El vacío que deja Antonio Cubillo

 

Santiago Ríos

 

Es la 1.30 de la tarde del jueves 13. Acabo de regresar del sepelio de Antonio Cubillo en el tanatorio de Santa Lastenia. Después de acercarme a ver esa figura de cera en la que se convierten los muertos y dar el pésame a su familia y a su equilibrado amigo, mano derecha y bastón de tantos años, Álvaro Morera, me quedé mirándolo y eché de menos nuestras animadas conversaciones en su despacho de la calle Ramón y Cajal, nuestros proyectos documentales y su entusiasmo ante nuestras películas, como "Guarapo", de la que siempre me pedía alguna copia para regalársela a algún amigo forastero.

Mi proyecto documental tenía por título "La independencia según Cubillo", película que le entusiasmaba y para la que me brindaba todo su apoyo y su amistad. Esta película, lamentablemente, ya no se hará pero queda su importante aportación y aparición en nuestro documental sobre el Sáhara, "35 años después"[1], y el excelente documental que rodó posteriormente su sobrino, "Cubillo: historia de un crimen de Estado".

Dije antes que regresé del sepelio cuando en realidad lo mío fue una espantada ante la vergüenza ajena que sufrí al comprobar lo que, a nivel humano, quedaba después de la desaparición del carismático líder.

Algo parecido a lo que sentí cuando llegó del exilio argelino, a mediados de los años 80, y fui a verlo llegar, aclamado, caminando con dificultad con sus dos muletas a causa del atentado de 1978, en el que milagrosamente salvó la vida. Allí apareció ante mis ojos la leyenda viva junto a la Farola del Mar y, acompañado por el cantautor Ángel Cuenca, amigo de la Universidad de La Laguna y del que yo desconocía su actividad política. Hoy sentí algo parecido, y me refiero a la clase de gente que mayoritariamente fue a recibirlo al muelle de Santa Cruz, muchos de ellos culpando de su pobreza y desesperanza al Gobierno español, olvidando que tan culpable sería el Gobierno postfranquista como el caciquismo canario, como los gobernantes de estas Islas, pero sobre todo, víctimas del sistema, ese sistema capitalista, sin rostro humano, codicioso, que ahora se ha inventado una crisis=estafa para seguir hundiendo al ciudadano en la miseria y enriqueciéndose unos pocos con la connivencia de muchos políticos -secuaces o rehenes- de los misteriosos y complicados mercados y los lobbies (lobos) financieros que muchos (cada vez menos) aceptan resignados, pero pocos comprenden. Sé que lo que digo no gustará a muchos lectores, pero ruego se excluyan aquellos que no se reconozcan en mis palabras.

Volviendo al sepelio: ante una enorme bandera canaria de las siete estrellas verdes -la creada por Antonio Cubillo- extendida en el suelo en la misma entrada del tanatorio, escuché, entre sonidos de bucio emitidos por un individuo "disfrazado" de guanche, eslóganes coreados por muchos del centenar de personas que rodeaban la bandera: "¡Canarias no es España!", "¡viva Canarias libre!", "¡viva Cubillo!", etc.

Hasta ahí, lo normal y coherente, dadas las circunstancias, hasta que un joven airado, megáfono en mano, voceó con ira: "¡Muerte a España! ¡Viva el MPAIAC!", y los coristas repitieron la frase como quien repite "amén" o "¡viva la vaca lechera!". Decidí entonces que era el momento de irme, aunque mi intención era quedarme y acompañar a Antonio hasta su descanso final.

"¡Muerte a España!": el que gritaba esa terrible frase era canario, claro, pero seguro que su ascendencia era peninsular, no sé de cuántas generaciones atrás. El español que se quedó en la Península poca culpa tiene de todo esto como para desearle la muerte. Esta situación me recuerda a Fidel Castro cuando, en 1992, atacó a España por intereses políticos con motivo de los 500 años de Hispanidad, cuando su padre era gallego de pura cepa.

Como defiende mi admirado amigo paleontólogo Francisco García Talavera, muchos llevamos algo de sangre aborigen en nuestras venas, y eso me gusta, porque significa que no todos los guanches fueron masacrados (muchos sí), ni todos fueron vendidos como esclavos en los mercados de Sevilla. Quedó la mujer guanche, que se mezcló con el hispano, y quedó también el pastor aborigen, que dejó de ser dueño de sus cabras o siervo del rebaño del correspondiente mencey, para convertirse en pastor esclavo de los nuevos propietarios españoles que se repartieron la tierra canaria en base al dinero invertido para financiar a la Corona en pertrechos: víveres, armas y barcos, expandir sus territorios y "cristianizar" a los siempre hospitalarios habitantes de estas Islas, con todos aquellos que llegaran a sus costas en son de paz, en dos mil años de viajes de circunvalación de África, guiados por la imponente silueta del volcán Teide que asomaba entre las nubes. La pregunta es: ¿llevar sangre canaria -en el porcentaje que le toque a cada uno- o no llevarla significa algo? Es, sin duda, un estudio histórico muy interesante, pero la independencia de un territorio la debe llevar a cabo el "criollo", por sentido de patria chica, en este mundo cada vez más confabuladamente globalizado, no por su porcentaje de sangre o por el recuerdo de un genocidio detestable, ocurrido en una época en la que los "civilizados" europeos dudaban de que los "salvajes" fueran gente, sintiéndolos más cerca del animal que del hombre (sic. Pablo III, 1537).

Ante esto, debo aclarar, casi al margen, mi incondicional afecto por los guanches desde mi niñez, pueblo víctima de la Historia, y creo que quedó suficientemente demostrado en nuestro documental "Los guanches de Tenerife", rodado a mediados de los 90, donde, gracias al entusiasmo de Rafael Gonzalez Antón, director del Museo Arqueológico, entre otros, y el vestuario y atrezo creado por el grupo El Alfar, pusimos, con rigor y seriedad, a los guanches en pie por primera vez, cuidando de huir del cliché del feliz y buen salvaje rousseauniano, excepto en el vídeoclip de Los Sabandeños "La cantata del Mencey Loco", rodado un par de años antes, donde buscamos intencionadamente la idealización épica y mitológica que todos los pueblos poseen y Canarias también debía tener.

A finales del XIX, como todos saben, en la última colonia española en América, Cuba, la Perla de las Antillas, sus habitantes se debatían en cuatro posiciones: los españolistas, los anexionistas a los Estados Unidos, los autonomistas y los independentistas. ¿Hallan un símil en esta situación con el Archipiélago Canario más de un siglo después?

Los españolistas que vaticinan el caos si España abandona y queda en manos del caciquismo, la ignorancia beligerante o la invasión marroquí; los anexionistas a Marruecos como Estado asociado; los autonomistas (en ello estamos con sus matices); y los independentistas, que se sienten más africanos que europeos después de 500 años de cultura europea que difícilmente se puede borrar. Es historia que a Mahatma Gandhi le advirtieron los altos cargos de la autoridad colonial inglesa que si la India se descolonizaba, sus habitantes se matarían entre sí por motivos religiosos; Gandhi contestó: "Puede ser que así ocurra, pero ese será nuestro problema".

La independencia de Canarias es nuestro problema y el problema de España. Lo que ocurrirá en el futuro no me atrevo a vaticinarlo, aunque sí, vaya por delante, el deseo de que, ocurra lo que ocurra, sea en paz y lo mejor para este pequeño archipiélago en la costa de África, a 2.500 kilómetros de Madrid.

En mi opinión, Canarias está más cerca que nunca del debate de su independencia a causa de las bolsas de petróleo halladas y la delimitación de sus aguas territoriales con respecto a Marruecos, nuestro extraño vecino, a quien España vendió traicioneramente, en 1975, el Sáhara Occidental y a sus gentes -ciudadanos españoles-, aprovechando la agonía de Franco.

Cada extenso artículo semanal de Antonio Cubillo en el periódico EL DÍA podría constituir un libro, tal era su amplia cultura, su capacidad de análisis, sus vivencias personales. Junto a esos textos, su anteproyecto de Constitución de la República Canaria como materia de debate para que cada cual, libremente (estamos en democracia, se supone), obtenga sus propias conclusiones.

A mucha gente que hablaba mal de Antonio Cubillo -ya se sabe: el MPAIAC de los tiempos del Che Guevara, situemos cada cosa en su tiempo, el desafortunado accidente aéreo de Los Rodeos...- yo le decía que deberían conocerlo personalmente y que con toda seguridad cambiarían de opinión: desde su silla de ruedas, un hombre culto que hablaba y escuchaba, cordial, sencillo, agradable, honrado, coherente y con un indudable coraje, todo ello junto a una atractiva personalidad que le sirvió para la diplomacia internacional y lo convirtió en un ser humano destacado y en un político consecuente que ya, en este triste mes de diciembre de 2012, es historia.

 

[1] El Sahara, “35 años después”