La tierra se come a la tierra

 

Juan Jesús Ayala

 

 

[Tierra que hoy no conoce de arados ni de siegas, viñas que no se cuidan de alzadas, de cavadas ni de jornadas de azufre; tierras que un día se cubrieron de flores de almendros y de paños repletos de comida, y que lo que queda de ella es solo la tierra.]

 

Así de contundente lo oí. Pudo haber sido en un mentidero de la isla herreña, o me la trajo en volandas la paloma mensajera de la vieja memoria. No recuerdo. Lo cierto es que cuando atrapo su recuerdo la sentencia es tan certera y su afirmación tan consecuente que en ella se deducen espacios lejanos y yermos por la ausencia de cuidados, así como las pisadas que dejaron huellas en veredas y caminos, hoy borrados por el vendaval de los años.

 

Cuando dejas atrás tierras por las que se corretearon, que fueron escenarios de mimos infantiles, donde se desplegaron juegos que entusiasmaban y robaban horas a la vida; cuando se dejan en la trastienda del olvido y en los huecos ilimitados del sentimiento el dibujo de tierras que formaron parte de tu antigua geometría, que con el pensamiento pretendes llegar a ellas y lo que vislumbras es lo seco, lo áspero, lo árido, simplemente la tierra sobre la tierra, te quedas impávido, atado a los sonidos de entonces.

 

Tierra que hoy no conoce de arados ni de siegas, viñas que no se cuidan de alzadas, de cavadas ni de jornadas de azufre; tierras que un día se cubrieron de flores de almendros y de paños repletos de comida, y que lo que queda de ella es solo la tierra.

 

La tierra que se hace infinita, que no tiene portillo, ni mojón, que no tiene cancela ni paredes y que se ha escurrido dentro de sí. Tierra sepultada por la misma tierra.

 

Todo esto motiva que el ánimo se introduzca por los orificios del almanaque y comprenda hoy mejor que antes que a pesar que es así, que la tierra se come a la tierra, es su viejo esplendor lo único que queda como vestigio de la memoria remota que un día se aviva y se enriquece desde una frase que brota, sin esperarlo, como si fuera un retumbo de añoradas coincidencias.

 

La isla de El Hierro soporta muchos espacios que han sido absorbidos por sí mimos, llenarlos y dejarlos como antes, con el trabajo de los abuelos o con las risas de la niñez es imposible.

 

Solamente puede uno acercarse tímidamente a su vivencia, a través de una frase como esta que desde lo inesperado, y que tal vez haya sido transportada por el teléfono, eclosiona en el ambiente y predispone a la evocación de un tiempo que no fue tan perdido.

 

La tierra cuando se consume porque la historia declina en ella sus años viejos se hace piedra, no se reconoce, se escapa de su verdor esplendoroso y sobre la dureza de su vieja superficie solo florecen los mejores recuerdos de una tierra que entonces vivía, fuerte, lozana y que hoy revive la memoria. Y eso es bueno.