Fayna,
la hija
de Guayota
MONTY
*
Echeide,
custodiado por unos gigantescos guardianes escogidos de entre aquellos fornidos
pastores guanches…
Siempre que subo a Las Cañadas del Teide, cosa que hago con
frecuencia, no dejo de sustraerme a la antigua leyenda, perdida en las arrugas
del tiempo, que habla del dominio y la presencia de un poderoso faicán, que
habitaba un suntuoso palacio en las entrañas del volcán Echeide, custodiado
por unos gigantescos guardianes escogidos de entre aquellos fornidos pastores
que solían acudir con sus rebaños a pastar durante los largos estíos, y que
rendían tributo de pleitesía a su amo y señor de todos los dominios de la
Isla; el poderoso Guayota. Y aunque la rumorología pastoril hablaba con temor
de sus poderes mágicos y sus supuestos tratos con el Maléfico, capaces de
alterar hasta los comportamientos del mismo Magec, señor de las luces, lo
cierto es que tenía una gran debilidad por su única hija, Fayna.
Una
joven de extraordinaria belleza que paseaba siempre por los caminos de las cañadas
protegida celosamente por un cuerpo de gigantes, que hacían de su virtud la razón
de sus vidas. Atraídos por la fama de sus atributos, numerosos pretendientes
solían penetrar en el recinto del gran circo volcánico que rodeaba a la
imponente pirámide asomada al Atlántico, pero estos eran rápidamente
capturados por los prevenidos servidores, y en el mejor de los casos eran
expulsados, cuando no arrojados al humeante cráter del Echeide.
Mas
esto no impidió que un día arribara en una recóndita cala del suroeste de la
Isla un apuesto marino capitaneando su flamante navío; el cual, atraído por la
fama de la belleza de la joven, no dudó en cabalgar, atravesando los bosques de
pinares, hasta el altiplano de Las Cañadas. Una vez allí, procediendo con suma
cautela, pudo sorprender a la joven acomodada junto a un manantial de aguas
cristalinas, conocido como la fuente de La Grieta. Asustada en principio por su
inesperada presencia, el sentimiento se fue tornando en mutua atracción, hasta
el punto de urdir ambos una estratagema para engañar a los celosos guardianes.
Días después merced a un licor de propiedades narcóticas, extraído de los
frutos del mocán, el marino se lo cedió a su amada que no dudó en ofrecérselo
a sus cuidadores y obsequiarlos con una abundante comida, que consumieron rápidamente
con grandes muestras de alegría. Pero las consecuencias del plan trazado no
tardaron en desvelar sus efectos, haciéndolos caer en un profundo sueño por
confiar ciegamente de las bondades de su protegida.
Aprovechando
su pesado letargo, los amantes emprendieron la huida, atravesando al galope en
la grupa de su corcel toda la planicie de Ucanca; bajando con celeridad el
sendero de los pinares hasta la misma rada en donde su navío estaba ya alertado
y a son de mar para emprender la partida. Dando vela de inmediato, la nave se
alejó rápidamente de la Isla, antes de que los fornidos gigantes se
despertaran y se percataran de su ausencia. Horas más tarde, atemorizados por
los atronadores gritos de Guayota, los burlados guardianes corrieron
desesperados a la costa para tratar de detenerlos, pero llegaron demasiado tarde
y sólo pudieron contemplar cómo la nave desaparecía tras la línea del
horizonte, llevando a bordo su preciada carga. Preso de ira y desesperación
ante tamaño descuido, el faicán apostó a sus servidores en toda la línea del
litoral oeste de la Isla, por donde habían escapado los amantes. Y como castigo
por su negligencia, los convirtió en imponentes acantilados que ahora otean el
horizonte por toda la eternidad; aunque a veces, por gracia temporal del amo y
en noches de luna llena, los gigantes recuperan su forma humana y creen ver en
la distancia a las lejanas nubes con forma de velas desplegadas que les
recuerdan al navío evadido; custodio del apasionado amor de la pareja. Mientras
tanto, el desconsolado padre guarda su cólera en las rugientes entrañas del
volcán, quién sabe si con la intención de dar paso franco a los ríos de lava
ardiente, para trazar un sendero sobre el mar que lo lleve hasta el lejano lugar
donde ahora habita su bien amada Fayna. La hija de Guayota.
Obtenida
por nuestro Cabildo, después de larga espera, la responsabilidad de la gestión
del Parque Nacional del Teide -de donde he improvisado este imaginario relato-,
sólo espero que el cuidado de nuestro tesoro patrimonial, el más destacado de
Canarias, se vea impulsado por acuerdos para la mejora, vigilancia y conservación
de su fauna y flora, dada la permanente carga de visitantes a que está sometido
todo su perímetro, y el peligro latente de su degradación por la inevitable
afluencia. La rentabilización de los servicios adyacentes, que no la de
servidumbre de paso, para su mantenimiento óptimo similar a otros lugares del
planeta, será la fórmula ideal para cumplimentar tal responsabilidad. Incluso,
llegado el caso aunque tal vez yo no lo vea, habrá que establecer una limitación
de aforo en este recinto creado por la mano de los dioses, puesto que está más
que comprobado que el hombre es el único gran depredador de la Naturaleza. O de
lo contrario habrá que recurrir a Guayota para que abra el brocal del magma
como severa advertencia preventiva. Bienvenida sea la nueva gestión.