Francisco
Javier León Álvarez *
Aparentemente, las cosas cambiaron cuando llegó la Transición,
impulsadas por otra forma de pensar y actuar más abierta, dejando atrás
supuestamente esos miedos que tanto alimentaron el aire que se respiraba, lo que
dio pie a hablar públicamente con atrevimiento sin tener que hacerlo como
nuestros abuelos en medio de la platanera cuando el patrón no estaba delante o
en los corrillos de las verbenas, a expensas del chivato de turno. Las canciones
de protesta, las reuniones clandestinas en las universidades, la legalización
de los partidos políticos, las denuncias por las torturas de los cuerpos de
seguridad del Estado, la música extranjera que rompía brutalmente con la hecha
aquí de forma enlatada. Todo era una piedra lanzada contra un escaparate con
rabia contenida, pero caímos en la trampa de creer que estábamos representados
en un Parlamento gracias a que podíamos ejercer el derecho a votar sin coacción.
Ese camino tan tortuoso producto de la lucha de generaciones
pasadas -algunos de sus miembros silenciados en cunetas y barrancos y otros
humillados en las cárceles o violados impunemente- se difuminó y acabamos plegándonos
al Estado de bienestar como único objetivo, consumiendo y viviendo de ayudas públicas
como garantía de nuestra propia seguridad y realización personal, y creyendo
siempre que pisábamos firme en una democracia ejemplar que nos permitía -eso sí,
pidiendo permiso como quien pide limosna- tomar la calle con manifestaciones y
huelgas fomentadas por sindicatos cobijados en el paraguas gubernamental, pero
lo cierto es que al día siguiente nos adormitábamos con telenovelas y fútbol.
Vendimos cara la esperanza de nuestros padres, a pesar de
que para ellos el reloj de su tiempo se paró hace mucho y no han sabido
desprenderse del susurro y las palabras parcas cuando se refieren a hechos
pasados porque siguen bajo el yugo de la desconfianza. Eso nos llevó a
desprendernos de nuestra dignidad, entregando la soberanía popular a los
descendientes de los que antes vestían la capa y el sayo hasta que en 2008 la
crisis económica derribó todo nuestro falso mundo. A partir de aquí
entendimos que había que salir a esa misma calle de otra manera para limpiar
toda la basura acumulada, entre la cual vivíamos y respirábamos, y acabar con
lo público manejado impunemente por lo privado. Pero más aún: aprendimos a
perder el miedo.
Cuestionamos al Estado y su forma de proceder y dejamos
patente en las redes sociales todo este malestar con pruebas de los
desequilibrios e injusticias que se estaban produciendo. Esto provocó la
aparición de la Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana o Ley mordaza, un
instrumento defendido por el bipartidismo como garante de la seguridad nacional
frente a la acusación de las acciones desmedidas de los ciudadanos contra el
orden establecido. Con ello se ha reavivado la antigua República Democrática
Alemana donde la Stasi vigilaba
cada paso que daban sus ciudadanos con el fin de convertirlos en autómatas a la
par que se ha hecho realidad una viñeta de V de Vendetta de Alan Moore en la
que precisamente una furgoneta recorre las calles captando y grabando las
conversaciones de aquellos para controlar y saber de qué hablan.
No hay más libertad que la impuesta, pero me resisto a
ello, lo mismo que a hablar por lo bajo ante lo que es evidente porque no quiero
vivir en la España en la que nació mi madre: no callaré y agacharé la cabeza
para mendigar un trozo de pan.
*
Licenciado en Geografía e Historia