1812
Las virtudes humanas se arraigan en las virtudes teologales que adaptan las
facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina (cf 2 P
1, 4). Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios. Disponen a los
cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen,
motivo y objeto a Dios Uno y Trino.
1813
Las virtudes teologales fundan, animan y caracterizan el obrar moral del
cristiano. Informan y vivifican todas las virtudes morales. Son infundidas por
Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y
merecer la vida eterna. Son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu
Santo en las facultades del ser humano. Tres son las virtudes teologales: la fe,
la esperanza y la caridad (cf 1 Co 13, 13).
La fe
1814
La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos
ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque Él es la verdad
misma. Por la fe “el hombre se entrega entera y libremente a Dios” (DV
5). Por eso el creyente se esfuerza por conocer y hacer la voluntad de Dios.
“El justo [...] vivirá por la fe” (Rm 1, 17). La fe viva “actúa
por la caridad” (Ga 5, 6).
1815
El don de la fe permanece en el que no ha pecado contra ella (cf Concilio de
Trento: DS 1545). Pero, “la fe sin obras está muerta” (St 2, 26):
privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente el fiel a
Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo.
1816
El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella sino también
profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: “Todos [...] vivan
preparados para confesar a Cristo ante los hombres y a seguirle por el camino de
la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia” (LG
42; cf DH
14). El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación:
“Todo [...] aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me
declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue
ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los
cielos” (Mt 10, 32-33).
La esperanza
1817.
La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y
a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las
promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios
de la gracia del Espíritu Santo. “Mantengamos firme la confesión de la
esperanza, pues fiel es el autor de la promesa” (Hb 10,23). “El
Espíritu Santo que Él derramó sobre nosotros con largueza por medio de
Jesucristo nuestro Salvador para que, justificados por su gracia, fuésemos
constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna” (Tt 3, 6-7).
1818
La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en
el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de
los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del
desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera
de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y
conduce a la dicha de la caridad.
1819
La esperanza cristiana recoge y perfecciona la esperanza del pueblo elegido que
tiene su origen y su modelo en la esperanza de Abraham en las promesas de
Dios; esperanza colmada en Isaac y purificada por la prueba del sacrificio (cf Gn
17, 4-8; 22, 1-18). “Esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre
de muchas naciones” (Rm 4, 18).
1820
La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús
en la proclamación de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan
nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el
camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús.
Pero por los méritos de Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en “la
esperanza que no falla” (Rm 5, 5). La esperanza es “el ancla del
alma”, segura y firme, que penetra... “a donde entró por nosotros como
precursor Jesús” (Hb 6, 19-20). Es también un arma que nos protege en
el combate de la salvación: “Revistamos la coraza de la fe y de la caridad,
con el yelmo de la esperanza de salvación” (1 Ts 5, 8). Nos procura el
gozo en la prueba misma: “Con la alegría de la esperanza; constantes en la
tribulación” (Rm 12, 12). Se expresa y se alimenta en la oración,
particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la
esperanza nos hace desear.
1821
Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le
aman (cf Rm 8, 28-30) y hacen su voluntad (cf Mt 7, 21). En toda
circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, “perseverar hasta
el fin” (cf Mt 10, 22; cf Concilio de Trento: DS 1541) y obtener el
gozo del cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas
con la gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que “todos los
hombres [...] se salven” (1Tm 2, 4). Espera estar en la gloria del
cielo unida a Cristo, su esposo:
«Espera, espera, que
no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa
con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo.
Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y
más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin» (Santa
Teresa de Jesús, Exclamaciones del alma a Dios, 15, 3)
La caridad
1822
La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas
por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.
1823
Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (cf Jn 13, 34).
Amando a los suyos “hasta el fin” (Jn 13, 1), manifiesta el amor del
Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de
Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: “Como el Padre me
amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn
15, 9). Y también: “Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros
como yo os he amado” (Jn 15, 12).
1824
Fruto del Espíritu y plenitud de la ley, la caridad guarda los mandamientos
de Dios y de Cristo: “Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos,
permaneceréis en mi amor” (Jn 15, 9-10; cf Mt 22, 40; Rm
13, 8-10).
1825
Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía “enemigos” (Rm
5, 10). El Señor nos pide que amemos como Él hasta a nuestros enemigos
(cf Mt 5, 44), que nos hagamos prójimos del más lejano (cf Lc
10, 27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9, 37) y a los pobres como a
Él mismo (cf Mt 25, 40.45).
El apóstol san Pablo
ofrece una descripción incomparable de la caridad: «La caridad es paciente, es
servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es
decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se
alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree.
Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Co 13, 4-7).
1826
Si no tengo caridad —dice también el apóstol— “nada soy...”. Y todo lo
que es privilegio, servicio, virtud misma... si no tengo caridad, “nada me
aprovecha” (1 Co 13, 1-4). La caridad es superior a todas las virtudes.
Es la primera de las virtudes teologales: “Ahora subsisten la fe, la esperanza
y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad”
(1 Co 13,13).
1827
El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad.
Esta es “el vínculo de la perfección” (Col 3, 14); es la forma
de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término
de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana
de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino.
1828
La práctica de la vida moral animada por la caridad da al cristiano la libertad
espiritual de los hijos de Dios. Este no se halla ante Dios como un esclavo, en
el temor servil, ni como el mercenario en busca de un jornal, sino como un hijo
que responde al amor del “que nos amó primero” (1 Jn 4,19):
«O nos apartamos del
mal por temor del castigo y estamos en la disposición del esclavo, o buscamos
el incentivo de la recompensa y nos parecemos a mercenarios, o finalmente
obedecemos por el bien mismo del amor del que manda [...] y entonces estamos en
la disposición de hijos» (San Basilio Magno, Regulae fusius tractatae
prol. 3).
1829
La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la
práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la
reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión:
«La culminación de
todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos;
hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos» (San Agustín, In
epistulam Ioannis tractatus, 10, 4).
Resumen:
·
Fe:
Virtud por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado.
Para vivir con fe no basta con tenerla, hay que practicarla y difundirla entre
los demás.
·
Esperanza:
Virtud que nos hace aspirar al Reino de los cielos y a la vida eterna.
·
Caridad:
virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y
a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.
San
Basilio Magno resume el sentido de las virtudes:
O
nos apartamos del mal por temor del castigo y estamos en la disposición del
esclavo, o buscamos el incentivo de la recompensa y nos parecemos a mercenarios,
o finalmente obedecemos por el bien mismo del amor del que manda [...] y
entonces estamos en la disposición de hijos.