San Rafael y San Roque
Luis Cola Benítez *
Se cumplen en estas fechas doscientos dos
años desde que, en unas aciagas circunstancias para nuestra hoy ciudad y
entonces villa, la imperiosa necesidad de dar sepultura a un ingente número de
vecinos fallecidos obligó a la creación de un espacio público para efectuar los
enterramientos.
Este hecho fue totalmente excepcional,
puesto que hasta entonces lo habitual era dar sepultura en recintos sagrados,
tales como iglesias, ermitas o conventos, a pesar de que desde finales del
siglo XVIII se había prohibido este proceder por razones sanitarias. Cuando se
acumulaban los cuerpos como resultado de algún acontecimiento epidémico, se
continuaban los enterramientos en las iglesias, que al mismo tiempo se llenaban
de angustiados fieles que recurrían a las plegarias y rogativas como único
recurso frente a la enfermedad, dada la impotencia de la ciencia médica de
entonces para combatir el mal, con lo que se facilitaban las condiciones para
el contagio.
Estas circunstancias excepcionales se
dieron de forma inesperada en Santa Cruz en el año 1810, cuando una terrible
invasión de vómito prieto o calentura amarilla se enseñoreó de la población,
afectando a la mayor parte de sus habitantes y causando un elevadísimo número
de víctimas. De esta enfermedad típicamente americana se tienen noticias
documentadas desde que en 1648 invadió el Yucatán y años más tarde Pernambuco,
recibiendo el nombre de fiebre amarilla por sus manifestaciones hepáticas y
digestivas, similares a la ictericia.
Pero todavía en 1810 no se conocía el
agente transmisor de la enfermedad, el mosquito "Aedes Aegypti",
propio de los climas tropicales, ni se sabía de remedios efectivos para
combatirla, que se limitaban al aislamiento de los afectados y a la administración
de tisanas, vejigatorios y sangrías.
No era la primera vez que Canarias sufría
esta epidemia, que ya se había padecido en 1701, cien años antes de que la
enfermedad se conociera en la España peninsular, como en una especie de tributo
por ser adelantada atlántica hacia las tierras americanas. Pero en más de cien
años poco había adelantado la medicina y, a pesar de los esfuerzos de los
galenos, algunos de los cuales pagaron con su vida la dedicación al cuidado de
los enfermos, se seguían aplicando similares remedios. Incluso se recurría a la
vieja receta guanche de aplicaciones de manteca de ganado.
Al iniciarse la epidemia se continuó
haciendo los enterramientos en las iglesias, hasta que ya no hubo más espacios,
señalándose entonces la ermita de Regla para efectuarlos. Pero pronto se
comprobó que los cadáveres desbordaban las posibilidades y que había que
buscar, con toda urgencia, otro lugar. El alcalde de la Villa, José Víctor
Domínguez Maquier, comisionó al regidor y alférez
mayor José Guezala Bignoni
para que buscara un lugar lo suficientemente alejado del pueblo y bien
ventilado que sirviera para establecer un cementerio civil, hasta entonces
inexistente en Canarias.
El lugar escogido cumplía de sobra las dos
condiciones. Estaba alejado, en descampado, muy al Poniente de la ermita de
Regla y al Sur de la de San Sebastián, y tan bien ventilado que el paraje era
conocido como Llano de los Molinos, por los existentes en la zona, lo que
hablaba bien claro de las condiciones ambientales del lugar. El día 5 de
noviembre de 1810, el regidor comisionado, acompañado por el maestro de
mampostería Juan Zerpa, el escribano Manuel González
de Losada y el beneficiado de la parroquia Juan José Pérez González, señaló y
amojonó un rectángulo orientado de Norte a Sur, que apenas medía unos
Las prisas estaban plenamente justificadas
pues hubo momentos en que falleció medio centenar de contagiados en sólo
veinticuatro horas. Esta circunstancia hizo que, al no estar todavía cerrado el
perímetro del camposanto, se dieran casos de robos y profanaciones, que no
hacían otra cosa que aumentar el riesgo de contagio.
La estadística de esta epidemia, que se
repitió el año siguiente, resulta estremecedora. La población era cercana a las
7.000 almas, muchas de las cuales huyeron desde los primeros casos, quedando en
la Villa 3.142 personas, de las que, sólo en el primer embate de la enfermedad,
cayeron enfermas 2.642 –el 84 por ciento– y
fallecieron 1.332; esto es, el 42 por ciento de los presentes y el 50 por
ciento de los atacados. Terrible.
cementeriosdetenerife: San Rafael y San Roque