[…ni
sus hijos, ni sus nietos tratarán con el mismo cariño esa tierra que algún día
heredarán; tierras y trabajo duro que les dio de comer, que sirvió para que
estudiaran y de la que ahora repudian…]
Clareaba la mañana y sobre las medianías de Icod se levanta una
bruma húmeda que, a raleas, deja ver el faldón del Teide. Las gotas de la
noche anterior descansan sobre las hojas de la viña esperando a evaporarse
gracias a la promesa de sol que se levantaba por encima del morro de El
Miradero. Los pájaros y un sonido seco, rítmico, llenaban el silencio de aquel
amanecer por las vaguadas, huertas y terrazas cultivadas.
En uno de los bancales, la tierra húmeda, oscura y teñida
de fertilidad era moldeada por un hombre mayor con su sacho. Alpargatas de
campo, viejo pantalón gris y camisa blanca con finas rayas, vestían a ese
campesino que, a pesar de su edad, golpeaba con brazos añejados y morenos, pero
aún muy fuertes, los surcos que dibujaba para dirigir el agua.
Aunque parecía estar solo, no era cierto; en silencio a su
alrededor bailaban, reían y trabajaban las almas, las enseñanzas y la sabiduría
de todos aquellos que antes que él cultivaron y ordeñaron esa tierra para dar
de comer a sus familias; eran otros tiempos.
Hoy sabe que ni sus hijos, ni sus nietos tratarán con el mismo
cariño esa tierra que algún día heredarán; tierras y trabajo duro que les
dio de comer, que sirvió para que estudiaran y de la que ahora repudian.
Pocos quieren rescatar del olvido esos viejos sachos que cuelgan
de clavos en las paredes de nuestros cuartos de aperos; a muchos les sigue
pareciendo que el campo es cosa de viejos o de ignorantes, demostrando una
notable amnesia sobre quienes somos y de dónde venimos; sin ver que el futuro
que nos aguarda sería más alentador si en Canarias se respetara, de verdad, a
nuestro vapuleado sector primario.
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