José Hernández
Hoy toca ir
para la cumbre. La madre los levanta temprano, casi de madrugada, para que no
los coja el solajero. Manuel anda descalzo porque la pobreza abunda en este
Valle y a él le toca un trocito. El resto se lo reparten miles de bocas que
caminan por los campos, trabajando y trabajando, con las manos encallecidas y la
piel reseca, buscando esperanzas.
Manuel tiene
diez años y ya hace dos que tira para el monte, a buscar la leña y el cisco
que luego venderá en el pueblo. Hasta las Casas de Izaña o hasta el Portillo,
porque el monte está agotado, exhausto por tanta pobreza que se agarra a él
para sobrevivir. Las manitas de Manuel, que ya son como las de un hombre
grande, recogen los escobones secos y la retama y arma una manada que hoy, como
siempre, toca arrastrar durante más de veinte kilómetros, hasta llegar a La
Perdoma. La venderá barata, una o dos pesetas y alguna manilla de plátanos.
Es mil
novecientos cuarenta y cuatro y aquí no hay trabajo ni petróleo. Sólo hay
monte. Manuel lo mira desde abajo, deseando que no se acabe, porque sabe
que allí está su comida y, con suerte, hasta unas lonas nuevas para cubrir sus pies
cansados.
[Esta historia le pertenece a mi padre. Y como él,
fueron muchísimos los que se arrastraron hasta las faldas del Teide para
sobrevivir. El la cuenta sin rabia, pero yo no pude contenerla.]