Descubrir maravillas

 

Félix Román Negrín Rodríguez *

 

Todos los seres humanos sentimos un ansia permanente por descubrir sorpresas y maravillas. Vivir humanamente es vivir asombrados. Nunca conseguimos acostumbrarnos del todo ni a la claridad del día, ni a las tinieblas nocturnas, ni al milagro tantas veces repetido del nacimiento ni al horror impenetrable de la muerte. Miramos con sorpresa el cielo, el bosque, el mar y sobre todos nos miramos atónitos unos a otros tan semejantes y tan distintos.

 

A veces nos adormecemos durante largo tiempo en la rutina, pero de pronto; algún acontecimiento terrible o jubiloso nos zarandea y lo miramos todo otra vez con ojos nuevos, deslumbrados, con una visión distinta de la realidad. Entonces reclamamos lo insólito dentro de lo cotidiano, el enigma que compromete lo que había llegado ya a ser habitual.

 

No contentarse con las simples apariencias y buscar tras ellas la causa nada evidente, el vínculo que el simple sentimiento común no percibe: tal es el comienzo del conocimiento científico, pero también de las supersticiones. La diferencia entre éstas y aquel consiste en que la ciencia es mucho más paciente que la superstición, avanza mucho más lentamente con infinitos tanteos y retrocesos para verificar de nuevo lo ya dado por bueno.

 

La superstición descubre en seguida el motor prodigioso de cada acontecimiento y convierte la explicación de lo aparente en algo aún más inexplicable que lo que se trataba de explicar: detrás del trueno descubre el martillo enorme de un dios, detrás de las fechorías y las enfermedades humanas señala la conspiración del infierno la conjunción desfavorable de los astros.

 

La ciencia, en cambio; sólo se atreve a dar pasos mucho más cortos, procurando siempre que adentrarse en lo desconocido no le haga romper del todo el lazo que le une a lo que ya conoce. Tras las apariencias superficiales encuentra otra superficie con nuevas apariencias de un nivel más básico y más general, que a su vez remite a nuevas preguntas que obligarán a repetir el proceso indagatorio una y otra vez, sin que nunca pueda decirse definitivamente: “¡ya está!”. Para el supersticioso todo resulta inmediatamente comprensible gracias a lo incomprensible; para el científico, como un día lo señaló Albert Einstein, lo más incomprensible de la realidad es que va resultándonos poco a poco comprensible.

 

Una de las tristes idioteces mediáticas de nuestra época es fomentar el pretencioso afán de maravillas supersticiosas en lugar de avivar el asombro paciente y humilde por la investigación científica.

 

Hace algún tiempo he podido ver en un quiosco la portada de una de esas revistas llamadas Mandala, Katmandú o cosa parecida, en la que se pregunta con letras atónitas: “¿tienen poderes las mujeres?”. Pues claro que sí, naturalmente; alguno deben de tener digo yo, puesto que todos hemos nacido de madre. Por esta vía se ha logrado que los lectores legítimamente curiosos estén más familiarizados con las abducciones extraterrestres y el tarot, que con la evolución de las especies lo cual es una lástima desde muchos puntos de vista, el primero de ellos, desde luego, porque la buena información y los hábitos de la cordura son básicos en una sociedad en la que todo el mundo tiene derecho a voto, a opinar, a tergiversar. Pero también porque se pierden una fuente de estupendas diversiones lo cual es un auténtico gozo, porque la verdad está dentro de nosotros mismos y no fuera, mal que les pese a muchos.

 

* Redactor y Colaborador de la Voz de Rusia para América Latina y Canarias