Homos
sapiens: nosotros y los otros
Francisco
García-Talavera Casañas
Desde
que salió de África, hace unos dos millones de años, el grupo humano conocido
como Homo ergaster/erectus, la humanidad ha tenido que pasar por muchos
avatares. Tuvo que soportar durísimos cambios climáticos (glaciaciones),
prolongadas migraciones, costosas adaptaciones a los nuevos ecosistemas que iba
colonizando, luchas con los depredadores, violentas erupciones volcánicas,
terremotos..., pero sobrevivió y consiguió dispersarse y poblar dos nuevos
continentes (Europa y Asia), mucho antes de dar el salto a los dos restantes
(Australia hace unos 60.000 años y América hace unos 20.000).
Su presencia en regiones y climas tan diferentes, la dispersión y
el aislamiento dieron paso a las mutaciones genéticas y a la consiguiente
evolución. Y así comienza a "ramificarse" el "árbol filogenético"
humano y, en consecuencia, a complicarse su estudio para quienes, dos millones
de años después, tratamos de indagar en ese proceso.
Los desconcertantes hallazgos, en los últimos años, de restos de
homínidos en Dmanisi (Georgia), Flores (Indonesia) y Denisova (Siberia) vienen
a enredar aún más el asunto, especialmente para los que siguen pensando,
amparados en la genética molecular (ADN mitocondrial), que todos los humanos
actuales descendemos de aquellos Homo sapiens que salieron de África hace
60.000 años. Por el contrario, los multiregionalistas, entre los que me
encuentro, creemos que en la evolución humana se llegó a la especie sapiens a
través de encuentros y desencuentros -con el correspondiente flujo genético-
en distintas regiones de África y Eurasia, entre aquellos grupos humanos
descendientes del ergaster/erectus.
Y así se ha llegado a la controversia actual, que se complica con
la creación de excesivas especies nuevas de humanos, cuando en realidad
probablemente solo se trataba de meras subespecies o razas. El más claro
ejemplo lo tenemos en los neandertales que, con el avance de las
investigaciones, han pasado de ser inicialmente representados como rudos
antropomorfos simiescos -de los que incluso se dudaba si podían hablar- hasta
humanos como nosotros, con todas las características bioantropológicas,
culturales e intelectuales (tenían incluso más capacidad craneal) para ser
considerados como tales. A los detractores de esta idea -los que siguen
considerando a los neandertales como una especie aparte, que no tiene nada que
ver con el "hombre moderno"-, tras los resultados obtenidos por S. Pääbo
y otros (Instituto Max Planck de Leipzig), en la secuenciación del ADN
mitocondrial de sus restos óseos, no les ha quedado mas remedio que admitir que
hubo intercambio genético (se encontró hasta un 4 por ciento de genoma
neandertal en la humanidad actual y, más recientemente, B. Vernot y J.M. Akey
de la Universidad de Seattle, Washington, ya están hablando de un 20 por
ciento).
Los neandertales, probablemente descendientes del Homo
erectus/ergaster, vía H. antecessor y H. heildelbergensis, evolucionaron en
Europa, Oriente Próximo y, probablemente, en el Norte de África desde hace más
de 200.000 años, adaptándose en su anatomía a los rigores de las últimas
glaciaciones cuaternarias, lo que quizás les restó ventajas frente a la
irrupción en Europa, hace unos 45.000 años, del invasor "hombre
moderno", también conocido como cromagnon. En los milenios en que
convivieron estos dos tipos humanos hubo suficiente intercambio genético y
cultural, como ya se ha verificado, para poner en duda de que se trataba de
especies diferentes. La prueba la tenemos en la propia definición de especie:
dos individuos (masculino y femenino) de especies distintas no son interfecundos
y, por lo tanto, no pueden tener descendencia, pero si sucediera (híbridos), éstos
no serían fértiles, como es el caso de los mulos y las mulas (cruce de caballo
y burro).
Los conceptos taxonómicos de especie, subespecie y raza, cuyas
fronteras aún no están del todo claras, pueden llevar a conclusiones erróneas.
Y así, un dálmata, un chihuaua, un gran danés y un pastor alemán, con
diferencias anatómicas tan palpables, son simples razas de una sola especie de
perro (canis familiaris) y, por lo tanto, pueden tener descendencia sin ningún
problema, salvo el anatómico, claro (lo que sufriría un pobre chihuahua con
una gran danés).
Y en el caso humano, también se puede hablar de razas o tipos
humanos (dejando a un lado cualquier connotación racista), aunque debemos tener
en cuenta los constantes cruces genéticos ocurridos desde la aparición del género
Homo hasta el hombre actual, acelerados en los últimos tiempos con la gran
movilidad entre poblaciones, que se ha visto favorecida por los avances tecnológicos
(barcos, aviones, trenes, etc.). Por lo tanto, no podemos hablar de razas puras.
Pero aun así, podríamos distinguir, si los colocásemos juntos, a individuos
pertenecientes a grupos humanos que han permanecido más o menos aislados en sus
regiones durante mucho tiempo, como pueden ser un pigmeo centroafricano, un
esquimal, un aborigen australiano, un bosquimano o un indio amazónico, con
diferencias físicas muy evidentes, pero todos pertenecientes al género Homo y
a la especie sapiens. Lo que me resulta chocante es cuando oigo hablar de
"la raza humana", eufemismo absurdo que quizás se emplee como
respuesta a intolerantes posturas racistas.
En definitiva, el que me atreva a hacer estos comentarios y a
escribir este artículo (tenía muchas ganas de hacerlo) sobre un tema tan
controvertido y que para muchos es tabú (parece increíble que a estas alturas
en algunos Estados de USA, confundiendo ciencia y religión, esté vetada la
enseñanza de la evolución biológica), es porque llevo muchos años dándole
vueltas al asunto y deseo compartir -aun con el riesgo de estar equivocado- las
ideas y conocimientos acumulados durante décadas. Para mí fue un privilegio
tener como profesor de paleontología humana al eminente antropólogo Emiliano
Aguirre, el "padre" de Atapuerca (años 60, Universidad Complutense de
Madrid). En este sentido, y ya aquí, en Tenerife, muchos años más tarde
(2002) compartí conferencia y coloquio sobre la Evolución del Hombre, con el célebre
codirector de Atapuerca, Juan Luis Arsuaga, en unas jornadas celebradas en el
Castillo de San Felipe (Puerto de la Cruz), en las que disertaba sobre las
relaciones genéticas entre las poblaciones canaria y norteafricana, al tiempo
que constataba el origen líbico-bereber de los guanches y la pervivencia de sus
genes en la población actual (entre el 40 y 70 por ciento del ADN
mitocondrial).
Y a modo de conclusión final: Como se ha dicho, en
"nosotros" vive una buena parte del genoma de "los otros" y,
con toda probabilidad, veremos cómo en los próximos años los avances de la
paleontología y la genética molecular irán "podando" y
recomponiendo nuestro árbol genealógico.
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Artículos
de Francisco García-Talavera Casañas
publicado en elcanario.net
y en elguanche.info