Pepinos, vacas y tornillos

Wladimiro Rodríguez Brito

[…es una lección más de lo que hemos defendido en esta tierra sobre controles fitosanitarios sobre las importaciones agroganaderas, por entender que, entre otras cosas, gran parte de las plagas y enfermedades que tenemos en el campo son el resultado de esa globalización mal entendida que hace que se importen igual las papas y las lechugas que los tornillos.]

   En los últimos años se están produciendo con frecuencia incidentes que tienen que ver con la alimentación y, lo que es más preocupante, con la relación del hombre, la agricultura, la ganadería y la salud. A nuestro entender se han aplicado tecnologías industriales a la producción de alimentos y al comportamiento de las especies tanto agrarias como ganaderas, con lo que se ha desnaturalizado gran parte de nuestro agro. A esto hay que unir los fenómenos de la globalización, como el control que las grandes multinacionales ejercen sobre las semillas y la distribución de los alimentos.

   Estos días hemos visto cómo desde Moscú a Copenhague, pasando por Nápoles, la distribución de hortalizas está en las mismas manos y pendiente de lo que digan los laboratorios en cuanto a su calidad. El fenómeno es tan importante como que el sureste peninsular Levante-Cataluña y Canarias, con algo más de cincuenta mil hectáreas de invernaderos, produce al año más de dieciséis millones de toneladas de frutas y hortalizas, lo que hace que gran parte del consumo de perejil, hortelana o pepinos, desde los Urales hasta La Restinga, sea producido en dichos invernaderos. Por ello, la globalización genera muchos interrogantes en la economía, la cultura y el medio ambiente en esto que llamamos modernidad y donde cada vez se habla menos de autoabastecimiento.

   Es la pérdida de autonomía y de estímulo familiar y cultural sobre lo próximo, lo pequeño, esa relación que teníamos entre el agricultor y la ventita donde se despachaban los tomates y lechugas producidas en las proximidades, lo que ha cambiado, y de qué manera. Por si fuera poco, la industrialización en los procesos productivos, unido a las mejoras de las semillas y de la genética de los animales, ha impuesto una nueva situación de la que no sabemos cómo saldremos en el futuro. ¿Es viable este modelo para alimentar a 7.000 millones de personas?

   De esta manera, se ha pasado de procesos productivos en los que la población eran agricultores y ganaderos y tenían una alta relación con la alimentación de las poblaciones cercanas a un modelo que, en nombre de la "modernidad" y el "progreso", sigue echando población activa del sector primario, que en la actualidad es menos de un 3% cuando tenemos un paro superior al 20%, dejando en los procesos de alta mecanización e industrialización gran parte de la producción de alimentos. Es más, hemos pasado de destinar gran parte de nuestros ingresos a la alimentación -en muchos casos alcanzaba el 40%- a un discutible 12 o 15% en los momentos actuales, devaluando el valor de los alimentos y, en consecuencia, el trabajo de los agricultores. ¿Tiene futuro una sociedad sin campesinos?

   Así, en cuarenta años, una vaca ha pasado de producir tres mil o cuatro mil litros de leche al año en las mejores ganaderías de Holanda a situarse hoy en los quince mil litros, con una media de diez mil litros por vaca/año. ¿Es la vaca un manantial? ¿Cuál es el coste genético para que un animal pueda producir más de diez mil litros al año? ¿Qué alimentos hay que suministrarle y cuántos productos de farmacia hay que aportarle? ¿Y todo esto para qué? Porque al ganadero se le paga menos de cincuenta céntimos el litro de leche, es decir, le pagamos menos al ganadero por un litro de leche, que puede alimentar a varias personas, que lo que cuesta un cortado, barraquito o un botellín de agua mineral. ¿Es esto un modelo con futuro?

   Los problemas que hemos visto en los últimos años con las vacas locas, los pollos y los cerdos con dioxinas industriales, y más recientemente con los pepinos, no son más que un proceso al que estamos condenados por haber "artificializado" la vida y deshumanizado la cultura de nuestro pueblo y las relaciones del hombre con la tecnología. Este supuesto avance tecnológico se olvida de la naturaleza y de la cultura milenaria que tienen la agricultura y la ganadería, algo clave en el progreso de la humanidad.

   Así, por ejemplo, pedimos que una hectárea de papas produzca más de cuarenta toneladas, una mata de tomates dé más de treinta kilos y algo similar en los pepinos, a base de una serie de alteraciones en las que ha predominado el productivismo a corto plazo y en las que se ha cambiado gran parte de los procesos naturales y culturales de la agricultura. Es más, ahora, en nombre de la agricultura ecoambiental, también se están haciendo procesos alejados de la cultura agraria y de los conocimientos de nuestros agricultores tradicionales en el buen uso y la observación de la tierra y el medio ambiente a la hora de cultivar, olvidando la rotación de cultivos, las leguminosas y el estiércol, por ejemplo.

   Por ello, con estas líneas lo único que pretendemos es hacer una reflexión en voz alta de un proceso que probablemente no haya hecho más que empezar, de un progreso mal entendido que ignora la sabiduría acumulada a lo largo de miles de años en eso que se llamó revolución neolítica, que es sin duda la mayor que se ha producido en el planeta, al pasar el hombre de pastor-recolector a ser agricultor y ganadero.

Por supuesto, no estamos en contra de la tecnología siempre y cuando esta sea para facilitar el duro trabajo de nuestros campesinos, e indudablemente ha habido mejoras técnicas en la agricultura y en la ganadería que hemos ido incorporando, pero no estamos por los cambios bruscos, como que una vaca pase a triplicar su producción de leche en solo cuarenta años. La naturaleza no puede funcionar como una fábrica de tornillos que trabaja bajo pedido, sino que debe respetar sus propios procesos.

   Por ello, lo de la consejera de salud de Hamburgo, Cornelia Prüfer-Storcks, que estos días ha sido famosa por su declaración del "E. coli" y los pepinos españoles, en la que indudablemente ha echado la culpa a alguien -que no sea votante del land de Hamburgo- y en la que también es posible que haya aspectos de defensa local frente al planteamiento global de la Unión Europea, es una lección más de lo que hemos defendido en esta tierra sobre controles fitosanitarios sobre las importaciones agroganaderas, por entender que, entre otras cosas, gran parte de las plagas y enfermedades que tenemos en el campo son el resultado de esa globalización mal entendida que hace que se importen igual las papas y las lechugas que los tornillos.

   Hemos de mejorar las relaciones sociales y económicas de los agricultores en Canarias para conseguir cotas de autoabastecimiento que dejen de estar por debajo del 10% de la demanda interna y que superemos al menos el 30% de nuestro autoabastecimiento. Esto se traduciría en calidad y seguridad alimenticia, puestos de trabajo, paisaje y una dignificación de los hombres y mujeres del campo en una sociedad más sostenible y más solidaria social y ambientalmente. En definitiva, se trata de saber y valorar lo que comemos en esa relación directa entre salud y alimentación, pues la lección de estos días en Alemania debiera ser un toque de atención no solo para los centroeuropeos, como de hecho parece que ha ocurrido, sino también para los que vivimos en la periferia, como es el caso de Canarias. Todos estos temas no son para dedicar un minuto de atención en un telediario, sino que deberían llevarnos a una reflexión sobre una cuestión tan seria como es la alimentación y la salud.