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Aníbal
García Moreno
Hoy
les voy a contar la historia de un niño, que durante muchos años, vivió
ignorando su propia realidad.
En clase de dibujo,
sus primeras obras aparecían con vacas de blanco y negro y casas con enormes
tejados de donde, de todas ellas, salía abundante humo de la chimenea. Pero
luego paseaba por sus islas y echaba de menos todo eso.
En clase de
naturales, los libros le hablaban del otoño y de su recurrente caída de hojas.
Pero él observaba cómo en esta época del año, en su tierra, ocurría el caso
contrario, pues sus campos se ponían verde intenso y comenzaban a florecer. Aún
así, se empeñaba en buscar el único árbol con hojas caídas, pues no quería
ser el diferente. Empezaba a tener complejo de todo eso.
En clase de religión…
En clase de
historia contaban relatos de conquistas y masacres como si de un orgullo se
tratara.
Y a él eso le afectaba directamente, pero no sabía el porqué.
En clase de lengua
le decían que la suya no era manera correcta de hablar, y que lo haría mal
toda su vida.
Incluso cuando la maestra hablaba igual que él.
En clase de música
mostraban las grandes composiciones universales, muchas de ellas aparecidas en
base a unos ritmos y melodías oriundas de una comunidad concreta. Pero en su
entorno, parecía no existir músicas para ello.
Un día, en clase
de matemáticas, contó los kilómetros que iban desde su casa hasta el lugar de
donde venían los libros, (algo que no había aprendido ni en clase de geografía).
Ahí empezó a
darse cuenta de algo, y es que era normal que le resultara ajeno lo que aprendía
en la escuela. Y lo más importante: que la vergüenza de lo suyo se había
convertido en valoración. A partir de entonces nació su respeto a todos los
lugares y comunidades del mundo, y es que ya había tomado consciencia de la
suya propia.
Hoy en día, ese niño
que fue, se encuentra como un águila, suspendido en el aire cual calima, pero
con mayor visión que nunca, haciendo de atento vigía de la tierra que lo parió.
Y ese niño, soy
yo.