En El Hierro, las tardes de invierno
Juan
Jesús Ayala
Dándole hacia atrás al
tiempo, la vieja memoria esta nos reconforta con los encuentros de retazos
vividos en un escenario que ni era mejor ni peor que ahora, pero como era el
único que conocíamos era simplemente nuestro tiempo, y en él nos metíamos con
el entusiasmo que prodigaba la juventud y todo lo que a su alrededor se
desarrollaba como vivencia palpitante y única, las tardes del invierno en la
isla, y más concretamente las de Valverde: tranquilonas,
solo animadas por la llegada de los barcos los lunes y viernes, que traían la
correspondencia y los pocos viajeros que desembarcaban en el trajín monótono
del puerto de La Estaca. Esas tardes que eran las del correo tenían una carga entusiasmadora, porque la juventud, mientras llegaba la
guagua sobre las siete de la tarde, paseaba en la "calle" de un lado
a otro, ida y vuelta, desde el puente hasta la Punta de la Carretera, donde se
tejieron miradas y sueños de las noches largas de la villa.
El abanico de los
Alisios soplaba casi siempre esparciendo sobre la villa un mar de nubes que
hacía que el frío se metiera por todos los poros de la piel, si bien es verdad
no nos habilitábamos con abrigos, ya que, como se jugaba a unos juegos y otros,
verdaderamente los cuerpos no los necesitaban, porque el ardor juvenil se
sobreponía por encima de todo.
Las lecturas, en las
tardes, se ocupaban también en la biblioteca, donde había libros interesantes y
que nos fueron poniendo en pista de muchos de los mundos, y cómo estos se
desenvolvían o lo habían hecho en tiempos pretéritos. Aquellas dos mesas largas
que se habilitaban para la lectura siempre estaban ocupadas, sobre todo, por
personajes llenos de sabiduría, los que nos definían cuestiones y aclaraban
otras, entre ellos don Atilano, Inocencio y don Valentín Díaz.
Muchas veces hacíamos
uso de la biblioteca, que solo nos podía acoger hasta las once de la noche,
porque a esa hora el motor que daba luz a la villa, que estaba en El Charquete, previo aviso de tres bajadas de palanca, nos
estaba anunciando que la luz se iría hasta las siete de la tarde del día
siguiente.
Lo más que la memoria
nos descubre cuando a veces la depositamos en la isla es que las tardes de los
inviernos, cuando llovía con intensidad, eran una antesala propia de una
primavera que se imaginaba rebosante de alegría, de amapolas y de trigo, donde
los campos se recreaban y nos deleitaban en un pensamiento pleno de vitalidad y
de ensueños.
Las tardes de invierno
eran de encuentros. Es cuando más gente se dejaba ver en la calle principal, no
solo los que salíamos motivados por la novelería, sino que allí estaban los de
los pueblos de al lado, sobre todo de El Mocanal, con
los que la gente de Valverde teníamos una simpatía compartida y hasta amistad
consolidada con algunos, que siguió fraguándose en el tiempo. Las tardes
aquellas tuvieron también sus escenarios repetitivos, el fútbol de los
domingos, las canciones previas a las serenatas, que estaban ya diseñadas y que
nos inclinaban hacía el sentimiento que iba creciendo y madurando y hacía que
nos condujéramos hasta una nueva dimensión personal, que en las lecturas y en
los pensamientos se fue agrandando para ir construyendo una nueva estructura
que nos daba impulso para imaginar otros caminos y, además, proponernos
proyectar como personas que pretendían ilusionadamente ir más allá de la isla,
porque al final, siempre, como ahora, una vez más no nos resistimos a volver a
los senderos y vicisitudes de la isla, aunque sea, en estos momentos, por los
vericuetos de la memoria.