Luis Ortega
Hoy, 23-03-2014, cumplió ochenta y nueve años con sus virtudes y la
memoria de cuantos le queremos intactas[1].
En la primavera niña, antes o después, según me
cogiera la ola, le felicitaba y agradecía su lealtad y ánimo para las causas
perdidas -horas ganadas, “horas llenas”, como las llamaba- y renovábamos
proyectos, ensoñados o posibles. Ahora cumplo el rito con Concha y altero a la
familia en pos de sorpresas ocultas que los seres singulares dejan entre ámbitos
y enseres cotidianos en la confianza de que, por azar o milagro, sus próximos
las hagamos tan viables como salieron de su sensibilidad y talento.
Fuera
de innegables carencias, la edad nos regala con esperanzas -o pretextos, como me
dijo Rafa Arozarena- para creer que la eternidad es un don a nuestro alcance,
sean cuales sean nuestras condiciones, méritos y defectos. Esa hipótesis casa
con una afirmación de mi maestro que recordé en su temporal despedida: “Dios
es más bueno que justo”; frase escandalosa para tomistas y torpes de la época
oscura que, sin recato, dictaban normas generales para ese asunto tan personal
que es la fe.
Creo
en la suprema bondad, que nos permite, pese a nuestros límites, hacer cosas que
van más allá de nuestros intereses, ver y tocar al prójimo, valorar las
libertades, derechos y buenas intenciones por encima de la autoridad, ya sea
civil, ya espiritual, circunstancia que, en ambos casos, se demuestra con los
actos. Por esos motivos y por las recomendaciones del Nazareno que, cuando habitó
entre nosotros, pidió que le buscáramos y halláramos en los demás, hablo de
Luis en tiempo presente y, sin esfuerzo, rindo cuentas de mis actos a los seres
queridos a los que nada puedo ocultar. De regreso de un viaje americano, le conté
que su cumpleaños coincidía con la fiesta de San Toribio de Mogrovejo,
arzobispo de Lima y, tan sabio como piadoso, de las liturgias y tradiciones que
lo rodean y de la silla que ocupó en el coro catedralicio y que, según los
peruanos, garantiza la fecundidad a las mujeres que, respetuosamente, acaricien
sus tallados brazos, o libres de la vigilancia de los sacristanes, se sienten en
ella. A cambio de mi historia, me resumió con su magia comunicadora una
historia del cine dentro del cine que, durante un cuarto de siglo, figuró entre
numerosas claves de identidad. Me descubrió Cinema Paradiso (1988), de Giuseppe
Tornatore y su mágica banda sonora cinematográfica del gran Ennio Morricone
que, pese al cansancio del regreso trasatlántico, disfruté enseguida. Seguro
que a esta hora, con su eterna curiosidad infantil, gozará con las confidencias
del santo protector de la infancia y de la magia de los cuentos hermosos, porque
ambos -bondad e imaginación- son carne de eternidad.
[1]
la
muerte-de-luis-cobiella