Camino de la estupidez colectiva

 

Ricardo Peytaví *

 

El nombre de Thilo Sarrazin suena poco en España, salvo en determinados círculos, pero es muy conocido en Alemania después de que en 2010 este político, miembro del SPD o Partido Socialdemócrata Alemán -el mismo que acaba de firmar una coalición de gobierno con Angela Merkel, su rival de la democracia cristiana-, publicase un ensayo titulado "Deutschland schafft sich ab"; algo así como "Alemania se suprime a sí misma". Considera Sarrazin que su país se vuelve cada vez más mentecato por la tendencia entre los alemanes con menor coeficiente intelectual, inmigrantes incluidos, a engendrar un gran número de hijos, mientras que los ciudadanos más inteligentes -los más capacitados y aupados a los puestos relevantes de la escala social y profesional- procrean menos. Muchos de ellos ni siquiera llegan a tener hijos. Parte Sarrazin de que en la actualidad existen pocas dudas acerca de que la inteligencia se hereda, de la misma forma que recibimos de nuestros progenitores el color de la piel, de los ojos, del cabello y hasta más o menos la estatura que alcanzamos, junto a la proclividad de contraer determinadas enfermedades o la virtud natural de librarnos de otras. En el caso de la inteligencia, o del coeficiente intelectual, pues de eso se trata, asume este autor que la carga genética influye entre un 50 y un 80 por ciento en la excelencia neuronal de cada uno. Por lo tanto, llega a la conclusión de que en la Alemania del futuro habrá muchos más bobos integrados en una "clase social baja" a la que el Estado deberá destinar importantes ayudas sociales.

Si Sarrazin no fuese un destacado socialista sino uno seguidor fanático de Le Pen o de cualquier líder de la extrema derecha, sea gabacho, teutón o transcaucásico, poco o nada habría que decir porque algunos discursos son harto conocidos. No obstante, y para congoja de sus detractores, Thilo Sarrazin no es un político al uso como los españoles, expertos en tretas traperas pero académicamente analfabetos. Desde que se doctoró en Economía por la Universidad de Bonn ha ocupado numerosos cargos públicos; uno de ellos en la junta directiva del Bundesbank. También ha sido senador de Finanzas del Estado de Berlín, amén de ostentar responsabilidades ejecutivas en una importante empresa privada. En definitiva, no estamos hablando de un Rajoy o de un Zapatero, ni mucho menos de un Paulino Rivero.

No hace falta añadir que a Sarrazin lo han puesto a caer de un burro desde que dio a conocer su teoría, en parte con razón. El debate sobre la inteligencia -ese coeficiente determinado mediante pruebas bastante controvertidas en sí mismas- dura ya más de cien años. Más o menos desde que se comenzó a popularizar su uso en el siglo XIX, casi 2.000 años después de que Cicerón acuñase el término "inteligencia". ¿Nacemos inteligentes o aumenta nuestra capacidad mental a medida que nos formamos de manera adecuada?

Si esta pregunta la formulamos referida a una cualidad física, por ejemplo la capacidad de correr los 100 metros lisos en menos tiempo que nuestros competidores, nadie se ofende con la respuesta de que determinadas razas -etnias es la palabra ahora políticamente correcta- poseen mejores cualidades intrínsecas que otras. Por supuesto que influye el entrenamiento, la alimentación y hasta las condiciones ambientales que afecten al atleta no solo en el momento de la carrera sino a lo largo de su vida. Sin embargo, en igualdad de condiciones externas o circunstanciales, hay quien juega mejor al baloncesto que la mayoría de los mortales y también quien puede nadar a mayor velocidad. En cuanto a razas o etnias, basta con que cada cual observe los rasgos físicos de aquellos situados en la línea de salida de las finales olímpicas.

Si hablamos, en cambio, de la excelencia intelectual la gente tiende a ponerse en guardia. En la memoria colectiva perduran las imágenes de un holocausto provocado por los antepasados directos del citado autor (Thilo Sarrazin nació en 1945, precisamente el año en el que acabó la locura nazi) a cuenta de la raza aria o superior. Si llevamos la teoría del coeficiente intelectual vinculado a las clases sociales al extremo propuesto por Sarrazin, es decir, a restringir las ayudas a los estratos desfavorecidos de la población para que no cunda la estupidez por la vía de la descendencia, entramos en un terreno no solo peligroso sino inadmisible. De ahí la fuerte contestación que ha sufrido este economista desde muchos frentes.

No obstante, más allá de este debate político prevalece esa centenaria discusión científica: ¿nacemos inteligentes o nos volvemos inteligentes dependiendo de quién y, sobre todo, de cómo nos forme a lo largo de nuestra vida? Guste o disguste a muchos, los estudios tienden a refrendar la teoría de que la herencia genética no solo influye en la forma de la nariz o en el color del pelo. Algo que los científicos siguen comentando en voz baja, acaso por los condicionantes políticos y sociales ya citados. Una situación muchas veces edulcorada con preguntas sobre qué se entiende realmente por inteligencia o, incluso, añadiéndole apellidos al concepto: inteligencia emocional, capacidad para ser feliz y algunos sucedáneos adicionales. Lo malo es que los apellidos tienden a desvirtuar la esencia de las cosas porque, seamos serios, ni el amor platónico es el auténtico amor, ni es el humor negro el que más nos hace reír.

Pero no nos pongamos tristes. ¿De qué le sirve a una centralita telefónica tener 500 líneas si solo usa 50? Una con solo 200 que utilice 100 duplica la eficacia de la primera. Al final, lo que hace más inteligente o más memo a un país no es que sus habitantes nazcan más o menos cretinos; la eminencia depende, en última instancia, de que una colectividad se comporte o no de forma inteligente. Y en este país hace mucho tiempo que no nos comportamos de manera inteligente. En caso contrario, ni tendríamos los dirigentes que tenemos, ni estaríamos como estamos.

rpeyt@yahoo.es

* Fuente: eldia.es/2013-12-01