A todo movimiento político le urgen sus liturgias, su
fraseología, sus símbolos definitorios, sus dirigentes insustituibles y sus
padres fundadores. Desde finales de los años sesenta, en el muy reducido ámbito
del nacionalismo canario, se ha consolidado entre facciones y grupúsculos un
consenso alrededor de Secundino Delgado como referencia inicial y, durante
bastantes años, casi iniciática. Por decirlo con una brevedad que no pretende
ser grosera: tampoco quedaban muchas otras opciones. La elección de Secundado
Delgado como fundador es profundamente coherente con la tradicional debilidad
política, teórica y organizativa del nacionalismo canario. Porque Delgado fue
un hombre comprometido y generoso, pero cuyo cerebelo político navegó entre
contradicciones y yuxtaposiciones ideológicas y lo hizo con un instrumental
conceptual y teórico singularmente menesteroso, frágil y oportunista.
En el relato que hace de sí misma toda tradición nacionalista
-quizás todo movimiento populista en general- funciona un código de impronta
básicamente familiar, sacramental, sacrifical. Todas los relatos del nacionalismo tienen un padre -las
madres no suelen ser reconocidas: deben estar lavando en el barranco- que se
sacrifica por sus hijos y describe e imparte los sacramentos necesarios para la
recuperación y santificación de la patria felizmente liberada. Por supuesto, si
el sacrificio paterno tiene algún valor es porque el fundador ha sabido
desentrañar el futuro y acepta ejemplarmente un holocausto que algún día
completará su sentido histórico.
Alguna mañana, en fin, el sufrimiento quedará justificado,
seremos felices y comeremos nuestras perdices. De nuevo, con ocasión de su
centenario, a Secundino Delgado (1871-1912) lo han entrometido en este papel,
el papel del padre del nacionalismo, vale decir, según la habitual sinécdoque
nacionalista, padre de todo un pueblo. Cien años y un día de Secundino Delgado.
Yo aventuro la tesis de que el propio Delgado se quedaría pasmado de
encontrarse en semejante trono patriarcal, meramente imaginario, y no solo por
modestia. El pensamiento de Secundino Delgado fue básicamente obrerista: un
obrerismo moteado de firmes convicciones anarquistas. De hecho, casi las únicas
(y modestísimas) referencias o alusiones a teóricos políticos que pueden apreciarse
en los papeles que dejó escritos Delgado son a pensadores anarquistas clásicos
como Bakunin y Koprotkin, que leyó ya instalado en
Cuba: uno y otro estaban muy difundidos en Hispanoamérica gracias a ediciones
populares de obras panfletarias como Dios y el Estado o La conquista del pan.
No es hasta 1896, cuando se traslada a Venezuela y funda la revista El guanche,
cuando Secundino Delgado opta por el independentismo, estimulado, como muchos
isleños afincados en América, por el proceso de independencia abierto ya en
Cuba. Pero Delgado y sus compañeros son incapaces de formular un diagnóstico
mínimamente congruente y realista de la situación política y económica de
Canarias en los últimos años del siglo XIX. No lo hicieron -desde luego- por
sus severas limitaciones intelectuales y culturales.
Pero también, al menos en el caso de Delgado, porque para él la
independencia era un instrumento de transformación socio-económica y casi nada
más. No se trataba -así puede colegirse de los artículos de Secundino Delgado-
de hacer la revolución para tener una nación dotada de Estado, sino de dotarse
de un Estado provisional para poder hacer una revolución, o al menos, un
conjunto amplio de reformas estructurales en beneficio de los obreros y los
campesinos. Y la diferencia no es insignificante en absoluto. El nacionalismo,
en las apuradas reflexiones de Delgado, es un elemento de su neblinosa opción
ideológica cuya virtualidad está en galvanizar una acción abiertamente
revolucionaria o posibilistamente reformista. Por
supuesto que pueden encontrarse en Delgado, como en otros redactores de El
guanche, una cierta mitificación afectiva del guanche, prototípicamente
decimonónica, pero nada de guanchismo militante.
La subordinación de las metas independentistas a un objetivo
considerado prioritario y superior (la situación de las clases populares) es lo
que explica, precisamente, que Delgado, de vuelta a Canarias, participara
activamente en la fundación del Partido Popular Autonomista, que tuvo su pila
bautismal en la Asociación Obrera de Canarias. El PPA se declaró
antiindependentista y anticaciquista y en su interior
se reproducía la ambigüedad, las contradicciones y el confusionismo estratégico
e ideológico que acompañó siempre a Secundino Delgado. En todo caso, el PPA, el
único partido en el que militó Delgado, era antes una organización de izquierda
reformista antes que una organización nacionalista. En realidad era un quiero y
no puedo tanto en la teoría como en la praxis, lo que no significaba que
Delgado, amigo de los independentistas cubanos y líder obrero emergente, no
molestara al Gobierno español, como demostró su detención y encarcelamiento,
debido a los miserables desvelos del general Valeriano Weyler,
el simpático inventor de los campos de concentración en Cuba. La inicua
persecución a la que Weyler sometió a Delgado
(falsificando incluso pruebas de supuestos delitos contra el político isleño)
es más que suficiente para retirar su nombre de la plaza más céntrica de Santa
Cruz de Tenerife. Supone una bofetada simbólica difícilmente tolerable para
cubanos y canarios y equivale, poco más o menos, a inaugurar una plaza
Comisario Matute después del ametrallamiento de Bartolomé García Lorenzo.
La honorable, modesta y contradictoria figura de Secundino
Delgado no se ha admitido como tal. Ha sido vampirizada e instrumentalizada por
organizaciones y personalidades independentistas para construir sus propios
relatos legitimadores: en último término, para defender, o reconstruir, la
inexistente continuidad de un movimiento independentista secular en el seno de
la población canaria, una voluntad de resistencia heroica de un pueblo, viva
durante generaciones aunque a veces adormilada, frente al feroz poder
metropolitano. Elevarlo a la categoría de prócer de la patria es proceder a una
falsificación política e intelectual en toda regla. Una de las actividades más
grotescas a la que se han dedicado diversas facciones e histriones
independentistas ha consistido en incrustar la figura de Delgado en una épica mamarrachesca que comenzaba en Tanausú
y terminaba en Antonio Cubillo. Nada más fácil que romantizar a un hombre que
vivía su apuesta vital y política románticamente, como se aprecia en sus
pronunciamientos, sus quejas y sus entusiasmos. Todavía más penosa deviene la
práctica que pretende encontrar en la historia contemporánea de Canarias, como
en un mágico espejo, las fases, las siluetas y las coyunturas de procesos
políticos independentistas latinoamericanos o africanos. En esta misérrima
fantasía Secundino Delgado vendría a ser el José Martí de Canarias. Delgado
jamás dispuso de la lucidez política ni del bagaje intelectual de Martí: sus
contextos históricos y culturales eran muy distintos, y sus respectivas
voluntades y talentos, radicalmente incomparables. Martí es un magnífico poeta
y uno de los renovadores de la anquilosada prosa española de su época; Delgado,
un humildísimo articulista que en su tremebunda autobiografía (¡Vacagüaré!) testimonió que lo suyo no era escribir.
Secundino Delgado apenas supo nunca lo que era la literatura ni
la poesía y así lo proclaman los espantosos versuchos
que se atrevió a emborronar:
Si el sol que primero vi
fue el de mi tierra, Nivaria,
¿qué quiere España de mí,
olvidar dónde nací
por la madrastra arbitraria?
Dan ganas de hacerse españolista y ponerse recitar a gritos a
Calderón de la Barca.