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Adán L. González Navarro
Cada
vez que en el Estado español se habla de soberanía nacional y esa nación no
refiere a la sacrosanta España (la pretérita y falangista unidad de destino en lo universal), nos
vemos en la necesidad de aguantar, y se trata de una cuestión cíclica, la
lectura sectaria y restringida de la lucha de clases.
Una
vez más, la legítima defensa de las reivindicaciones nacionales sufre el
ataque de la progresía inmovilista de siempre. Estos herederos del entreguismo
y la claudicación frente los aparatos políticos y fácticos del Estado
capitalista español siempre reaccionan igual. Para ellos, los procesos de
emancipación nacional están guiados por intereses burgueses y chovinistas.
Desde su óptica “revolucionaria”, la izquierda que habla de lucha de clases
y de emancipación nacional estaría presa de los intereses de las oligarquías
locales. En consecuencia, la unidad de España, para esta progresía, se
convierte en requisito sustancial de la emancipación del proletariado. La Unidad de
España, esa Una,
Grande y Libre que
predicó el régimen nacionalcatólico de
Franco, sería baluarte y luz de
las masas proletarias.
En la otra orilla, a
considerable distancia (mucha distancia), estamos los que pensamos que la
dominación política y la institucionalización de un conjunto de identidades
fosilizadas no aportan nada a la emancipación de individuos y colectividades.
Se trata de corazas político-metafísicas que persisten solidificadas, se
perpetúan y se transmiten socialmente; y, al mismo tiempo, reproducen y perpetúan
una visión del mundo fundada en el dominio. A fin de cuentas, una conciencia
política que se rebobina sobre sí misma y que solo es capaz de encontrarse
entre sus propios límites. Límites que solo ofrecen la imagen de un mundo
estrecho, cerrado y concluso.
Las luchas de liberación
de los pueblos, como las otras luchas de liberación y de humanización, se
legitiman porque son luchas de la gente, luchas en las que se abren los
horizontes ideológicos de las grandes mayorías. Los procesos de emancipación
nacional remueven ese mundo estrecho y cerrado y, por pura necesidad, propician
la ruptura de las viejas relaciones de poder.
La toma de consciencia
colectiva y, por tanto, de ser comunidad viva y capaz de sí misma se configura
como un momento único a la hora de apostar por un liderazgo revolucionario; un
liderazgo revolucionario que tiene todo el potencial para ser un liderazgo de
los sectores desposeídos. Las mayorías subalternas tienen en ese preciso
momento una oportunidad. Por eso las oligarquías dependientes dudan mucho y
temen esos procesos. Los procesos de liberación nunca son su mejor opción; no
son la mejor de las alternativas para las burguesías locales; por eso dudan y,
siempre, ralentizan y frenan dichos procesos de emancipación.
Un acercamiento a la
historia de las luchas de liberación permitirá verificar ese “factor histórico”.
Las oligarquías locales conforman, junto con las élites político-empresariales
del Estado-metrópoli, el principal lastre de los procesos de liberación. Es
decir, digan lo que digan, cuando lo que está en juego es la autenticidad de un
proceso de construcción nacional, son las masas las que empujan. Sin las masas
no hay pueblo, y son los pueblos los que, irremediablemente, abren brecha. En
ese momento, empujadas por esa masa-pueblo, las élites burguesas se ven
obligadas a decantarse.
La palabra
“pueblo”, ya lo advertía Lenin, no tiene una exclusiva traducción
burguesa. Muy por el contrario, es una noción que también tiene una lectura
subversiva y transformadora. De esta forma, frente a los que ven en ese
“pueblo” una suma de individuos inconexos, otros vemos un nudo de
relaciones, dependencias y solidaridades. Lo colectivo no es insustancial ni se
pretende solidificar graníticamente. Los lazos de lo colectivo nacen de la fusión
de lo diverso. La emancipación de los pueblos no pretende -ni históricamente
lo ha supuesto- un cierre sobre sí mismo. Muy por el contrario, se genera un
mundo nuevo lleno de posibilidades. Y no se trata de un mero “posibilismo”;
lo que acontece es una verdadera oportunidad revolucionaria. Se trata de un
momento histórico en el que poder consolidar grandes transformaciones sociales.
En definitiva, un momento en el que se abren todas las posibilidades de romper
con las cadenas y con las palabras que dan cuerpo litúrgico a toda dominación.
Por todo esto, la
apuesta emancipadora no supone que nos dejemos llevar por somnolencias
idealistas y una rutilante noción de progreso. No se trata de una cuestión
meramente moral o psicológica la que enfrentamos. Lo que está en juego, como
ya advertimos, es la propia humanización política (y también biológica) de
la sociedad. Por eso debemos hablar de quebrar límites -eso y no otra cosa es
lo que se denomina ruptura democrática- para alcanzar la verdadera soberanía
política; soberanía que debe ser total e intransigente. Es decir, reivindicar
el conflicto como principal garantía democrática. Teniendo en cuenta la
importancia de esa ruptura con la cosificación de lo humano-vivo y
con el consumo de valores simbólicos alienantes que, en primera y última
instancia, tienen en la extracción de rentas –el expolio y la desposesión de
los pueblos- su rostro más terrenal.