Si uno decide entusiasmarse con la
reunión que el próximo lunes mantendrán técnicos (sic) del PP y el PSOE para llegar
a un acuerdo de reforma de la vigente Ley Hipotecaria, solo alcanza a llegar al
escepticismo. Si no decides entusiasmarte, probablemente, terminarás
profiriendo insultos. Los partidos políticos españoles deben cerca de 150
millones de euros a bancos y cajas de ahorro, y más de las dos terceras partes
de esa deuda la acumulan el Partido Popular y el PSOE. “Con los bancos”, le
dijo José Blanco a Miguel Sebastián en una ocasión, “la paciencia del Gobierno
debe ser infinita”, y en ese hermoso mandato solo puede entenderse desde la
implícita convicción de que la paciencia de los bancos con los partidos puede
no serla. Respecto a los gobiernos (falsamente liberales o falsamente
socialdemócratas) cabe sospechar fundadamente lo mismo. En los últimos años se
han impulsado procesos de fusión, rescatado cajas y propiciado enjuagues
crediticios por razones básicamente políticas y no económicas. Respecto a los
bancos españoles, son los principales poseedores de títulos de deuda pública
nacional, una parte sustancial de la cual compraron gracias al dinero a muy
bajo interés que propició la barra libre (temporal) del Banco Central Europeo.
El inmundo cochambamiento entre las élites políticas
y las élites financieras característico del país no ayuda a vislumbrar que canovistas y sagastianos (perdón,
populares y socialistas) le toquen un solo pelo a la banca en cualquier
modificación legal próxima. Cualquier estornudo parlamentario demasiado
estruendoso sería considerado un acto criminal por los principales bancos
españoles. Cualquier fórmula que pase por una tibia invitación a la
autorregulación en esta materia por parte de las entidades bancarias está
condenada a una condición meramente ornamental de nula eficacia, como se ha
demostrado en los últimos dos años.
Los grandes bancos están dispuestos a
admitir graciosamente recomendaciones y sugerencias, pero en ningún caso a
tolerar disposiciones o reformas legales que impongan nuevos procedimientos o
mejoren las condiciones de los contratantes de una hipoteca. No les molestó en
absoluto la patujada del Gobierno de Rodríguez
Zapatero con los créditos ICO para aplazar pagos hipotecarios o el código de
buenas prácticas que les ofreció, como una flor en el ojal, el ministro de
Economía Luis de Guindos. Ninguna de estas estratagemas ha conseguido resolver
desde la primavera de 2011 ni un 3% de los casos de impago hipotecario que
crecen selváticamente en España.
El endeudamiento de las familias ha
devenido uno de los principales problemas de la economía española y ese
endeudamiento se ha dedicado, mayoritariamente, a la compra de vivienda. En el
año 2000 ese endeudamiento específico suponía el 29% del PIB pero, apenas una
década más tarde, llegaba al 65% del Producto Interior Bruto. Fueron casi diez
años de una política crediticia enloquecida que forma parte del proceso de
financiación de la economía española y mundial. Por supuesto que cabe aquí
abrir un precioso debate moral sobre las responsabilidades de los que firmaron
hipotecas amplias y ampliables con una cuota muy elevada y un periodo de
liquidación de un cuarto de siglo. Sin embargo, y sin negar las
responsabilidades morales de nadie, quizás sea pertinente señalar que las
necesidades de expansión del sistema económico y financiero fueron los que
articularon una oferta crediticia formidable como motor de crecimiento del
sector inmobiliario. Los ciudadanos no exigieron unos créditos hipotecarios
abundantes y supuestamente generosos: fue el mercado bancario el que creó una
oferta que parecía no tener límites. En todo caso el debate sobre las
responsabilidades morales tiene, ahora mismo, un interés muy limitado. Varios
cientos de miles de personas han perdido su domicilio y la pérdida de vivienda
es un paso definitivo, en la inmensa mayoría de las ocasiones, hacia la
exclusión social. En términos económicos -si se quiere prescindir de
consideraciones éticas- un país no puede soportar una situación similar. Muchos
han puesto en duda la relación causal entre suicidios y desalojos judiciales en
España, por ejemplo. Y sus razones son atendibles. Pero cuando una ciudadana,
como ocurrió recientemente en Baracaldo, se arroja desde la ventana de su
vivienda y muere reventada sobre la acera diez minutos antes de llegar la
comitiva judicial no creo que pueda ni deba hacerse demasiada sociología
recreativa. Cualquier persona desempleada o subempleada que pierde su vivienda
sufre un golpe económico, social y emocional aterrador y objetivamente
justificado.
En el primer trimestre de 2012, en
España se han producido 517 desalojos judiciales de media. En Canarias, en
total, fueron 2.193 en ese periodo y unos 47.000 en toda España. En los tres
meses siguientes el ritmo se aceleró y se llegó a 100.000 desalojos judiciales
y a una media de 532 por día. Por supuesto, no todos estos casos corresponden a
viviendas particulares: solo el 65% de los mismos. Es decir, unos 65.000
propietarios, en los primeros seis meses de 2012, se quedaron sin su vivienda
habitual. Más de 400.000 personas afectadas en total a reserva de los datos del
segundo trimestre. Se trata, socialmente, de una catástrofe que no tiene
parangón en el resto de la Unión Europea. La única fuerza organizada que ha
combatido esta infernal situación de manera activa y relativamente exitosa ha
sido la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). La PAH ha conseguido
detener muchos centenares de desahucios, encontrar viviendas sociales a los
afectados y culminar positivamente muchas negociaciones de dación en pago.
Desde hace varios meses pide la firma -ya cuenta con más de 360.000 rúbricas- para
presentar en las Cortes una iniciativa legislativa popular, centrada en la
modificación de varios artículos de la ley de Enjuiciamiento Civil para regular
la dación en pago con efectos retroactivos, establecer una moratoria de los
desahucios y reconvertir temporalmente las hipotecas en alquileres sociales
bajo ciertas condiciones.
No es la única propuesta que merece
atención. El notario y profesor universitario Rodrigo Tena Arregui ha insistido
en que una regulación inteligente de la dación en pago se solventaría,
simplemente, con la modificación de la ley concursal.
“Tras un procedimiento concursal breve”, apunta Tena
Arregui, “el deudor (cualquier deudor, no sólo el hipotecario) que no tiene
bienes suficientes para pagar y que no ha incurrido en fraude, para lo cual se
fijan las debidas garantías, se le libera de las deudas pendientes”. Este
mecanismo regulador funciona en la legislación concursal
de Estados Unidos y los principales países europeos (Alemania, Italia, Francia,
Reino Unido, Austria, Suecia). En Estados Unidos, meca terrible del capitalismo
salvaje, se denomina fresh start,
y el curioso puede consultar en internet un
espléndido estudio que le dedica la jurista Matilde Cuena
Casas: “Una vez ejecutado el patrimonio embargable del deudor, el pasivo
restante queda exonerado por efecto del fallo judicial y sin consentimiento del
acreedor. Aunque el deudor obtenga en el futuro nuevos ingresos, éstos no
podrán ser utilizados para el pago de deudas anteriores a la declaración de
concurso. De ahí que se denomine fresh start, puesto que el deudor puede “volver a empezar”,
iniciar una nueva actividad empresarial o profesional con la tranquilidad de
que los nuevos ingresos que genere podrán ser utilizados para generar mas
actividad económica”. En el derecho concursal
estadounidense el fresh start
no se entiende como una medida de gracia, sino casi como un instrumento de
política económica cuyo objeto básico es “alcanzar la eficiencia económica en
la asignación de los riesgos de pérdida relacionada con la falta de pago”.
Resolver la catástrofe hipotecaria que afecta a cientos de miles de personas en
España y en Canarias no es únicamente un problema ético, sino también un
problema de eficiencia de recursos económicos y, en todo caso, depende de una
voluntad política más urgente ahora que nunca.