros repartos de tierra; el trigo, considerado como alimento de primera necesidad, llegó rápidamente a imponerse como base de cambio o como moneda. Su producción era abundante al principio: pero se trataba de una abun­dancia relativa, que dependía menos de las cantidades cosechadas, que de los pocos pobladores que se habían establecido en la isla. De todos modos, las cosechas anuales rebasaban las necesidades del consumo v dejaban libre cierta cantidad de cereal que podía ser exportada. Luego, al multiplicarse los vecinos, el trigo empezó a escasear en los años ma­los. Para remediar las escaseces se aplicaron dos remedios diferentes: por una parte, la multiplicación de las tierras de cultivo, y por otra parte la prohibición de la exportación en las épocas de mala cosecha, que ya hemos encontrado en otro lugar, con el nombre de veda de la saca. Con esta reserva, que depende de la coyuntura, Tenerife fue a menudo exportador de trigo, a lo largo del siglo XVI. Las primeras décadas del siglo fueron incluso época de euforia: el trigo que se ex­porta anualmente a Portugal, Madera y Castilla forma el renglón mas importante del comercio exterior de la isla.

Se sabe que la producción del trigo depende de factores que no es posible dominar. En Canarias tropezó, además, con las dificultades propias del clima y del suelo, pasando por altibajos que van fácilmente de la abundancia al hambre, con unos ciclos anuales, y a veces bianuales, tan apretados, que no dejan a la economía el tiempo de respirar.

Cuando la cosecha es buena, hay bastante trigo para exportar y ganar dinero; cuando es mala, hay que importarlo, o se come cebada, o mi­llo, y raíces de helecho.

 

Supeditada su producción a los factores climatológicos, el trigo depende después, en la fase de la distribución, a otras condiciones que quizá no son menos duras. Es un producto intervenido directamente por el Cabildo, quien controla el mercado, porque es el producto que más interesa para el abastecimiento de la población; y bien se sabe que toda intervención resulta ser un entorpecimiento del mecanismo de la distribución. Por otra parte, una cuota importante de la producción pertenece a las tercias reales o pasa a pagar el diezmo eclesiástico: con lo cual sale del circuito de la distribución, porque el obispo goza del privilegio de poder sacar su trigo y aprovecharlo incluso en las épocas en que está prohibida la exportación. En fin, lo peor de todo es que no parece posible conservar el trigo de un año para otro, a pesar de to­dos los esfuerzos del Cabildo y del pósito que ha formado, porque, con los conocimientos profilácticos de que se dispone, la protección contra los insectos y roedores es nula.

Todo esto contribuye para que la producción no pueda cubrir las necesidades de la población. Sin embargo, las condiciones eran favora­bles y el rendimiento medio, superior a la media europea; en cambio, la tierra es poca, generalmente mala y las sequías prolongadas son bastante frecuentes. Casi desde el principio, cuando la producción es mala, no basta para alimentar a los habitantes. A partir de fines del siglo XVI, la cosecha ha dejado de ser suficiente, incluso en los años buenos. En 1802 se declara que «esta isla es proporcionalmente la que experimenta mayor falta de granos para la subsistencia de sus habitan­tes, pues en un año bueno no recoge ni aun la tercera parte de lo que necesita para su consumo». Esta declaración no es una exageración estudiada, para servir mejor la causa que defiende, porque no cabe du­da de que el déficit de la producción canaria de trigo era mayor que el promedio de Canarias: este último representaba, a fines del siglo XVIII, alrededor del 60% de la producción.

La zona de Santa Cruz no era un centro productor. Las superfi­cies destinadas a la agricultura no eran muy extensas: para el trigo, la zona comprendida entre El Cabo y el Barranco Hondo, así como la de Geneto, que en aquella época pertenecía a Santa Cruz. La producción del lugar suma 1.000 fanegas de trigo y 300 de cebada en 1788, para un consumo apreciado en 10.000 fanegas de trigo. El año de 1790 debió de ser muy malo para las cosechas, porque no dio más que 315 fanegas de trigo y 34 de cebada. En 1792 hubo 3.655 y 300 respecti­vamente!. En 1802, la producción total de Tenerife es de 110.243 fanegas de trigo, que apenas proporcionan alimento para unas 11.000 personas. Dentro de este total, Santa Cruz interviene con una canti­dad de 200 fanegas. Lo más notable es la espantosa variación que, en diez años, va de 1 a 18 en los resultados de la cosecha, y que no resul­ta fácil explicar. La cebada, con 250 fanegas en 1802, no parece haber pasado por altibajos tan extremos. En la misma época, San Andrés produce 400 fanegas de trigo y 100 de cebada y Taganana 1.100 y 10 respectivamente. Se sabe que en Canarias el trigo no se consume sola­mente en su forma panificada, sino principalmente como gofio; en esta forma se importa normalmente, ya tostado y molido, desde Gran Canaria.

A pesar de unos comienzos esperanzadores y que pudieron enga­ñar durante algún tiempo, el trigo ha sido siempre un capítulo impor­tante del déficit de la producción canaria. Era natural que fuese así. La extensión de las tierras cultivables era demasiado reducida, para per­mitir en buenas condiciones los cultivos corrientes; y quizá demasiado reducida para cualquier clase de cultivos. Para sacar de las pocas tierras de riego su mejor rendimiento, nadie como el primer Adelantado, quien tenía ojos de lince y mano de hierro, cada vez que se trataba de sacar rendimiento, sea de la cosa que fuese. El fue quien reservó siste­máticamente las mejores tierras de repartimiento para el cultivo de la caña de azúcar, haciendo de este cultivo la condición perentoria de la data. Predicó también con el buen ejemplo personal, reservando para sí las tierras más apropiadas en Los Realejos y en Los Silos, y poniendo sendos ingenios de azúcar, además del que poseía en la isla de La Palma. Pero también es cierto que estimuló eficazmente este renglón im­portante de la economía insular, trayendo maestros de azúcar de Portu­gal o de las islas portuguesas, en primer lugar entre los que ya habían trabajado en Gran Canaria 21 y dando prioridad, para la venta, a los productores de azúcar que eran también vecinos de la isla.

Probablemente la producción tinerfeña del azúcar no llegó a igualar a la de Gran Canaria, donde hubo siempre mayor número de ingenios. Fue, sin embargo, suficientemente activa en la primera mi­tad del siglo XVI y llegó a venderse en los puertos del Mediterráneo, en Francia, pero principalmente en los Países Bajos y en Inglaterra. En comparación con los demás productos de la isla, constituía una fuente de ingresos superior a otra cualquiera. Un ingenio de azúcar valía, en los primeros años del siglo XVI, unos 3 millones de maravedís y su precio, por más que considerable, se podía amortizar con la renta de diez años: por consiguiente, producía del 10 al 12% y presumible­mente bastante más. Calculando muy por debajo de la realidad, la producción de azúcar de Tenerife podría representar en aquella época unos 2 millones de maravedís. Calculando muy por lo alto, no parece llegar a los 7 millones que formaban entonces el volumen de la pro­ducción del trigo. Este último seguía siendo el primer renglón de la producción agrícola; pero existía entre los dos productos una diferencia fundamental: el azúcar quedaba íntegramente disponible para pa­sar al circuito comercial exterior.

 

Todo se vino abajo por la competencia. El azúcar no era un pro­ducto exclusivamente canario: se podía comprar en Madera, donde la producción era abundante o en la costa de África, en Sus, donde el Xarife tenía 14 ingenios que le rentaban 550.000 ducados al año. ven­diendo su producción a franceses, flamencos, ingleses e incluso a algu­nos clientes españoles. Luego el cultivo de la caña y la técnica de la fabricación del azúcar pasaron rápidamente de Canarias a la Isla Espa­ñola y a Cuba. La producción americana resultaba más interesante para el comercio internacional: allí se disponía de tierras de riego mu­cho más extensas, de mejor rendimiento y trabajadas por una mano de obra más barata, por estar formada exclusivamente de esclavos. Pero el golpe de gracia no vino de las Antillas, sino del Brasil, cuyas plantacio­nes lanzaron en dirección a Europa ingentes cantidades de azúcar blanco.

 

 Hacia 1560, la producción del azúcar canario había dejado ya de ser el mismo negocio de antes.

Los productores tardaron algún tiempo en darse cuenta de la nueva realidad con que tenían que enfrentarse; luego se resignaron y pasaron a otra cosa. En 1573, las Cortes de Madrid representaban al rey que el comercio de vinos canarios a Indias había arrastrado la erra­dicación de la caña de azúcar y que el resultado del abandono de aquel cultivo era la escasez de azúcar de que padecía Castilla. Pero el cam­bio de interés de los agricultores canarios no se debía al éxito del vino, sino a la pérdida del mercado azucarero, que ya no era posible recupe­rar, en competencia con los productores americanos. A mediados del siglo XVII, Gran Canaria, el gran productor de azúcar del archipiélago, compraba normalmente en el mercado exterior el azúcar que necesita­ba para su consumo.

 

Sin embargo, hubo cultivadores que se mantuvieron en sus trece. En el siglo XVIII, aun se fabricaban anualmente 3.000 arrobas de azú­car en La Palma y unas mil en Tenerife. Una real orden de 28 de abril de 1780 acordaba la franquicia a los azúcares de Canarias intro­ducidos en España. Era un privilegio inútil, del que no deben haber abusado los canarios. En la economía agrícola de Tenerife, la caña de azúcar no cuenta para nada alrededor de 1800.

 

El vino fue el heredero del azúcar en Canarias y principalmente en Tenerife. No lo heredó solamente desde el punto de vista comercial, por pasar su mejor parte a la exportación; sino también que ocupó su mismo terreno de cultivo, ya que, según parece, las parras fueron introducidas en las tierras del valle de La Orotava, desesperadamente, cuando se dieron cuenta sus dueños que ya no tenía interés el cultivo de la caña.

Al principio, cuando no había producción propia, los canarios be­bieron vinos importados, principalmente de Andalucía. Luego se vio en Tenerife que se daban muy bien las parras, que el vino era igual o superior al que se traía de fuera y que su aprovechamiento podía resul­tar interesante. Hubo entonces una precipitación en masa hacia aquella nueva modalidad agrícola. Algunas de las datas concedidas por el Ade­lantado en 1504, en la zona de Santa Cruz, contienen la cláusula obli­gatoria del plantío de sarmientos y la casi totalidad de los numerosos repartimientos que se hicieron entre 1511 y 1513 en la zona de San Lázaro, entre La Laguna y Los Rodeos, tenía la misma finalidad. Tam­bién había parrales bastante numerosos en el valle del Bufadero y en el Valle de Salazar. Hacia 1540 - 1545 se sacaban ya de los plantíos tinerfeños unas 3.500 pipas anuales, que resultaban insuficientes para el consumo: todavía era temprano para pensar en la exportación.

Los problemas empezaron cuando esta exportación fue posible, por haber aumentado suficientemente la producción. Al sacar vino de las islas se tropezaba con los intereses de los productores peninsulares, que intentaron eliminar por todos los medios la competencia de los vinos canarios en el mercado americano, e incluso en el del Norte. También hubo dificultades con los importadores, principalmente con los ingleses. Pero todo ello no pudo impedir el progreso del comercio, fundado en una producción que en Tenerife se ha estabilizado, a lo lar­go de dos siglos, alrededor de unas 30.000 pipas anuales en Tenerife, unas 20.000 personas andan ocupadas en el cultivo de las parras.

Desde el punto de vista de la calidad, el vino de Tenerife es el me­jor de Canarias. Se reparte en dos clases, que a lo mejor son tres, la malvasía y el vidueño. Este último es el vino que se consume en las islas y se envía a las Indias. La malvasía puede ser muy buena o de primera clase, en cuyo caso se vende íntegramente en Inglaterra; o menos bue­na, de segunda clase, que se exporta a Holanda y a las plazas interveni­das por la Hansa del Norte. Con razón o sin ella, la malvasía tiene la reputación de ser el mejor vino del mundo y ha suscitado el entusias­mo de todos los grandes poetas de Inglaterra, desde Shakespeare hasta Shelley y Keats. Tan oportuna y eficazmente ejercita esta función de Pero su misma calidad lo ha perdido. A lo largo del siglo XVI, su exportación había empezado tarde y se había hecho libremente: los caldos canarios eran recibidos en todos los mercados, el de Portugal como el de Francia, el de Holanda como el de Indias. Luego, sus mé­ritos despertaron el interés y la codicia de los clientes ingleses; y es de suponer que los bebedores ingleses no soportan que las buenas bebidas pasen también a manos de otros bebedores. Así como habían interve­nido la mejor producción vinícola de Jerez y de Málaga, de Oporto y de Madera, así como después intervendrían los mejores caldos france­ses, de igual modo derivaron rápidamente la riada de la malvasía hacia los puertos del sur de Inglaterra y los docks del Támesis, con el total beneplácito de los cosecheros, que recibían regularmente su dinero, y de los exportadores, que eran ingleses. Una vez acaparados los merca­dos, los importadores ingleses pudieron dictar sus condiciones: y fue­ron tales, que la producción del vino perdía gran parte de su aliciente. En los momentos de euforia se habían ensanchado desconsiderada­mente los cultivos de parras, con todas las consecuencias fatales que de esta falta de planificación se podían- [...]

 

Continúa en la entrega siguiente.

 

Noviembre de 2011.

 

* Guayre Adarguma Anez Ram n Yghasen.

 

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Bibliografía

     

http://elguanche.net/dedomovil.gif (1387 bytes)  Capítulos publicados

 

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