Testamento biológico

[Por el interés que despertaron siempre entre nuestros lectores las ideas del doctor Enrique González, recientemente fallecido, y que expuso durante años, cada domingo, en las páginas de este periódico, reproducimos de nuevo uno de sus artículos más significativos, publicado el 23 de septiembre de 2001, donde expresa sus sentimientos sobre la muerte.]

Los humanos se buscan, tienen un deseo irrefrenable de vivir juntos. La atracción de los humanos es propia del hombre. También los humanos sienten un fuerte impulso vegetal. La atracción vegetal es poco conocida, pero siempre presente. Todos tenemos un deseo escondido, no siempre manifestado, de rodearnos de verde vegetación, de las verdes praderas bíblicas. Un ansia irrefrenable de descubrir un árbol o una planta que simbolice la propia vida. Quizá, este instinto nos lleva a la búsqueda desesperada de la medicina curativa o del principio de la vida, o del bien y el mal. O quizá no persigamos otra cosa que la justificación estética del sinsentido vivir. Me gustaría encontrar un árbol que hubiera nacido el mismo día que yo, que me acompañara el resto de mi vida y que fuera mi continuidad en la tierra. Me gustaría disfrutar de su belleza, su sombra dibujada en la tierra y su silueta subrayada en el cielo. Admirarme de las fuerzas de sus raíces ancladas en las profundidades húmedas y nutrientes. Conocer la urdimbre de sus intersticios, la circulación de su savia. La fabricación de sus hojas y sus frutos. Su respiración, el uso de la luz, el manejo del agua, el origen de lo verde y la claudicación seca de lo viejo. Contemplarlo a la luz del día y a la penumbra de la noche. Aprender su lengua. Interceptar sus mensajes. Compartir sus placeres y sus sufrimientos. Y comunicarle, sobre todo, mis sueños.

Sé que ningún hombre vive más que un árbol. Sé que mis ideas, pensamientos y creencias un día se desvanecerán en un abismo de impenetrables sombras. Sé que, al otro lado, mis sentimientos y deseos se anularán. Y sé que la intuición me cuchichea a diario un mensaje indescifrable: entraré en lo abstracto eterno. ¿En lo abstracto mineral o vegetal? ¿Y qué mejor abstracción que un árbol? Su realidad abstracta y su abstracta realidad me atraen. La vida es una obra de arte. La vida, con las herramientas de la voluntad y la inteligencia, es un compendio de empeños, metas y fracasos. ¿Y qué mejor trabajo que aquel que la misma naturaleza construye, destruye y construye cada día? El instinto vegetal me conduce a confundirme con las moléculas vegetales. Y en la obra de arte pretérita prefiero la serenidad, la fortaleza, la flexibilidad y la austeridad de un árbol a la fría y acristalada soledad mineral.

Durante muchos años he buscado afanosamente mi árbol. He paseado mi vista por miles de paisajes, he escrutado los bosques, los árboles solitarios. Una vez encontré un pino solitario con sudores resinosos resbalando por sus costados, decorado con exultantes piñones y herido varias veces en sus costosos tegumentos. Años después, lo encontré enfermo. Dolorido pero vivo. Me pareció demasiado orgulloso. No se había doblegado ante el sufrimiento. Pero no dejaba de ser un sufrimiento por banalidades parasitarias de la vida. No era sufrimiento metafísico, ni del alma ni de la carne. Era un sufrimiento de sustancia que no de esencia. Un día, inesperadamente, cuando los ojos caminaban su mirada por el cielo azul, profundo y sin nubes, una silueta se interpuso. Alta, piramidal, verde oscura. Como una gran lanza hincada en el cielo. La mirada se deslizó desde el cielo y cayó en la tierra. Era un ciprés. Un ciprés distinto a todos los que había visto. Por un lado, donde los vientos vienen, sus ramas estaban apretujadas y verticales, formaban una espesa red. Por el otro lado, a resguardo de soplos cósmicos, las ramas se abrían y mostraban generosamente el tronco grueso y recto. El lado liso y el lado rugoso. La facilidad y la dificultad. El Sol giraba alrededor de él. Su sombra marcaba con precisión geométrica las horas. La amplitud de su base disminuía humildemente según se elevaba al cielo y se separaba de la tierra. No parecía melancólico. Tampoco alegre. Quizá, era una mezcla de seriedad y de autoironía.

El ciprés es mi lugar escogido para la eternidad que es eternidad, y no esta eternidad municipal que caduca a los cinco años. Partículas diseminadas, partículas sin tiempo, que sobre ellas seguirá transcurriendo el tiempo de viejos y nuevos calendarios. El tiempo sin tiempo en el tiempo del tiempo. Junto al ciprés, emociones y pasiones, el contenido del aparato psíquico se convertirá en una pequeña hoja. Una hoja que disfrutará del gozo renovado de un nuevo vivir, y un día, reseca y mustia, se transformará en otra joven fuente de vida. La vida eterna: cadena interminable de vidas acotadas. La circularidad de la vida en el círculo implacable de las manecillas del reloj. La extraña superposición de indefinibles e interminables órbitas.

Cuando mi ciprés se comunique con sus compañeros lejanos o próximos, espero que no olvide la pequeña molécula que un día, multiplicada, lo admiró y otro día, reducida, lo alimentó. Será lo que quede de unos recuerdos y de unos pensamientos. Será la hoja verde de un ciprés perdido en un paisaje siempre variable y libre, sin muros de piedra, cemento y cal ni señales de término. No hay término. Es la vida eterna.

Publicado en el periódico El Día, 01-02-2012