¿Franquismo o fascismo?
Vicenç Navarro
Durante mi largo exilio viví en Suecia,
en Gran Bretaña y en Estados Unidos. Y en ninguno de estos países el régimen
dictatorial existente en España durante el periodo 1939-1978 se conocía como
“la dictadura franquista”, sino como “la dictadura fascista”, dirigida por el
general Franco. De la misma manera que no se hablaba en tales países de
hitlerismo, para definir el régimen nazi que existió en Alemania, o de mussolinismo, para definir el régimen fascista que existió
en Italia, tampoco se utilizaba el término franquismo para definir el régimen
dictatorial que existió en España en aquel periodo.
Así, cuando Juan Antonio Samaranch –que fue presidente del Comité Olímpico
Internacional y que había sido delegado nacional de Educación Física y Deportes
durante la dictadura– visitó EEUU para presidir los
Juegos Olímpicos que se realizaron en Atlanta, The New York Times incluyó en su nota biográfica “director
general de Deportes en la dictadura fascista dirigida por el general Franco”.
La utilización del término franquista en
lugar de fascista ha sido resultado de un proyecto político-intelectual exitoso
que consistió en presentar tal régimen como caudillista y autoritario, carente
de una ideología totalizante que intentara imponer una nueva visión a la
sociedad. Según tal proyecto, una vez desaparecido el caudillo y el caudillismo,
habría desaparecido el carácter jerárquico y autoritario de aquel Estado, el
cual, dirigido por la habilidosa mano del monarca, se transformó, mediante el
modélico proceso de Transición, en un Estado democrático. Esta interpretación,
sin embargo, es profundamente errónea.
Fascismo es la ideología aparecida en
los años treinta en Europa que se caracterizó por un nacionalismo extremo con
vocación imperialista que se basaba en una supuesta superioridad de la raza,
grupo étnico y/o identidad cultural de los nacionalistas, lo que les daba el
derecho de conquista e imposición. El fascismo promovía una cultura de fuerza,
de características militares, profundamente machista y profundamente
reaccionaria, destinada a prevenir la revolución obrera, temida por las estructuras
del poder económico y financiero y por las clases medias. En realidad, el
fascismo había sido la fuerza política promovida por las burguesías y
oligarquías dominantes para parar al movimiento obrero, liderado por fuerzas
comunistas, socialistas o anarquistas.
El Estado en el que se reproducía esta
ideología era un Estado dictatorial que intentaba controlar a la sociedad civil
(incluyendo todos los medios de información y persuasión, desde las escuelas
hasta la prensa, la radio y la televisión). Este control se utilizaba para la
promoción del caudillo –al cual se le atribuían características sobrehumanas–, quien, instrumentalizando un partido único,
el partido fascista, lideraba el Estado, que se presentaba comprometido con el
“progreso del pueblo”.
El
pueblo incluía a todas las clases sociales, negando la diversidad de intereses
existente entre ellas. De ahí el establecimiento de sindicatos verticales, en
los que se incluía tanto a los empresarios como a los trabajadores. El fascismo
consideraba también al Estado fascista como designado por una fuerza superior,
sobrehumana (bien por Dios, en el caso español, o por la historia, en el caso
alemán e italiano), a dirigir la humanidad, reglando el comportamiento de los
ciudadanos, imponiendo unos valores nuevos que rompieran con los valores
anteriores (en el caso español, con los valores democráticos, laicos y
republicanos). Cada una de estas características existió en el régimen
dictatorial español.
Varios autores han indicado que, aun
cuando estas características existieron al principio del régimen,
desaparecieron más tarde, cuando los tecnócratas del Opus Dei sustituyeron a la
Falange. Tal argumento ignora, sin embargo, que los tecnócratas también
reprodujeron el nacional-catolicismo que era el elemento esencial del fascismo
español. En realidad, la Falange fue sustituida por el Movimiento Nacional, que
conservó gran parte de la ideología fascista, incluyendo su simbología, su
narrativa y su influencia. Hasta el último día de la dictadura, el NO-DO (el programa
de noticias y documentales de la televisión pública) comenzaba con la imagen
del dictador y con el símbolo fascista, el cual era también el símbolo que
aparecía en la entrada de todos los pueblos de España. Es más, una condición
para trabajar en el sector público u ocupar un cargo en el Estado era jurar
lealtad al Movimiento Nacional, cuyo uniforme era la camisa azul y el saludo
con el brazo en alto.
Que tal régimen estuviera en sus últimos
periodos repleto de meros oportunistas que, a pesar de su discurso, no creían
en la ideología fascista, no niega el carácter fascista del régimen. En
realidad, la distancia entre el Franco de 1939 y el Franco de 1975 era mucho
menor que la distancia política entre un Stalin al principio del régimen
comunista en la Unión Soviética y un Gorbachov al final. ¿Por qué, pues,
definir al régimen liderado por Gorbachov como régimen comunista (a pesar de
que al final del régimen el aparato de aquel Estado carecía de una ideología
propia) y no llamar fascista al régimen dictatorial español, argumentando que
al final nadie en él era fascista?
Otro argumento en contra de utilizar el
término fascista para definir aquel régimen era que el partido fascista, la
Falange, era un partido pequeño y, por lo tanto, el fascismo no era una ideología
mayoritaria. Tal argumento ignora que el pensamiento hegemónico hoy en las
estructuras del poder en la UE es el neoliberalismo, aun cuando los partidos
liberales son partidos minoritarios en tal comunidad política. Lo mismo ocurrió
en España con el fascismo, el cual perdura en sectores del conservadurismo y
del Estado español.
*
Catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas de la Universitat Pompeu Fabra.
7 de Julio de 2011