Matar
a los viejos
Elsa López
El ministro de finanzas japonés
propone que los viejos se mueran pronto como una saludable idea para mejorar la
economía. Lo dijo completamente en serio y seguro de que la idea podría cuajar
entre la población.
No
me ha chocado excesivamente el comentario porque no sería la primera ni la última
vez que una sociedad pone entre las cuerdas a los más ancianos del grupo. Las
hay que han puesto en práctica su exterminación durante siglos por
considerarlos una carga social.
En algunas culturas la tradición es que sea la propia persona (ya entrada en años y con pocos recursos para solucionar la economía familiar) la que deba abandonar a los parientes, la tribu y la vida.
En algunas poblaciones cercanas
al Polo Norte, la costumbre era irse a las montañas y esperar que algún oso
caritativo te engullera en menos de dos bocados. Hace años vi una película que
contaba la historia de una abuela que, al verse inútil y ya sin dientes que le
sirvieran para masticar las pieles de los animales que cazaban sus hijos, se
marchaba hacia la muerte con una aceptación y un amor a los suyos que te hacía
temblar de ternura y de espanto[1]. En otras culturas no esperan a que los viejos
se autoinmolen. Se encargan los familiares de hacerlos desaparecer con la venia
o con la negativa de la víctima.
En
nuestra sociedad, tan civilizada ella, acostumbramos abandonarlos en una
gasolinera, en un bosque o en un asilo donde puedan ser exterminados a base de
golpes, mala alimentación o inyecciones que precipiten su final. ¿A quién le
extraña que algunos aboguemos por la eutanasia? ¿A quién le preocupa que
pidamos la posibilidad de obtener una muerte digna no solo para aplacar las iras
de algún ministro de economía y hacienda dispuesto a acabar con nosotros de
manera poco elegante sino para hacer más sostenible la tierra para aquellos que
vienen detrás, para hacerles sitio en este apretado mundo o para ayudarlos a
sobrevivir en un planeta que ya poco o nada parece ofrecerles?
Hace
años que, pública o privadamente, ando pidiendo un debate inteligente sobre el
derecho a morir con dignidad y con cierta alegría que también la muerte
aceptada y preparada por uno mismo tiene sus dosis de felicidad bien entendida:
encargo de flores, epitafio bien redactado, traje a elegir, y ceremonia
seleccionada entre varias ofertas sin necesidad de que llegue el pariente de
turno y aclare a última hora que a ti te gustaban los ramos de claveles
amarillos o que te canten una folia en el sepelio. Ante tales miedos, yo elijo
la muerte planificada por mí misma y no por un delincuente que disponga de mi
vida como de basura desechable.