Escuché el otro día un insólito y siniestro debate radiofónico sobre de qué teníamos más probabilidades de morir, si de la actual pandemia o de sus consecuencias económicas, como si no hubiese otra alternativa.
Supongo que nos gusta dramatizar. Y, eso, en un momento en el que la esperanza de vida de la humanidad ha alcanzado cotas inimaginables, tanto que el historiador Yuval Noah Harari especula en su obra Homo Sapiens con que la revolución tecnológica pone la inmortalidad casi al alcance de nuestra mano.
Toda una contradicción, pues, a lo que se ve; pero lo cierto es que el Covid19 ha venido para quedarse y que si no acaba con todos nosotros, que no lo hará, sí que habrá acabado con un estilo de vida hedonista y fantasioso, donde nuestras posibilidades como especie no tenían otro límite que nuestra propia imaginación.
El que debatamos ahora si vamos a morirnos de infección o de hambruna ilustra perfectamente la erosión que el coronavirus ya ha causado en nuestras vidas: éstas no volverán a ser iguales tras la pandemia. Por eso no tiene sentido discutir sobre la fase de desescalada en la que debemos estar, sobre si las terrazas de los bares deben tener ésta u otra dimensión o sobre si las playas deben abrirse antes o después.
Para lo que debemos prepararnos es para otra cosa, para saber que esas disquisiciones son minucias y que nuestra vida no tendrá ya libertad ni las posibilidades de que gozábamos. Y cuanto antes lo hagamos será mejor.
Viviremos, sí, pero nuestra vida será mucho peor y durante mucho más tiempo. Y el que mejor sobreviva será quien esté más mentalizado para vivir con la penuria y el sacrificio que ahora nos toca compartir a todos.