Monarquía
Alfonso
González Jerez *
Me
asombra el asombro. La monarquía siempre ha sido así: un lodazal de mentiras y
fingimientos sobre los que levitan los zapatitos de oro de los cuentos
infantiles. Como institución política la monarquía -el consenso construido
alrededor de la monarquía- se alimenta más de los hermanos Grimm que de
cualquier teoría politológica.
Respecto al actual jefe del Estado desde
hace muchos años se conocen sus inclinaciones cinegéticas, tanto en el terreno
de los cuadrúpedos como en de las bípedas, aunque han sido menos difundidas sus
silenciosas visitas a capitales impronunciables y a los más golfos entre los
Estados del Golfo, sin luz, taquígrafos ni ministros de jornada. El último, o
quizás el penúltimo, a Kuwait. No hay explicaciones. No hay información. No hay
siquiera posibilidad de preguntar nada.
No diría uno que la monarquía es
radicalmente incompatible con la democracia parlamentaria. Pero siempre resulta
un cuerpo extraño alojado en su anterior y cuanto más se fortalece la
democracia mayor es el riesgo de infección y rechazo. Lo mismo que alimenta
imprescindiblemente el relato mágico sobre la monarquía -el privilegio
heredado, el oropel protocolario, la pomposa ritualidad, las joyas, brocados,
trajes de seda, chaqués, damasquinados, condecoraciones, yates y banquetes- es
aquello que termina sublevando a los ciudadanos cuando la fábula se ve
contaminada por la realidad. Así que era esto: los enanitos simulan ir a
trabajar pero mantienen orgías subterráneas, Blancanieves era una pendona desorejada, el Príncipe se hacía multimillonario
con negocios turbios en lo más profundo del bosque. La debilidad de los
partidos de izquierda y diezque republicanos durante
la Transición les llevó a admitir en la Constitución de 1978, por lo demás, que
el jefe del Estado fuera adornado con dos condiciones muy inusuales en las
monarquías parlamentarias europeas: su condición de comandante supremo de las
Fuerzas Armadas y su soberana irresponsabilidad. Porque, constitucionalmente,
el Rey es políticamente irresponsable: la responsabilidad de sus actos y
decisiones corresponde a las autoridades gubernamentales que lo refrenden. A
los legisladores se les olvidó, al parecer, anticipar la responsabilidad de los
actos del jefe del Estado si no los refrenda absolutamente nadie, como es el caso
de la última cacería de Don Juan Carlos I en Botswana.
Es muy improbable que se ofrezca la
información debida sobre esta última, divertida y escandalosa partida en
tierras africanas. La monarquía es alérgica a la transparencia informativa. La
dichosa transparencia es una polilla de luz que carcome terciopelos y torna aguachirlesca la sangre azul. Como Dorian Gray cada rey tiene escondido en un sótano su lamentable
retrato moral. Cuando el sótano se convierte en pinacoteca el cuento ha quedado
definitivamente roto.
Fuente: Publicado en
el Diario de Avisos, 17-04-2012