FEMÉRIDES
DE LA NACIÓN CANARIA
CAPÍTULO
XXI (VIII)
Guayre Adarguma
*
1602. El Cabildo colonial de Tenerife manifiesta su contento porque “se observa con satisfacción que «este año presente se han cargado en el puerto de Santa Cruz de Añazu más navíos para las Indias, Brasil e Cabo Verde, Flandes y Francia, que otros años muchos atrás”.
El puerto
“El vino y los demás productos del interior no
llegaban a Santa Cruz para quedarse, sino para
continuar su viaje hasta mucho más lejos. Para poderlo continuar era necesaria otra infraestructura de tipo
diferente, pero de misión paralela a la del camino, la de su puerto. Fue para el Cabildo otro quebradero de cabeza, diferente
del anterior sólo por sus proporciones, que no admiten comparación con lo que
se gastaba para asegurar las
comunicaciones del interior. El camino era una empresa
difícil, sin más, y pudo tardar tres siglos en llegar a reunir condiciones satisfactorias. El puerto no sufría
demora. No es que reunía condiciones
satisfactorias; pero incluso en malas condiciones, era un empeño desesperado para una hacienda como la de
Tenerife. Sin embargo existió desde el primer
momento, casi se podría decir que existió desde
antes de existir, a pesar de todas las dificultades y de todas las oposiciones de dentro y de fuera, de la
tierra y del mar, de los hombres y de los
elementos.
Los que entienden de navegación consideran que
Tenerife dispone de cuatro puertos naturales,
que son los de Santa Cruz, Puerto de la
Cruz, Garachico y Adeje. El primero no era el mejor. Su mérito principal, decían, era la salida segura por todos
los tiempos. Puede ser que la afirmación
sea exacta, pero el mérito no parece suficiente para convencer de su bondad. En
realidad, su destino histórico es el fruto de una paradoja. Fernández de Lugo había escogido la bahía de Santa Cruz como base ofensiva, porque desde ella
resultaba fácil penetrar en la isla;
después de lo cual, el puerto fue mantenido como base defensiva, para impedir que otros pudiesen penetrar
hacia el interior.
Las paradojas tienen su lógica; porque es evidente
que se precisaba cortar el paso allí donde la
tentación de presentarse era más fuerte. Se comprende,
pues, la necesidad táctica del desarrollo del puerto; pero lo cierto es que había
en la isla otros más, mejores y mejor situados.
El mismo Cabildo, interesado directamente en el
fomento de Santa Cruz, reconoce que su
abrigo no es bueno durante el verano, «por cursar, como siempre cursan, los vientos lebantes e nordestes». Es verdad que es bueno en invierno, pero entonces no
tiene mucho interés para el tráfico,
porque «es impedido por las muchas lluvias que en esta sibdad suele aver y el largo camino que ay de las haziendas al puerto, que se sirven con carretas». Por otra
parte, la entrada en el puerto, después de
haberse doblado la punta de Anaga, era difícil en las condiciones de la navegación antigua. Los vientos soplan de tal modo, que empujan las embarcaciones, las arrastran en
dirección suroeste y no les permiten entrar o detenerse. Antiguamente, no se
llegaba a Santa Cruz sino bordeando, o
pegándose lo más posible a la tierra, para entrar en la zona costera al
abrigo del viento. En fin, una vez entrado, el
puerto resultaba ser un simple fondeadero: al muelle no se llegaba sino con las lanchas o los botes de los navíos —cuando
había muelle—. Los navíos no se le podían acercar, porque la resaca era demasiado fuerte. En la bahía cabían
diez a doce barcos de guerra: si eran más,
corrían el riesgo de echar ancla sobre fondos de escolleras, en que se rompían frecuentemente los cables.
El cuadro no es halagüeño, y es lo menos que se
puede decir. A menudo, el puerto de Santa Cruz se considera como peligroso. Periódicamente,
el temporal echa abajo el muelle: y si no lo derriba más a menudo, es porque
en general se tarda mucho en volver a edificarlo. No es raro que los navíos se pierdan dentro del mismo
fondeadero, generalmente por
estrellarse contra la costa o el muelle. También son frecuentes las desgracias personales, ocasionadas por el
zozobrar de los botes que aseguran el
enlace del fondeadero con el muelle o con la caleta A estos inconvenientes se añade el puramente económico, de la implantación del puerto en el corazón de una zona
de recursos más bien limitados. En orden a la
entrada de mercancías extranjeras, estaba sin
duda mejor situado que sus rivales, Garachico y el Puerto de la Cruz, por la proximidad casi inmediata del gran
centro lagunero. Pero en cuanto al tráfico
de exportación de productos locales, y sobre todo de
vinos, se les debe hacer venir de tan lejos como Tejina o Tacoronte, cuando no vienen por mar, desde los dos puertos
mencionados.
En el proceso que preside al desarrollo del puerto,
todo es o parece remora u obstáculo: sus
características, las dificultades de toda clase con
que tropieza la fábrica de su muelle, los malos caminos que conducen hacia el interior, la relativa pobreza de la
zona en que se halla enclavado. Tantas
contraindicaciones son bastantes para explicar la lentitud
de sus progresos, e incluso para causar extrañeza el comprobar que, a pesar de todo, hubo progresos. El puerto es
obra de la naturaleza; pero ésta había
hallado un aliado poderoso en el Cabildo, que ha realizado aquí la obra más importante de toda su historia. La
naturaleza fue madre, o quizá madrasta: en realidad se puede
decir que el puerto de Santa Cruz es la obra política del Cabildo, en lucha más
bien que en colaboración con ella.
Por qué se ha empeñado el Cabildo, queda ya dicho:
para tener la seguridad de que las costas de Añazo no volverían a
servir de lugar de desembarco y de base para
nuevas conquistas de la isla. Le costó caro; pero no se había
equivocado, porque, gracias al cerrojo santacrucero, La Laguna ha evitado el
destino de tantas ciudades americanas o incluso canarias, que han conocido la mano de hierro o de garfio de los piratas y de
la ocupación extranjera. Es posible que esta explicación no sea la única.
Hubo también, sin duda, intereses creados, que no es fácil adivinar.
Quizá Fernández de Lugo dio el primer estímulo,
porque Santa Cruz le ofrecía evidentes
ventajas en sus relaciones frecuentes con la costa de África.
También es evidente el interés que aconseja dar la preferencia al puerto
más cercano al principal núcleo de clientes potenciales.
Desde los primeros momentos, el Cabildo se aplica en
recalcar la categoría particular de este
puerto, del que quiere hacer el primero de la isla. Su preocupación es visible, y sin duda sincera, cuando ve que
las cosas no van bien; y a menudo no van bien,
porque el puerto no tiene suficiente
actividad y la emigración aumenta hasta alcanzar cotas peligrosas. La epidemia
que asoló la isla en 1582 había desalentado el tráfico a la vez que diezmado la población. Los habitantes de Santa Cruz, «viendo que no tienen en qué entretenerse,
por ser gente que con el dicho trato se sustenta,
se an ydo y van de cada día fuera de la ysla a otras partes, e a llegado el
negocio a tanto, que no a ávido en mucho tiempo
en el dicho puerto principal navio ninguno y está aquel lugar despoblado y sin gente y muy sujeto a que, viniendo qualquier enemigo con mediana fueza, pueda haser daño en
el dicho puerto y en esta cibdad». El
peligro es doble, pero basta con una solución: hace falta animar la vida económica del puerto, después de
lo cual todo irá bien. Lo malo es que, para conseguir
este resultado, los medios están en la
mano de Su Majestad, porque el Cabildo no dispone
de fuerzas suficientes. Por su parte, él hace lo que puede, y algo más. Su temor de ver desaparecer el tráfico llega a
tales extremos, que prefiere engañar a los navegantes, ocultándoles
la gravedad de la epidemia para no
perderlos. Además, el alcaide recibe órdenes excepcionales: debe
olvidar las normas que prohibía la entrada de los navios de noche y en
adelante, al contrario, debe recibirlos con «todo regalo».
Como contraparte, el Cabildo también sabe dar una
imagen optimista de las actividades del
puerto, cuando así lo exigen las circunstancias
y los intereses. En 1602 se observa con satisfacción que «este año presente
se an cargado en él más navíos para las Indias, Brasil e Cabo Verde, Flandes
y Francia, que otros años muchos atrás». Es fácil que haya en el puerto 15
navíos a la vez pero esto ocurre sólo
cuando se trata de dejar sentada la
superioridad de Santa Cruz en relación con los demás
puertos de la isla. Cuando el interés va por otros caminos, se comprueba con la
misma facilidad que el de Santa Cruz «es el de menor
trato, y es cosa pública y sierta que por algunas personas qu'están en
el dicho puerto e biven en él huyen los estranjeros e algunos tratantes,
e vienen a menos las rentas reales», siendo preciso castigar a tales enemigos
del bien común, que tratan de desanimar el comercio.
La competencia entre Santa Cruz y Garachico, y más
tarde entre Santa Cruz y el Puerto de la
Cruz, no fue el menor de los problemas con
que tenía que enfrentarse el Cabildo. Los otros tenían, además de las ventajas naturales (en el caso de Garachico) y de
una abundante producción destinada a la
exportación, al alcance de la mano, la calidad envidiable para los
navegantes, de puertos de franquía, cuya entrada y
salida eran libres y donde las mercancías no estaban intervenidas
desde que surgía el navío, como en Santa Cruz. Hubo más: en el siglo
XVI hubo varios regidores, entre los más influyentes y mejor relacionados, establecidos en Garachico y naturalmente
deseosos de dar la mejor salida a los
productos de su hacienda. Se formó entonces un partido
de los garachiqueños, que propugnaba la prioridad de su propio puerto, frente a los defensores de Santa Cruz. La
lucha llegó a ser enconada en
determinados momentos.
Hacia 1554, en la época en que el Consejo estaba
reorganizando el comercio de Indias, había
pedido un informe al gobernador de Tenerife, sobre cuál era el mejor puerto de la isla, para concentrar en él,
a modo de monopolio, todo el tráfico americano. El gobernador hizo información pública, pero dirigida de tal manera, que
resultaba de ella que el sistema hasta entonces
seguido, de cargar vinos y harinas a las Indias por varios puertos de la isla, ocasionaba muchos daños y
fraudes. Para evitar estos fraudes, el
Cabildo solicitó directamente, por medio de su mensajero en Corte, que no se
admitiese más cargazón para Indias que la que salía
por Santa Cruz. Se opuso Fernando Calderón, regidor, representante de los vecinos de Garachico y de sus intereses y
el resultado fue que las cosas seguían como
estaban y que los navíos podían cargar indistintamente, en Garachico o en
Santa Cruz.
En 1579, el Cabildo volvió a tratar el problema del
interés de un orden monopolístico en el
comercio de Indias, con el pretexto de evitar los fraudes, pero evidentemente
con la intención de favorecer al puerto de
Santa Cruz. Protestaron inmediatamente los partidarios del otro puerto, encabezados por Fabián Viña, regidor
decano con 38 años continuados en el oficio.
Representó Viña que la real orden que se
quería resucitar, referente a la habilitación de un puerto único, había
sido discutida ya en su tiempo, hacía 24 años, cuando ninguno de los regidores presentes, excepto él, formaba parte
del Cabildo; que se había acordado
entonces obedecerla y no cumplirla; que desde entonces las cosas habían seguido como antes estaban, sin que nadie se opusiera; y que ahora se pretendía usar de aquella cédula
real, fuera de tiempo y sin haberse
recibido nuevas instrucciones. La opinión de los demás regidores de Garachico
fue más matizada. Tomás Grimón pensaba que,
mientras se guardase la orden vigente, según la cual los navíos canarios con destino a las Indias no podían viajar
sino en seguimiento de la flota, sería
mejor disponer de ambos puertos alternativamente. Santa Cruz para los navíos
que salieren de invierno y Garachico para los
de verano. Lo mismo pedía Felipe Jacome de las Cuevas, insistiendo todavía más en el interés que presentaba el
puerto de Garachico y en los daños que se
seguirían de su abandono: su puerto embarca los caldos de su misma zona, que
produce más de siete mil botas al año, y sin
él aquella producción se echaría a perder; el abrigo del puerto es excelente en verano; los bosques vecinos permiten
fabricar navíos y dar carena «a navíos grandes
de seiscientas e setecientas toneladas, tan bien como en el río de Sevilla, lo cual no puede acontescer en el puerto
de Santa Cruz».
A la hora de votar, los dos partidos resultaron prácticamente
igualados. La cuestión quedaba
en mano del gobernador, quien declaró que
cumpliría. Se acordó enviar un mensajero a Corte para suplicar en nombre de la
Isla. Finalmente el gobernador había recomendado el cierre del puerto de
Garachico al tráfico indiano. Fabián Viña, quien acababa de construir a sus expensas un fuerte en aquel puerto, para mejor asegurar su porvenir, se ofreció a ir a Corte
con otro regidor, los dos a sus expensas;
pero se le denegó la comisión, por considerársele parte
interesada. Quedaba en vigor la recomendación monopolística, que no llegó, sin embargo, a transformarse en
disposición legal.
En efecto, la epidemia de 1582 lo trastornó todo.
Murieron en ella más de 6.000 personas, que
representaban más de la mitad de la población
junta de La Laguna y de Santa Cruz. El puerto fue abandonado por el tráfico, tal como era de esperar en
tales circunstancias, y los navíos dieron
la preferencia a Garachico, cuyo lugar no había sido tocado por la pestilencia. Las cosas salían al revés de lo que se
estaba esperando. Pero el Cabildo volvió
a la carga y en 1583 acordó renovar la
solicitud del monopolio indiano en favor de Santa Cruz. Esta vez no eran de temer las oposiciones del otro partido,
porque la epidemia aun no había
terminado del todo, y los regidores que residían en los lugares no habían vuelto a acudir a las sesiones. El
acuerdo fue tomado en su ausencia y como por
sorpresa.
La proposición del Cabildo, llevada a Madrid por el
mensajero Lope de Azoca, siguió su camino
normal. El Consejo de Indias pidió informe a la
Real Audiencia de Las Palmas; ésta abrió información. En vista del cariz
amenazador que tomaban las cosas, los regidores de Garachico protestaron contra los acuerdos tomados en su ausencia; los vecinos de Buenavista, Los Silos y Garachico se
reunieron en junta y firmaron por
presencia de escribano público una protesta, que se reunió a la información;
y el Cabildo, en que dominaba el partido monopolístico,
despachó a Corte otro mensajero, Francisco de Valcárcel, con la misión de defender su posición. El Consejo
determinó dejar las cosas en su estado y
Garachico prosiguió su carrera, paralela a la de Santa Cruz.
A lo mejor aquella pequeña guerra civil no tenía
objeto. Por su misma posición geográfica, el
puerto de Santa Cruz tenía reservada una misión centralizadora que nadie podía arrebatarle. En realidad, todos los puertos de Tenerife servían los mismos
intereses y con los mismos medios; todos
ellos formaban lo que hoy llamaríamos un pool o
complejo portuario, con la base o la cabeza en Santa Cruz: lo cual no significa forzosamente que Santa Cruz debía de
ser el puerto de mayor movimiento: y de hecho no
lo fue, porque el tráfico de Garachico fue
constantemente mayor que el suyo. Vistas a distancia, estas diferencias cuentan
poco. Es normal que el tráfico oceánico se desentienda
de las rivalidades locales, porque, cuando se mira el mapa desde Nueva España o Tierra Firme, Garachico o Santa Cruz
da lo mismo. Es frecuente que un navío se
detenga en ambos puertos para cargar o descargar, o que se flete en uno para ir a tomar su carga en el otro.
Vistos desde fuera, los dos puertos aparecen menos
como rivales, que como anclajes diferentes del
mismo complejo portuario tinerfeño, que compra y vende en todos sus puntos, a los mismos clientes, los mismos géneros y productos. Es verdad que el paso de
uno a otro presentaba inconvenientes: el peor no
era el tiempo perdido, sino la presencia
frecuente de piratas que acechan en la altura de Anaga; pero en la navegación de entonces, todo era inconveniente.
La inutilización del puerto de Garachico por el volcán
de 1706, que había sido un duro golpe para los cosecheros de la banda del norte, obligó a algunos
comerciantes a mudarse a Santa Cruz para poder continuar sus actividades. Sería
un error considerar que fue ésta la base de la prosperidad
de Santa Cruz, porque la casi totalidad de lo que podríamos llamar la herencia de Garachico no vino aquí, sino que acabó
pasando al Puerto de la Cruz. A lo largo del siglo XVIII,
y
a pesar de no estar habilitado para el
comercio con las Indias, el Puerto de la Cruz
fue el primer mercado de vinos canarios, con un movimiento sensiblemente
superior al de Santa Cruz. En 1769, cuando se está discutiendo la
conveniencia de volver a fabricar el muelle de este último puerto,
todavía existe en el Cabildo un fuerte partido que preferiría dar la prioridad al Puerto de la Cruz, que sigue siendo el más importante
desde el punto de vista del tráfico.
En el caso del Puerto de la Cruz, la pugna fue menos
violenta, porque ahora se añadían a las
presiones del Cabildo otras, mucho más eficaces, de los comandantes generales. El interés de éstos se
confundía con el del puerto; mejor dicho,
los comandantes tuvieron la sutileza de tirar de los unos y de los otros hasta hacerlos coincidir. De cualquier modo, los resultados fueron los mismos. Sin el
doble apoyo, de las máximas autoridades, la
local y la regional, quizá Santa Cruz no hubiera
podido resistir a sus dos rivales.
Gracias
a esta protección ha subsistido, a pesar de todas las rivalidades
y competencias. A pesar incluso de la competencia que se hace a sí
mismo: porque tardó bastante en definirse y encontrar su propia identidad,
a través de vacilaciones y de dudas que constituyen otra rémora más
en el camino de sus progresos. En el siglo XVI hubo tres puertos de Santa Cruz: de
haberse concentrado desde el principio los esfuerzos del Cabildo en uno solo,
quizá las cosas habrían ido más rápidamente. Pero está dicho que la
historia aborrece los caminos de la facilidad.
Había en primer lugar un Puerto de los Caballos, que
ya había servido en la conquista. No consta que haya tenido muelle ni instalación portuaria alguna; pero parece haber servido
para carga y descarga de materiales,
suponemos que principalmente para la piedra de cal que venía de Lanzarote para
los hornos del barrio del Cabo. En 1514 se había prohibido la carga de la madera por el Puerto de los Caballos lo cual indica, si comprendemos bien la función de los
bandos y de las ordenanzas, que consiste en gran parte en negar las realidades,
que también se embarcaba madera. Por otra parte, así
como había servicio para el primer desembarco, aquella playa podía
aprovecharse por los enemigos para alguna
empresa similar: para impedir que sirviera de base de ataque a los piratas, se mandó en 1586 que se hiciese en él
un paredón de piedra, destinado a proteger a los
defensores.
El segundo
desembarcadero era el de la Caleta. La llamaban también la Caletilla, por ser de dimensiones reducidas; o la caleta de
Blas Díaz, por haber hecho éste, en su varadero y a mediados del siglo
XVI, un gran navío que había dado mucho que hablar. Era la Caleta una
modesta ensenada formada por un recodo de la costa y dominada
al norte por la pequeña eminencia en que se había edificado la ermita de la Consolación y más tarde el
castillo de San Cristóbal. El fondo de la Caleta, que miraba al oeste, era
formado por peñascos que caían a pique,
mientras que el lado sur formaba una playa que servía de desembarcadero y varadero; detrás de ella había una mota en que se fabricó una plataforma de
artillería, suprimida después para dar paso al edificio de la Aduana. El
abrigo de la Caleta era muy bueno, por hallarse
protegido por los tres lados y, además,
provisto con una playa; pero tenía difícil entrada y una capacidad muy reducida. Por aquí entraban y salían
normalmente los pasajeros y las mercancías;
precisamente por esta razón había sido elegida
como lugar apropiado para la implantación de la aduana. Sin embargo, a partir del momento en que hubo un
castillo en su flanco derecho, completado con
un modesto muelle, empezaron a surgir los
problemas.
En
efecto, el castillo se había fabricado con grandes sacrificios, con
la ilusión de que serviría para proteger toda la bahía de Santa Cruz.
Mal podía protegerla, en la dirección sur, con los
navíos al ancla que le interceptaban la vista. Después de fabricado el muelle,
se intentó obligar a los navíos a que pasasen al
otro lado de la fortaleza, para despejar el
horizonte: pero el hecho es que lo despejaban al sur para taparlo
al norte, donde, además, tenían que sufrir los navíos una fuerte resaca.
Como no quedaba otro lugar para donde mandarlos, se decidió que debían quedarse en el muelle si el tiempo era bueno, y refugiarse
en la Caleta si llegaba alguna tormenta, y se encargó al alcaide la empresa
desesperada de hacer observar esta norma. La situación se aclaró
algún tanto, cuando se completó la red de fortificaciones, que redujo la
extensión de la costa confiada a la vigilancia del castillo. Así y todo, la
situación se simplificó sin mejorarse, como bien se pudo ver en ocasión del
ataque de Blake.
En la Caleta no se llegó a fabricar muelle; en
cambio se emprendieron trabajos bastante numerosos, encaminados a facilitar
las operaciones.
Su poco fondo requería frecuentes trabajos de
limpieza y drenaje. Desde 1508 el Adelantado y el
Cabildo habían hecho asiento con un Juan
Grande para adobar la obra del puerto, pero el contratista había desaparecido sin ejecutar lo convenido. Se le
buscó, se le dieron seguridades para que
pudiese volver y él explicó que la obra a que se había comprometido había resultado tan difícil, que no podía cumplir
en las condiciones estipuladas. Bajó a Santa Cruz el
gobernador Lope de Sosa con dos
regidores diputados; se dieron cuenta de que en efecto había allí más
trabajo de lo previsto; y acordaron aumentar el precio de la contrata
y poner a disposición de Grande diez peones para ayudarle.
Esta vez debió de cumplir, porque, además de pagársele
las 80 doblas convenidas, le
regalaron un capuz y un sayo de Londres. Pero la Caleta se seguía tupiendo, porque «los navíos que venían deslastraban
en el mismo surgidero y echan jarretas quebradas,
de que redunda daño al puerto y a las
amarras de los navíos». Para cortar estos abusos, se fijó una multa de 600 mrs. de la que un tercio se abonaba
al autor de la denuncia y lo demás pasaba a las obras del puerto.
En 1593 se observa que «el puerto de Santa Cruz está
muy arruinado e casi tupido, de suerte
que no se puede enbarcar ni desenbarcar por
él, causado por las avenidas e barrancos», probablemente por la del vecino barranco de Aceite. El Cabildo baja en cuerpo,
con el teniente de gobernador, para
examinar la situación y acuerda que «conviene que se
adérese e linpie el dicho puerto de Santa Cruz y se abra lo que es junto al
muelle, ques el puerto ordinario que solía estar». Se manda hacer 8 padiguelas, 50 espuertas y 20 azadas. Cada día
bajarán de La Laguna seis carretas, «para que
con sus tapiales vayan linpiando y sacando
la tierra y la piedra de dicho puerto». Les ayudará una compañía de
milicias, que también bajará diariamente, y el alcaide y el beneficiado del lugar estarán presentes, junto con un
regidor, para animarles al trabajo.
En 1600 se vuelve a discutir el eterno problema del
muelle. Se duda ahora si conviene
reedificarlo donde antes estaba. Algunos regidores proponen mudar su sitio y dar al conjunto portuario una configuración diferente, más acorde con la que ya había
establecido el uso: ahondar y ensanchar la ensenada de la Caleta: suprimir la
playa del varadero de Blas Díaz y cavar
hasta llegar a la roca viva, que deberá cortarse a pique, para servir de arranque y de primer tramo del nuevo muelle; además, edificar en el fondo de la Caleta
una especie de malecón, excavando y quitando la roca hasta dar con el muelle
viejo, para ensanchar de este modo y abrir
al tráfico aquel segundo lado de la ensenada.
La idea pareció buena. El gobernador Francisco de
Benavides bajó con el Cabildo a visitar los
lugares. Se tomaron las providencias necesaria
para poner en ejecución la obra propuesta. Sin embargo, en las disposiciones
que se dictan no se recoge sino la mitad del proyecto inicial. La playa del varadero se quedará en su ser,
quizá por haber parecido demasiado costosa
la obra de un muelle al sur de la caleta. Sólo se mandó hacer un muelle detrás
de la fortaleza vieja, «en una punta que nase
della, donde en tiempo de tormenta por parte más cómoda y sicura se a tenido espirensia que enbarcan y
desenbarcan y los pescadores echan el pescado,
que allí se haga un muelle con una punta que entre todo
lo que pudiere en la peña hasia la mar y corra un lienso para el nordeste y el otro hasia el leste, con escalones de
la una y otra parte, para que, cursando
el viento de una parte, se abriguen de la otra; y del dicho muelle hasta la plaza un terrapleno para que
entre al dicho muelle, en conformidad de la
planta que a fecho el Sr. Gobernador; el qual edificio se reedifique de los
cantos y piedras que tiene el muelle viejo y se conpren cal y todo lo demás que fuere nesesario».
Como otras veces lo había hecho, el Cabildo recogió
sus piedras de un lugar para llevarlas a
otro. En realidad lo que se fabricó no era un muelle, sino un pescante que cubría los lados norte y oeste de la ensenada, hacia la plaza y el castillo. El objeto que
se perseguía era, como lo indica el texto
citado, ofrecer a los navíos la posibilidad de abrigarse, como más les conviniese, al norte o al sur
del muelle viejo, para mejor aprovechar o
evitar los vientos. Los que surgían en la Caleta, seguían haciendo sus operaciones de carga y descarga por la playa. Sólo
en tiempos del marqués de Branciforte, hacia 1785,
se procedió a «la construcción de la rampa en la parte del norte de la casa
de la Aduana, con objeto de facilitar el
desembarque de los objetos».
De este modo, la Caleta siguió
utilizándose, cuando el tiempo era bueno. En 1769,
al haberse arruinado el muelle, otra vez se volvió a considerar la posibilidad de mudarlo a la Caleta, donde el tráfico
seguía siendo mayor. El diputado del común de
Santa Cruz abogaba en este sentido; pero se reconoció que de todos modos no se
podía excusar la reedificación del muelle
antiguo, que servía de protección a la Caleta.
Aquello representaba doble gasto. Además, cada ruina del muelle arrastraba las
piedras de su fábrica en dirección a la Caleta, que ya
se hallaba medio tupida. Con esto terminó de modo natural, a poco a poco, su
vida activa. Después, lo que no había tupido el mar fue
colmado por la maquinaria moderna. La caleta de Blas se ha transformado en plaza, como el puerto de su hermano y
rival, Garachico.” (Alejandro
Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998.t.1: 363 y ss.).
1602 junio 13. Los puertos de Tenerife están cerrados, por la
epidemia que reina en Gran Canaria; pero al llegar
el Inquisidor, se le deja pasar, por haber declarado que viene de parte donde hay salud.
1602
Julio 11. Sepan quantos esta carta
vieren como io, Jno benitez cantero vzo desta ysla de
Thenerife otorgo por esta carta que me obligo de hazer vn arco de canteria blca
en el monasterio de sto Domingo desta zibdad de aqui a todo el mes de
otubre primero venidero de este año el qual dho arco e de hazer en la capilla
colateral de la mano derecha del cuerpo de la iglesia del dho monasterio que
tenga veinte i quatro pies de ancho y de altura que su proporsion demande segund
el ancho que llegue casi a el alto del arco prinz[i]pal de la dha iglesia el
qual dho arco que asi tengo de hazer a de ser del orden dorico con sus
pedestales y en vasamentos e coluna quadrada con sus artezones en la coluna y
sus almohadas i a de llevar sus tres mienbros ensima de la dha cluna de
alquitrave, friso e cornizo e alli a de mover la buelta del arco el qual a de yr
en la frente del con sus molduras galanas e por la dabela de abajo sus antagones
como la culuna lleva por qual el dho arco me a de dar e pagar el sr
Simon de Azoca, vzo desta dha isla ciento e veinte dco de a onze rres
de plata cada vno y por el altar i gradas quan de tres, i vna puerta para entrar
en la dha capilla que la dha puerta a de ser con su arco i corpo alsado todo de
canteria blanca i vna bobeda de canteria colorada que a de tener doze pies de
ancho y catorze de cumplidi i dies palmos de alto con su escalera para la subida
i sus poyos donde se han de poner los cuerpos de los difuntos y una lossa pa
el sepulcro que ansi mesmo me obligo de [haz]er en el dho [ti]enpo i por ello
de mas e aliende de los dho ciento e veinte ducados me a de dar e pagar otros
cinquenta dcos mas que por todo lo que asi e de auer y el dho Simon de Azoca me
a de dar e pagar ciento i seyenta ducados i es declaracion que los lados del
arco de la dicha capilla de la buelta para arriba io el dicho Jno
benitez hara engarsar con el arco lo tengo de serrar de alvaniria a mi costa con
tal que para toda la dicha obra y arco que asi tengo de hazer i esta declarado
me ha de dar el dicho Simon de Azoca toda la canteria e piedra e materiales que
fuere menester e madera para andamios porque solamente e de poner mis manos e
industria e oficiales i peones para hacer e acabar la dicha obra e ponerla en
perfecion fuere menester los quales dichos ciento y setenta ducados que asi e de
aver por la dicha obra se me han de dar e pagar en esta manera: la tercia parte
dellos que agora rresivo en dineros contados de que me doi por contento y en
rrazon del entrego rrenuncio la ecepcion de la nonnumerata pecunia como
ella se conto e otro tercio estdo la dicha obra mediada y
el otro tercio qdo este todo acabado e yo el dho Simon de Azoca que
soi prete a lo que dho es acepto esta escriptra e me
obligo que cimpliendola el dicho Jno benitez le dare e pagare los
dhos ciento setenta dco en la forma e maner esta dha e para el cumplimto
anbas partes obligamos ntra personas e bienes e damos poder a las js
que nos lo manden cumplir e rrenunciamos las leies e dros de nros
fabor i en especial la lei e rregla del dro que dise que gral
rrenunciacion de leies fecha non vala en testim de lo qual otorgamos
esta escriptra en la noble cibdad de san Cristoval desta dha isla de
Thener en onze dias del mes de julio de mill e seiscientos e dos an y
los dhos otorges a quien io el prets escr doy ffee que conosco lo
firmaron sus nombres siendo prete porto Pedro
Ant. de Torres e Manuel Caravallo de Miranda e Frao Gonzales vo
de esta isla.
Simon
de Azoca [rúbrica] [Sin] derechos [roto] Juan Benitez, escriuano publico
[rúbrica] (Mª Teresa Cáceres Lorenzo y Dan Munteanu Colán).
1602 agosto 14.
Por una Real cédula, Felipe III
autorizó una vez más al Cabildo colonial de
Más interés tiene la Real cédula de 8 de diciembre
de 1642, dada por Felipe IV
en Madrid a petición del Cabildo, con objeto de
adquirir 28 cañones de hierro y seis de bronce
para reemplazar la artillería vieja de los
castillos de la ciudad. Por esta disposición autorizó el monarca español al
Concejo palmero para establecer un impuesto de 1 por 100 del valor de todas las mercancías que entrasen y saliesen
de la isla, durante veinte años, dándole además facultad
para tomar a interés la cantidad necesaria
para realizar prontamente la sustitución.
Por último, el mismo monarca Felipe IV
latineó y confirmó por Real cédula
de 23 de abril de 1655 la facultad que tenía el Cabildo para hacer los
nombramientos de alcaides. Esta disposición se dictó por haberse querido
inmiscuir algunos capitanes generales en las designaciones para dichos
cargos. (A. Rumeu de Armas, t.3. 1991:108 y ss.)
1602
Agosto 27. La justicia y regimiento de
Tenerife dixeron qe por qe el Puerto de Garachico está sin Alcaide es necesario
lo haya para defender aquel lugar, nombran al Capitán Julían Moreno y se le
notifique muestre en Cabildo los recaudos de su nobleza pa justificación de
este nombramiento y cumplir lo qe S.M. manda por su R. Privilegio (Libro 18 ofo
la fo 308 -Libro 5 ofo 2° folio 72)
1602
Septiembre 10. Jerónimo de Agnese, en
nombre de los Naturales de Chinech (Tenerife), solicita a
“En
diez y nueve de Setiembre de mil seiscientos y dos años=________
Muy
Ilustres Señores= Jerónimo Agnese, en nombre de los Naturales //Folº. 139 rtº.//
de la isla de Tenerife e vecinos del término de Candelaria de la dicha Isla, en
el cumplimiento de la provisión e esta ejecutoria desta Real Audiencia ganada
por mis partes, sobre el sacar
En
Canaria diez y nueve días del mes de Setiembre de mil y seiscientos y dos años:
Los Señores desta Real Audiencia habiendo visto los autos de los Naturales de
la isla de Tenerife con el Prior y frailes del convento de Candelaria sobre
sacar
1602
Septiembre 19. Escrito presentado por
Lázaro de Quesada, Procurador del convento de Candelaria, Chinech (Tenerife)
por el que la orden dominica desiste del litigio con los Naturales, y se
manifiestan conformes a cederles el derecho de cargar las andas.
/Canaria,
19 de Setiembre de 1602/
«En
cinco de Noviembre de mil seiscientos "y dos años =________
Muy
Ilustres Señores, Lázaro de Quesada por el convento y frailes del convento de
Candelaria de la isla de Tenerife en la causa con los Naturales del dicho lugar
sobre llevar
Septiembre de 2011
*
Guayre Adarguma Anez Ram n Yghasen.
--»
Continuará...