FEMÉRIDES
DE LA NACIÓN CANARIA
CAPÍTULO
XXI (VII)
Guayre Adarguma *
1602 noviembre 31. El gobernador y el Cabildo colonial de Tenerife tratan de impedirle el despacho, al juez de Indias contra lo cual hay orden real. (Cedulario, II, 3).
El contrabando de los criollos canarios con las colonias americanas
Esta infracción es una constante de la economía canaria, porque también son constantes las condiciones adversas de la misma. Las islas fueron incluso una especie de central del contrabando atlántico para algunos historiadores, la misma economía canaria se define a partir de este carácter, como un «prototipo de deformación fraudulenta por imposiciones exteriores». Hay cierta exageración en esta definición, porque supone una especialización que nunca fue tan excesiva ni exclusiva, y, por otra parte, porque el contrabando no es un mal canario. Desde este punto de vista, Cádiz también podría servir de prototipo, y Buenos Aires todavía más —para no salimos de las rutas del comercio insular. Así y todo, no cabe duda de que una gran parte de este comercio canario pasa por cauces que escapan a la vigilancia oficial. Sería erróneo buscar la causa de esta situación, como se ha querido hacer alguna vez, en una vocación peculiar del comercio canario; sería más apropiado buscarla en las condiciones que se le habían creado y, como decía el historiador antes citado, en las «imposiciones exteriores». El comercio canario no puede vivir en circuito cerrado y su vocación es la libertad. Quizá es ésta la vocación de cualquier comercio en general.
Hasta cierto punto, el problema es vidrioso, porque
el proceso de intenciones hecho al tráfico canario ha servido de base a todas
las reclamaciones sevillanas, así
como a todas las prohibiciones reales. Debido a esta constancia en la acusación, la historiografía moderna ha
considerado la culpa como probada y ha adoptado el mismo
punto de vista. Nosotros no nos
desviaremos de este camino: pero importa no desvirtuar las cosas. El contrabando ha sido floreciente en Canarias, sin que se pueda decir que ha prosperado aquí más
que en otras partes del inmenso imperio
español. Este imperio no podía ser gobernado todo desde Madrid o desde Sevilla: al empeñarse en su centralismo, la
política económica española abría por todas partes las compuertas del fraude que, más que compuertas, eran también válvulas
de seguridad.
El contrabando canario no debe, por consiguiente, considerarse en sí mismo, sino como un factor local dentro de un estado de cosas generalizado. No aparece tan exagerado como se le hace, cuando se considera que a fines del siglo XVII, el tráfico ilícito representaba las dos terceras partes del comercio español en su totalidad y que esta situación se había agravado en el siglo siguiente; que de toda la cochinilla que exportaba Nueva España en el siglo XVII, el 80% salía por caminos ilegales; que en Cádiz se burlaban los derechos de aduana en el mismo puerto y a la vista de los aduaneros que Buenos Aires ha sido «el puerto del contrabando por antonomasia», que ha prosperado en competencia con el anémico puerto gobernativo, estrechamente vigilado por la autoridad, de Portobello. Las Indias, asfixiadas por la penuria de los envíos regulares, no se han mantenido gracias a estos navíos, sino gracias al comercio clandestino canario (menos mal que era, a pesar de todo, comercio español), al contrabando de los portugueses, de los ingleses y de los holandeses.
Además, en Canarias, la mayor parte del contrabando
no estaba en manos de canarios, sino de
comerciantes y de navegantes sevillanos. Su pauta, siempre la misma, era fácil de seguir. El navío andaluz salía
de un puerto del sur de España, con destino a Canarias y con el propósito
anunciado públicamente de ir a comprar vinos canarios para conducirlos a España; pero luego, en lugar de ir a
descargarlos en lugares permitidos, ponían
el rumbo derecho a las Indias de Su Majestad.
Esto sentado no es menos cierto, y conviene
repetirlo, que el contrabando fue una tónica constante del comercio canario. A
finales del siglo XVI
se consideraba que el contrabando pagaba cada año
los 78.000 ducados, más o menos, del déficit del
balance comercial canario. Aunque resulte difícil calcular su
importancia relativa, parece representar
cerca de la mitad del movimiento comercial.
Las técnicas y las modalidades del contrabando son
muy variadas. Como es natural, los que lo
practican disponen de «medios muy extraordinarios y exquisitos» para burlar la
ley. Se pueden agrupar según el objeto que se proponen: se refieren a la salida
o a la mercancía, cada una de
ellas con el carácter de ilícita o de desviada.
La salida ilícita de Tenerife era relativamente fácil,
sin dar cuenta al juez de Indias, o
dándole cuenta con algunos «medios exquisitos» que
todos conocían. Para burlar los gravámenes que pesan sobre la exportación a Indias, se había encontrado el
expediente de salir desde San Sebastián de
La
salida desviada consiste en el aprovechamiento del registro oficial,
para un destino que en realidad no conviene, cuando no se puede conseguir
otro destino mejor, por ejemplo, por haberse agotado el cupo correspondiente:
en estos casos, el registro es mera cobertura legal, para poder salir del
puerto con la carga y tomar después algún rumbo diferente. Este subterfugio era cosa muy conocida en el comercio con Brasil. Muchos
cargadores toman a bordo vinos que declaran ir destinados a Brasil,
porque es más fácil embarcar, ya que las exportaciones a Brasil no están
contingentadas. Luego, los mismos cargadores no respetan los rumbos
anunciados, porque en la colonia portuguesa los precios son más bajos
que en las españolas y, además, los portugueses no suelen pagar al contado.
Lo que se estila es pedir licencia para Brasil, torcer el viaje para despachar
la carga en Tierra Firme y al regreso ir directamente a alguna isla
portuguesa. Para hacerse admitir en Tierra Firme, hay muchos subterfugios
que valen: se fingen vientos contrarios, o algún encuentro con piratas,
o se tira por la borda el agua de beber, o se rompen los árboles y las jarcias
del navío, o se da un barreño al casco para que entre un poco de agua, o se protesta que se está maleando el vino. Si no vale ninguno
de estos pretextos, se desembarca y se almacena el vino en el puerto de permisión,
con orden de no venderlo, y luego se aprovecha la primera oportunidad para
enviarlo a otros puntos de la costa, donde se sabe que tendrá mejor
aceptación o desde donde le había sido pedido al transportista.
La
mercancía ilícita también puede escapar a la vigilancia del juez. De la
salida clandestina es más fácil que se dé cuenta o que le avisen; mientras
que las mercancías se pueden introducir en el último momento, burlando
la vigilancia y aprovechando los descuidos. Precisamente allí es donde más
se esmera el juez; de modo que, cuando se hacen bien las cosas,
se hacen con su anuencia. El fraude más corriente es el que juega con las
cantidades. La Casa de Sevilla afirma que, cada vez que se consigue para
Canarias un permiso de 500 toneladas, en realidad salen para las Indias 2.000
cuando menos. Hay en ello alguna exageración, pero no mucha.
El juez debe velar también para impedir la
introducción fraudulenta de géneros
extranjeros, que legalmente no pueden pasar a Indias más que por el conducto del monopolio sevillano, y luego gaditano. Pero el prohibirlos era una empresa desesperada. Los
navíos canarios no cargaban géneros extranjeros
en los puertos, sino en alta mar, donde se les acercaban los navíos extranjeros y les ondeaban la
mercancía prohibida, pasándola de bordo a
bordo. En 1610 «llevaron gran cantidad de
mercadurías ondeadas de naos de los dichos extranjeros, que de todas naciones los llevan allí, en tanta cantidad
que sobran para proveer de ellas a todas las
Indias». También se pueden considerar como mercancía ilícita los pasajeros clandestinos, frailes y personas
encubiertas. Los jueces tenían órdenes
terminantes para no dejarlos embarcar, pero en ocasiones sabían abrir la
mano. Lo mismo pasaba con los esclavos, que no podían
llevarse a las Indias sin licencia, pero se
llevaban a vender, a pesar de las órdenes, bajo cubierto de alguna amistad o intervención de algún personaje poderoso.
La práctica de las mercancías desviadas es propia
de los viajes de retorno. Para evitar esta clase
de fraude, se había establecido que todos
los navíos que iban a Indias debían regresar directamente a Sevilla, donde se podía examinar y fiscalizar más fácilmente
su carga. El control sevillano se
eludía por medio del invento llamado arribada, y que ahora llamaríamos caso de fuerza mayor. Su principio es el mismo que hemos visto regir en la desviación de las
salidas. El viaje de retorno se hacía en condiciones de navegación difíciles,
que provocaban a menudo la pérdida del
rumbo y la desarticulación de las flotas.
La necesidad del contrabando inspiró a muchos que
fingiesen arribadas forzosas allí donde no las
había; y como algunas veces las había de verdad, era difícil determinar en cada caso la buena o la mala fe de los navegantes. El Consejo de Indias había llegado rápidamente
a la conclusión que todas las
arribadas forzosas de Canarias eran fraudulentas. Los jueces de Indias se permitían profesar una opinión
diferente y demostrarse más tolerantes y comprensivos. En este caso, parece que no se les debe culpar mucho: las
mismas residencias que se les toma a los
jueces suelen hacer la vista gorda sobre esta clase de infracciones, en consideración a la pobreza y a
las necesidades del país. A partir de
1652, el Consejo de Indias, a petición del Cabildo, autorizó a los barcos canarios a que regresasen directamente a sus
islas, con alguna carga de productos americanos:
es éste uno de los ejemplos de
contrabando que, por necesidad, se transforma del día a la mañana en tráfico legal.
Los productos americanos importados de este modo a
Canarias, tanto por contrabando como por
los medios legales del retorno autorizado,
rebasaban con mucho las necesidades del mercado insular. Era preciso darles una salida, con lo cual el primer
contrabando originaba otro. Los productos que se traían de América se escogían
de tal modo, que tuvieran aceptación en el
mercado internacional: era el caso del añil, del palo de Campeche, del tabaco, del cuero. Parte de estos productos
se llevaba a algún puerto peninsular, evitando la aduana de Sevilla pero en la mayor parte de los casos, entran en
el circuito del comercio internacional.
De este modo, las islas Canarias, y la plaza de Santa
Cruz en particular, se han transformado en
una central de redistribución de las mercancías americanas. No sólo de las colonias españolas: el palo de
Brasil no llega, como debería, a Portugal, sino a
Canarias, y de ahí a Flandes, y lo mismo
pasa con los azúcares brasileños. El tabaco llevado
de La Habana a Canarias se embarca en Santa Cruz para Inglaterra o Flandes
para Francia, debido a las relaciones privilegiadas con este país, el contrabando se transforma en 1719 en
comercio legal. En cuanto a cueros,
Tenerife exporta anualmente unas 11.000 piezas, es decir,
bastante más de lo que produce. El añil y el palo de Campeche tienen buena
venta en los mercados de Londres y Amsterdam. Algunas veces se cargan en Tenerife navíos enteros con géneros
de contrabando. En 1647 se mandan a Londres artículos prohibidos en tres navíos
diferentes.
La mercancía es propiedad de Duarte Enríquez Álvarez,
recaudador de las reales rentas y por consiguiente persona por encima de los inconvenientes que comúnmente puede tener
el contrabando; sin duda el interesado está
preparando su próximo y definitivo traslado a
Londres, donde se establecerá como importador de vinos canarios y hará profesión de enemigo de los españoles.
Para con los traficantes a la exportación, el juez
de Indias solía mostrarse muy duro; quizá influía
en su ánimo el cuarto que pertenecía
al juez en todos los contrabandos que se descubrían. Algunas veces pudo beneficiarse, aunque ignoremos la cantidad de operaciones ilícitas
que pudieron intervenir los jueces. De todos modos, el comercio ilícito no
dejó de florecer. En Tenerife saben todos que se esperan
navíos de partes prohibidas, o con pasaporte falso, o con mercancías que no deberían admitirse. A menudo los contrabandistas no ponen
reparos a la hora de declarar ante notario los géneros que han introducido
o que pretenden vender.
Todo se hace a la luz del día. No es misterio para nadie que el comandante general de la colonia marqués de Tabalosos «era el que principalmente disfrutaba el comercio de Indias y, como se sabía que el modo de conseguir lo que deseaban era por interesarlo, daban a estos fines; y tuvo la bondad de volver algunas cantidades a algunos que las habían dado por algún fin que no consiguieron» prueba de que en el contrabando no falta la honradez profesional. Más tarde, todos saben que, para introducir géneros prohibidos, se debe pagar el 12% al comandante del Resguardo, don Antonio Silva, protegido del comandante general y poeta en sus horas libres, marqués de Casa Cagigal.
Lo grave no es que una política desacertada haya producido estos efectos, sino que los mismos efectos se consideren públicamente con tan culpable indulgencia. Una orden real de 1790 mandaba «que las personas que se hayan ocupado en el contrabando y no acrediten haberle dexado pasado tres años, no puedan obtener los oficios de república». Pasados tres años, todos los organismos oficiales pueden estar llenos de contrabandistas arrepentidos.” (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998.t.11: 88 y ss.)
1602.
Retablo de la parroquia de la secta católica de Los Remedios en Eguerew
(La Laguna). “// Sepan quantos esta carta vieren como yo Pasqual Leardin
mercader vesino y residente en esta isla de Thene otorgo Por esta
carta que me obligo de traer de los estados de flandes a esta dha isla de Thene
vn rretablo pintado a el olio dorado en la forma o ma q su sa
ylma del sr obpo destas yslas a dado y entregado a mi el
susodho el modelo con las condiciones q tiene escriptas en los tableros el dho
modelo y a las espaldas del firmado de su sa Ilustrissima y de pedro
martinez notario appco cuyo traslado firmado de mi el dho pasqual
Leardín queda en Poder del mayordomo de la dha igleçia de nra sa de
los remedios desta dha çiudad el qual dho rretablo tengo de dar y entregar al
dho mayordomo de [la] dha igle[çi]a. Por fin del año de mill y seisçientos y
tres y antes si antes io Pudiere traer el dho rretablo Por quanto Para la
hechura del yo he rresiuido mill ducados de a honze rreales de plata cada uno en
esta manera = tres mill i ochocientos rrs en dineros contados quel
dho mayordomo de la dha igleçia me a dado y pagado en dineros contados en
presencia del escriuo i testigos desta carta de que io el Preste
escriuo doy ffee q el dho dr franco de lusena
mayordomo de la d[ha] igleçia dio y entrego en Presençia de los testigos de
iusso al dho pasqual Leardin y los llebo a s[u] poder y quatrocientos ducados q
e[l] dho mayordomo me a de dar y pagar Por el dia de navidad Primera venidera
fin deste presste año i lo demas rrestante cumplimiento a los dhos
mill ducados se me a de dar y Pagar en la forma y manera qda i
declarada en la escripa de transassn que oy dia de la
fecha desta escriptura habemos hecho el cappn Po Soler
Luis de san mn cabrera y el dho mayordomo de la dha iglesia
e io ante el presste escriuo y es declarasson
que si menos costare el dho rretablo de los dhos mill ducados qanto menos aya de
auer yo el dho pascual Leardin y ssi mas costare se me a de suplir y Pagar el ql
dho rretablo me obo de traer a esta dha isla como esta dho asigurado
Por quanto por el signo del se me a de dar y pagar de mas del costo y costas q
hiziere el dho rretablo assi en lo q costare de madera pintura y dorado y
cajones en q a de venir y costos hasta Ponelle en el Puerto de sta
cruz esepto el flete Por el qual no tengo de lleuar coza alguna = otrossi me obo
a traer un official perito en el arte Para q asiente el dho rretablo en la dha
iglecia por sinquenta ducados que se le den Por dar asentado el dho rretablo a
satisfaçion del mayordomo bendos de la dha iglecia de todas costas
venida i puelta y asiento del dho rretablo y ssi menos: P[u]diere consertarlo lo
traere Por menos y si no lo hallare a el dho Preçio se a bisto no estar
oblido a traerlo y para cumplir lo susodho obo mi perssa
i bienes auidos e por auer e doy poder cumplido a las justas e juezes
de su magd Para que Por todos los rremedios y rrigores del derecho
anssi me lo manden tener guardar y complir vien como si fuese jusgdo
Por essa difinitiva de juez conpetente Passda en cossa
jusgada y rren[uncio] a todas e qualquier leyes fueros e derechos de mi favor y
en especial la ley e rregla del derecho q dize que general rrenon de
leies es fecha non vala en testimio de lo qual otorgue esta carta
ante el Preste escriuo y testigos qs ffecha en
la ciudad de san xpoval ques en esta isla de thene en treze dias del
mes de agto de mill y seiscientos y dos años y el dho otorgte
a quien yo el Preste escriuo doy ffee q conosco lo firmo
de su ne siendo testigos el capan Po soler Luis
de san martin cabrera rregidores y augustin Garcia loçano vezinos y estantes en
esta isla ba testado cuio no valga.
pasqual
leardin [rúbrica] ante mi alonso gallegos, escriuano puco “
(Emilo Alfaro Hardisson, Elena Fernández Montes y Leocadia M. Pérez González)
1602.
Provisión, para que el gobernador colonial en
Tenerife no haga más posturas (LL: P.XV/18, 19). Alguna vez también se
entrometía
1602.
La Villa de Santa Brígida sigue
siendo una de las pocas localidades de la isla de Gran Canaria en donde
sobrevive la vieja tradición de celebrar la fiesta de los finados: los muertos
tienen aquí su fiesta en una noche olorosa, mágica y nostálgica, entre castañas
asadas, nueces y anís. Una herencia que nos entregaron nuestros predecesores y
que lucha, incansable, contra otros ritos modernos importados del mundo anglosajón,
como el Hallowen, que nada tiene que ver con la entrañable y respetuosa velada
de la que disfrutaban nuestros antepasados, cuya festividad sigue siendo hoy
parte esencial de la geografía humana y de la etnografía, cálida y viviente,
de Gran Canaria.
El Día de Todos Los Santos es origen de numerosas tradiciones en Canarias. Es
la fecha en la cual se visitan los cementerios, se limpian lápidas y se adornan
con flores las tumbas de los seres queridos. Antiguamente, el lugar de
enterramiento era el suelo de la iglesia, en un lugar preeminente, ante la
capilla de un santo de su devoción o en la fosa común, según fuera la
importancia del difunto y su capacidad económica. En la primitiva ermita se
llegó a realizar, en 1600, el carnero (cementerio colectivo u osario). Hasta
Juan Muñoz Guerra, patrono de la ermita de Santa Brígida, estableció,
mediante escritura, celebrada el 20 de abril de 1578, disponer de tres
sepulturas en la capilla mayor para su entierro y el de sus descendientes antes
de renunciar a su condición y ceder al pueblo aquella humilde capilla alzada
hacia 1524 por su difunta madre, Isabel Guerra.
Allí se enterraron esclavos canarios o de Berbería, trabajadores de la tierra,
párrocos y hasta Juan de
El crecimiento de la población obligó a tomar medidas sanitarias en la segunda
mitad del siglo XIX, por lo que Santa Brígida habilitó, en torno a 1850, un
cementerio provisional en La Alcantarilla, donde se sepultaron muchos de los cadáveres
afectados por la epidemia del cólera, sustituido en 1862 por el actual
camposanto. Con su puesta en servicio, la parroquia pasó a ser, solamente,
sitio de oración, y el cementerio el lugar de descanso para los difuntos de la
Villa.
Los entierros en el pueblo de Santa Brígida se caracterizaban, antiguamente,
por los responsos cantados, que se prodigaban al paso del cortejo fúnebre. En
los días de sepultura, el cuarteto religioso (cura, sochantre, sacristán y
monaguillos) salía al encuentro del difunto, deudos y acompañantes,
coincidiendo, en un punto concreto, que solía ser uno de los dos calvarios
alzados en la periferia del casco urbano, dependiendo del poder socioeconómico
del finado, o los deseos establecidos por éste para su cortejo, que constan en
las distintas actas de enterramientos y testamentos que se encuentran en el
Archivo Histórico Parroquial.
Familiares
o allegados portaban el ataúd a hombros hasta a la iglesia parroquial, dando
igual que el difunto fuese del casco, que del barrio más alejado. Y, aunque la
muerte a todos iguala, incluso aquí estableció la Iglesia diferentes tipos de
funerales. Había entierros de 1ª, 2ª y 3ª y hasta de 4ª clase que, amén de
la parafernalia escénica, establecían la calidad de la caja, el número de
sacerdotes y monaguillos. Todo ello con sus tarifas diferenciadas.
Sólo en los entierros de primera, propios de las familias pudientes, el párroco
acompañaba al difunto hasta el mismo cementerio y allí en la tumba rezaba un
responso.
En
este caso implicaba la presencia de hasta tres curas, con grandes cruces,
hisopo, ciriales de plata en la casa del finado y un mayor número de responsos,
hasta seis, durante su último viaje. Mientras, se encendían velas, y los
monaguillos quemaban incienso. Todo ello en medio de una cuidada parsimonia
sacramental.
No todos los vecinos tenían una despedida con tanto boato, sobre todo si el
fallecido era un pobre y sus allegados no podían hacer frente a los gastos del
cortejo. Para este entierro el sacerdote se limitaba a despedir el cortejo
mortuorio a las puertas de la iglesia, dándose por finalizado el acompañamiento.
Este sepelio se denominaba oficio de sepultura, existiendo la posibilidad de que
algún deudo o acompañante diera por él una limosna y el párroco accediera a
ir a su encuentro en La Alcantarilla. Así aparecen algunos ejemplos en las
partidas de defunciones analizadas.
De que el cura no acudía al cementerio, salvo que el finado fuera de alto postín,
ha quedado constancia en una sesión ordinaria del Ayuntamiento de septiembre de
1885, en la cual se afirma categóricamente: (...) el cura párroco sólo asiste
al Campo Santo cuando se ofrece el enterramiento de algún cadáver a quien se
le dispongan honras fúnebres de primera clase.
Tan pronto las cuatro personas citadas abandonaban el templo parroquial, se
iniciaba en la torre del campanario el lento doblar de las campanas a cargo del
sacristán que, tirando del badajo, realizaba unos tañidos sencillos, tan
pausados como sobrecogedores, mientras durase la inhumación en el cementerio,
cuya operación oteaba desde la torre.
La muerte de una persona no pasaba desapercibida para nadie en aquel pequeño
pueblo que conservaba, sobre todo, el ritmo pausado de esa vida que parece
intemporal, marcado por las faenas agrícolas y el cambio de las estaciones.
Ningún vecino podía ser ajeno a ella y, de un modo u otro, era inexorable su
activa participación en el hecho. La casa del muerto se convertía en el centro
de la actividad social del pueblo, cuyos habitantes encontraban pocas
oportunidades de encontrarse y reunirse, aparte de las que, eventualmente, les
proporcionaba la misa o las escasas fiestas. Por el ambiente creado, parecía
que el pueblo había perdido el aliento al mismo tiempo que el extinto.
Era costumbre que los familiares más íntimos presenciasen la agonía del
enfermo y, llegada la hora, lo amortajasen. Cuando el enfermo agravaba su estado
se llamaba al sacerdote para que le diera el Viático. Dar el Viático o el
sacramento de la unción de enfermo era sinónimo de muerte inminente porque sólo
se recurría a este paso en última instancia. La gente se mostraba reacia a
recurrir al párroco y, en muchas de las ocasiones, los Santos Óleos se
administraban al enfermo, cuando éste era ya difunto, celebrando el ritual el
sacerdote y los monaguillos, acompañados de velas encendidas.
Al paso ceremonial de la fúnebre comitiva las mujeres se santiguaban, los
hombres se quitaban el sombrero y bajaban la cabeza, mientras las tiendas, bares
y otros establecimientos cerraban sus puertas como señal de respeto.
Tradicionalmente, las mujeres no acudían al cementerio, ya que por norma
general se quedaban en casa del difunto para acompañar a la familia, consolar
sus penas, ayudarla a amortajar el muerto, mientras los Padrenuestros y los Dios
te salve, sonaban como un murmullo entre dientes y palabras de mutuo afecto.
Otra característica de los entierros en Santa Brígida era que, una vez en el
cementerio, y antes de que el sepulturero comenzara a cubrir la fosa, todos los
asistentes debían de echar un puñado de tierra sobre el féretro.
Las muertes de los familiares traían, además, la moda de la ropa de negro.
Antes, en aquella sociedad tan impregnada de religiosidad, los lutos eran
eternos. Las mujeres, incluso las más jóvenes, se vestían completamente de
negro, mientras los hombres se ponían la corbata del mismo color y un botón
negro en la solapa. También existía una norma no escrita que se cumplía a
rajatabla, según los vínculos familiares con el difunto. Así, cuatro años
duraba el luto por una madre; aproximadamente tres años por un padre y unos
seis meses por un hermano.
Estas tradiciones se han ido perdiendo con el tiempo. Ahora no es extraño ver
en los tanatorios a paisanos con camisa floreada de manga corta. Y hasta la misa
de corpore in sepulto y el funeral suelen celebrarse el mismo día. Las
ceremonias han variado también en su manifestación externa, desde los severos
y fúnebres catafalcos, cubierto de negros crespones y lienzos negros, que se
instalaban en medio del templo para celebrar los funerales, hasta la sencillez
impuesta por la liturgia actual.
Tradición festiva.
Desde siempre, la fiesta de Todos los Santos y la conmemoración de Difuntos han
sido celebraciones religiosas muy respetadas por el pueblo grancanario. Era
costumbre que los vecinos rindieran culto a sus difuntos y ofrecieran sufragios
a las ánimas, que estaban en ese estado intermedio, el Purgatorio, desde donde
las almas pueden ascender hasta el cielo, aliviadas por las plegarias de
aquellos que aún están en la tierra. Muy raro era la parroquia que no poseyera
entre su patrimonio pictórico un gran cuadro dedicados a las ánimas con el que
decorar el templo y una cofradía para fomentar y sostener su culto.
La parroquia de Santa Brígida posee hoy un valioso lienzo dedicado a las Ánimas
del Purgatorio, del siglo XVIII, que cuelga en el muro colateral del Evangelio y
que fue comprado a la parroquia de San Francisco de Asís de la capital
grancanaria, para sustituir a otro más antiguo, que se perdió durante el
incendio del templo en 1897. Y en el Archivo Histórico Parroquial hay también
constancia de la existencia de la Cofradía de Ánimas, creada en 1670, siendo
su primer mayordomo Juan Rivero, vecino del lugar. Entre las cuentas de esta
asociación de carácter sacro, figuran los mil reales que pagaron sus devotos,
en 1718, al pintor más importante de Gran Canaria en aquel momento, Alonso de
Ortega (1660-1721), como costo del primer lienzo pedido.
Una de las misiones de aquella hermandad consistía en que un grupo de unos doce
o quince hombres, en su mayoría campesinos, formaban corros y se hacían acompañar
de instrumentos musicales de sencillez primitiva para entonar, bien en la puerta
de la parroquia a la salida de la misa, bien en casas particulares del pueblo,
unos cantos típicos y especiales que los vecinos escuchaban con gran devoción
y recogimiento. Era el Rancho de Ánimas, así llamado porque su fin era recoger
limosnas para sufragios de los difuntos y para los gastos en cirios y velas de
los oficios de ánimas, o de los entierros de los pobres de solemnidad que ni
siquiera podían adquirir una caja mortuoria. Para estos casos, la cofradía
encargó el 24 de junio de 1864 un ataúd público para transportarlos al
cementerio, a cuyas dependencias retornaba luego para una posterior utilización.
En un principio, estos ranchos salían por el mes de los difuntos pero, dada la
cercanía de
Nuestro Rancho.
La existencia de esta cofradía de ánimas es muy antigua, como hemos observado,
al menos desde mediados del siglo XVII ya aparecen los sucesivos gastos de las
ofrendas en cirios, trigo, vino y velas de agonizar, que compraban los
familiares para colocarlas junto al Altar mayor, en recuerdo de sus difuntos. El
rancho de Santa Brígida estaba integrado en la cofradía mencionada, pero fue
uno de los tantos desaparecidos en
el
Señor las saque de ellas Ánimas
que están en penas en
aquella oscuridad el
Señor las saque de ellas y
las lleve a descansar donde más descanso tengan.
|
Estos
valiosos exponentes de la etnografía canaria aún perduran en los pueblos
grancanarios de
Este rancho, que actuó por vez primera en la parroquia de Santa Brígida el
jueves 22 de diciembre de
Generalmente, varios componentes recorrían a pie este barrio, casi siempre un sábado
por la mañana, para pedir limosnas casa por casa. Y ya a la tarde el Rancho
acudía al domicilio donde pedían que actuaran en memoria de algún familiar
fallecido. La limosna no siempre fue con dinero, sino también era habitual que
un vecino ofreciera como promesa la cena a los cantadores. Durante más de
cuarenta años, la casa de la Caldera de Pino Santo, del vecino Juan Santana Expósito,
conocido por Juan Rivero el lechero de La Caldera, fue el lugar donde se preparó
la cena del Rancho, a base de pan, queso, leche y el ron con miel para apaciguar
las secas gargantas.
Este vecino era un gran devoto, pues le vemos además donando los terrenos donde
se encuentra actualmente
La comida de finados.
Pero aparte del recuerdo a los difuntos, los finados también era una fecha de
gran significado gastronómico, en el que se elaboraban dulces típicos y otras
viandas en cualquier casa del pueblo. Hasta hace muy poco tiempo esta comida de
finados en Canarias tenía tal trascendencia que no se consideraba como casa de
pro aquella en que no se celebraba, recordaba en 1967, hace ya 41 años, el
escritor y cronista de la Villa, Juan del Río Ayala, en un artículo publicado
en El Eco de Canarias.
Esta práctica de los banquetes funerarios tuvo su entronque en las ofrendas de
pan y vino, hechas en la función de los finados o sobre las sepulturas de las
iglesias canarias durante los siglos XVI, XVII y XVIII. Estas ceremonias eran señaladas
en cláusulas especiales impuestas por los protagonistas en sus testamentos
antes de su muerte, lo que pone de manifiesto el fervor religioso y los deseos
de salvación del alma, en aquellos tiempos oscuros del Antiguo Régimen. Aunque
estas celebraciones, de gran boato, sólo estaban al alcance de los más
poderosos, pues para el cumplimiento de estas misas, algunas de carácter
perpetuo, era necesario designar varias cantidades de dinero o gravar parte de
su patrimonio.
La tradición de la comida de finados era eminentemente familiar. Consistía en
una especie de merienda en la que se reunía toda la familia el Día de los
Difuntos. Por la mañana se había ido a la iglesia, muy temprano, a oír misa
de réquiem o novena por los finados, y se habían encendido las lamparitas de
aceite o las velas, una por cada difunto familiar, ante la imagen religiosa de
la casa o sobre la mesa del comedor, reviviendo el martirio de sus nostalgias.
Había también en el ánimo de los presentes huecos para la tristeza, para el
desasosiego, para las interrogaciones, y para el llanto desconsolado y
liberador. Ya, a la tardecita, la madre o la abuela contaban anécdotas o
recuerdos de los finados, haciéndolos presentes con sus palabras junto a la
mesa, donde se había preparado el condumio, consistente en torrijas con miel de
caña, nueces, castañas asadas, higos pasados, acompañado todo con vino, con
anisado, o con el célebre mejuje, hecho con ron, miel de abeja y corteza de
naranja.
En verdad, tenía todos los visos de una comida ritual: Se hablaba poco, se
rezaba y los abuelos suspiraban pensando si llegarían a la comida del año próximo.
Mientras, en la sala oscurecida por la llegada de la noche, si es que la luna no
lo remediaba, lucían y crepitaban las lamparitas de aceite en honor de los
muertos. Así comenzaba la noche de difuntos con el insistente doblar de las
campanas, cuyos toques de ánimas parecían suspiros lastimeros.
Esta costumbre ancestral se perdió hace muchos años, relegada a determinados
hogares de la Vega de Enmedio, que celebraban los finados en la intimidad
familiar con los primeros fríos de noviembre. Ya en época más reciente,
recordamos los años de infancia en que los chiquillos gozábamos de estos días
y salíamos a pedir por los finados, auténticas rondas por casas y fincas
cercanas... y aquel dicho popular relacionado con la fiesta, que repetíamos
para fastidio de algunos: ¿Quieres castañas?, el burro las caga y tú las apañas.
Todos daban nueces, huevos, almendras, higos pasados, manzanas francesas, como
un tributo en recuerdo y homenaje a los finados, que servía para las reuniones
familiares, en jornada de recogimiento. Y parece que veo aún a Maruca, mi
abuela, provista de una caña con una pelota de trapo en un extremo, remover
lentamente el grano en una vieja lata de galletas agujereada, hasta dar el
exacto dorado al millo y convertirlo en cochafisco que comíamos, tostado y
calentito, fascinados de aquella nueva experiencia.
Fue en 1995, cuando aquella íntima celebración de los finados, arraigada a
nuestro folclore y al alma de la Isla, superó el ámbito familiar para
trasladar, parte del rito, a la calle, como una forma de brindar por la salud de
los difuntos. Fue gracias a la iniciativa de un grupo de vecinos del barrio de
El Madroñal, en la Vega de Enmedio, auspiciado por el Ayuntamiento, que casi
enlazaron sus fiestas invernales del Pilar con la conmemoración de los finados,
aunque sin el recogimiento y el fervor que lo sustentaba hasta entonces, y a
imagen y semejanza de los festejos que ya tenían lugar en la finca de Osorio,
en Teror, en forma de asadero de castañas popular.
Como ritual de aquella primera fiesta de carácter comunitario, el Alcalde de
El éxito de la recuperación de esta costumbre etnográfica y cultural fue tal
que la plaza del Madroñal se hizo pequeña para absorber a tanta gente, lo que
motivó que el Ayuntamiento trasladara al casco municipal el evento cuatro años
después, a la sombra evangélica de los árboles del parque municipal y en
medio de un gran jolgorio, entre isas y folías que más parece recordar el
viejo refrán del muerto al hoyo y el vivo al bollo, nunca mejor dicho, por los
deliciosos dulces de anís que se reparten.
Hoy día, esta la fiesta de Los Finados sigue celebrándose en el casco y en
aquel pago de la Vega de Enmedio, pero revivida con tanto ardor y alegría que
ya nadie desea retroceder a mentalidades cuyas concepciones sobre el más allá
están cargadas de purgatorios e infiernos. Una herencia que hay que procurar
que ritos extranjeros, la llamada globalización cultural a la que estamos
asistiendo, o sencillamente el desamor, no lesionen, porque dañarían con ello
el patrimonio espiritual y los sabores que el tiempo nos ha legado. (Pedro
Socorro, 2008).
Septiembre
de 2011.
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Guayre Adarguma Anez Ram n Yghasen.
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Continuará...