¿Hacia dónde vamos?

Juan Antonio Glasbert *

 

Algunos políticos necesitan que hablen de ellos, «aunque sea mal». Este deseo parece guiar, consciente o inconscientemente, muchas de las manifestaciones de nuestro Ministro de Hacienda, quien, a principios de octubre, afirmó que los salarios no estaban bajando, sino que moderaban su crecimiento. Ante el estupor general, incluso del gobierno y partido de los que forma parte –y también desde estamentos empresariales„ no tuvo más remedio que rectificar: se refería, exclusivamente, al sueldo pactado, hasta fin de septiembre, en convenios entre patronal y sindicatos. Olvidó señalar que, en ese periodo, se firmaron un 44% menos de convenios que un año antes, dejando fuera de la estadística a muchísimos trabajadores, por lo que, en absoluto, es representativa de la evolución de los salarios.

Las estadísticas del INE relativas a la retribución de los asalariados tienen muchas limitaciones, hasta el punto de que la mayor parte de los expertos consideran más fiable recurrir a la Muestra Continua de Vidas Laborales que elabora la Seguridad Social. J Ignacio Conde-Ruiz, de FEDEA, se ha ocupado de estudiar qué ha sucedido, en los últimos años, con los salarios en España. Simplificando, se puede señalar que los trabajadores que han permanecido en el mismo puesto y con el mismo contrato, han visto reducir sus salarios nominales un 4% entre 2010 y 2012, por lo que si tenemos en cuenta que, en el mismo periodo, el IPC creció casi un 8%, la reducción salarial, en términos reales, se aproxima al 12%. Ello no constituye sorpresa alguna para la inmensa mayoría de los mortales.

Muchos economistas hacen hincapié en la necesidad de reducir los costes laborales como la mejor fórmula para mejorar la competitividad y aumentar las exportaciones. Desde luego, si tenemos en cuenta que un elemento esencial en el origen de la crisis española es el elevado nivel de endeudamiento exterior del sector privado –incrementado después por la deuda pública resulta bastante evidente que nuestra economía necesita exportar más para corregir ese desequilibrio de deuda externa, y, para ello, el precio de los productos a vender en el exterior ha de ser competitivo, lo que exige moderar los costes y márgenes. Pues bien, en España, los costes laborales unitarios se han reducido, en los últimos años, con relativa rapidez, como consecuencia de la caída de los salarios y de la destrucción de empleo. Pero no ha ocurrido lo mismo con los márgenes empresariales, que han crecido durante la recesión. Esto tiene implicaciones sobre la distribución de la renta; la participación de las rentas del trabajo en el conjunto de la renta nacional es escasa y su evolución se ha deteriorado en los años de recesión, lo que, en mi opinión, constituye un grave problema, que no es único, ni exclusivo de la economía española.

Como tendencia, en las economías occidentales, la participación de las rentas del trabajo en la renta total se ha ido reduciendo; concretamente se ha estimado una caída media mundial de unos cinco puntos porcentuales en los últimos 35 años.

A principios de septiembre, Emmanuel Saez, economista de origen francés, de la Universidad de California, en Berkeley, publicó un trabajo relativo a la evolución de las rentas más altas en los EEUU de América, basado en otro previo realizado junto a su compatriota Thomas Piketty. La conclusión es que los ricos se han hecho todavía más ricos durante la recuperación económica; en 2012, el 10% de las rentas más altas acumuló más de la mitad de la renta total de los Estados Unidos; y el 1% de dichas rentas más altas, se llevó más del 20% de la renta de los americanos; el nivel más alto alcanzado desde antes de la Gran Depresión. Estos economistas muestran como la participación de los más ricos en la renta total norteamericana ha alcanzado sus mayores niveles en dos periodos: el que se sitúa entre las dos primeras guerras mundiales, en el primer tercio del XX, y ahora, después de la Gran Recesión iniciada en 2008.

La experiencia real de los países comunistas no anima al igualitarismo y podríamos convenir que existe un amplio consenso en que un cierto nivel de desigualdad es positivo; pero se ha llegado a unos niveles inaceptables y destructivos.

Porque sí, se está destruyendo a las clases medias, y sin éstas, el capitalismo –tal y como lo hemos conocido desde fin de la segunda guerra mundial– difícilmente podrá subsistir, porque se basa en el consumo de masas, no en el de las elites exclusivamente. El contrato social de las economías sociales de mercado ha caducado para los ideólogos neoconservadores. La crisis del sistema ha eliminado millones de puestos de trabajo; ha modificado el marco jurídico de las relaciones laborales con la excusa de favorecer la creación de empleo y, como consecuencia, los que nacen son precarios y mal retribuidos; los ingresos públicos son insuficientes para sostener el estado de bienestar, lo que justificaría recortar el gasto público, de forma que las clases medias y bajas no dejan de perder derechos.

En este ambiente, ¿no tememos que capas cada vez más amplias de la sociedad no puedan cuestionarse la validez de un sistema incapaz de resolver los problemas de sus ciudadanos? Fue en la época de la «edad dorada» cuando florecieron las ideologías extremas y totalitarias. Si no somos capaces de advertir que estamos próximos a una nueva «edad dorada» mostraremos nuestra más absoluta miopía, porque en los últimos años ya están cobrando demasiada fuerza las réplicas neofascistas actualizadas, que favorecerán la aparición de otras extremas contrapuestas.

¿Hacia dónde vamos? Más allá del corto plazo, no consiste en bajar los salarios, destruir derechos y eliminar la sociedad del bienestar; el camino es invertir más en educación, en investigación y en desarrollo. Esa es la vía para aumentar felizmente la productividad, para conservar las clases medias y sostener el contrato social de éxito surgido tras la segunda guerra mundial.

Fuente: laopinion.es/2013/11/11/