Bajo los ecos de un tambor de cabra

 

 

A Jesús Eustaquio Dorta, Chucho Dorta, "Benahuya", en el tercer aniversario de su muerte

 

«» Agapito de Cruz Franco

[…Quiero trabajar contigo/ en tu faena diaria/pa fabricar todos juntos/la libertad de Canarias"…]

Me senté junto a Él a la sombra de los últimos almendros, camino ya de Las Coloradas. Hurgaba en la madera con un punzón mientras observaba aquellos parajes a punto de ser destruidos. Benahuya -así se hacía llamar-, hijo de la lava, heredero de todos los volcanes, nacido del corazón mismo del Echeyde, meditaba en silencio. Fuera de la Fuente del Tizón, en la Cruz de Tea, no había agua a lo largo de todo el Camino de Chasna. Los eres de Charco del Pino y del Pino Lere sólo existían en la memoria colectiva, y las cabras, muertas de sed, habían terminado por desaparecer. Los cabreros y agricultores habían decidido emigrar a Las Américas, recalando como camarlengos para la industria turística, o como jardineros para el geriátrico de la Unión Europea Periférica (PEU, en inglé?). Ante la falta de agua, Benahuya no entendía cómo aparecía ésta mucho más abajo, para bañar lo que se conocía como campos de golf.

Según él, lo de los eres tenía mucha relación con lo que yo le contaba sobre la flota pesquera canaria, varada en los cruces de carreteras y autopistas. Ambas cosas, la desaparición de los eres y los barcos de pesca anclados en el piche, le llenaban de inquietud. Por sí misma -pensaba-, el agua no deja de manar, y a los barcos de pesca no les da por largarse tierra adentro.

Rumiando todas estas cosas, caminaba vereda arriba, mientras urdía poemas interminables con la palabra sencilla de las gentes del pueblo: "Pobre de Chipude/ sin gota de agua/mi mujer no puede/lavar sus jenaguas"; "Quiero trabajar contigo/ en tu faena diaria/pa fabricar todos juntos/la libertad de Canarias";"¡Viva la Noche San Juan!/,¡que vivan las fogaleras!,/¡viva el baño de las cabras!/,¡que vivan las ranilleras!".

Cuando llegaban las fiestas, acudía a ellas con sus arcanas ropas y los pequeños baifos. A veces, gesticulaba entre la multitud y ensayaba ritos que nadie conocía llamando a Achamán, a Magec y a muchos otros seres de antaño que ya nadie recordaba y que a buen seguro debían de estar emparentados con los antiquísimos Osiris, Horus y la propia Isis. Santos y dioses con quienes incluso tenía cierta confianza, como cuando le gritó en Tamaimo al Padre de la Virgen María en plena procesión: "Ahí va san Joaquín, que es un palanquín, y aquí se queda san Chucho".

Aquel mitad Hermano Pedro, mitad mencey loco gustaba vestirse con pieles de cabra, collares de huesos y sandalias de Chasna. Morral, añepa, tamarco y manta esperancera, caminaba siempre en dirección a los cuatro puntos cardinales, guiándose únicamente por el sonido del bucio de Carlos El Benijero. Cuentan, incluso, que una vez lo vieron en Cuba gritando por la independencia de Canarias junto a Secundino, y al mismo tiempo, caminando desde el Puerto de la Cruz a El Rincón detrás de un rebaño cabras para salvar este paraje, protestando por la tala de los castaños de la carretera de Aguamansa y montando un chiringuito en su casa de la plaza de El Llano, de La Orotava, al paso de la Subida del Santo. Pues como decían de él: "?imita la ligereza de los lagartos y la seriedad longeva de las cabras, pero ves y no ves su figura cuando crees poder apresarlo en el encuadre de la mirada, pues ya se te ha escapado bajo su sayo de borrego, haciéndose invisible de tanto verlo".

Cuando se hartaba de leyendas, este contador de la tradición masacrada, aparecía de forma mágica en los bochinches norteños, entre ríos de vino nuevo y timples de la media noche. Timples que huían con él hacia la vieja Masca, donde, con sus notas al viento, rendía tributo al monocultivo económico del turismo.

En la época del Beñesmén, se descolgaba por los barrancos de las Islas y gritaba a los cielos palabras de otros tiempos, mientras de entre las rocas milenarias asomaban sus cabezas los últimos guanches que, invencibles, repetían a través de él el juramento sagrado de los menceyes: "Agoñe yacorom yñatzahaña chacoyamet".

Masticaba luego unos rezos que, al parecer, tenían que ver con historias de pueblos que hablaban una lengua perdida y que había aprendido de su madre, y a su vez ésta de su abuela, y así sucesivamente hasta perderse entre la leyenda y antiquísimos ancestros que habían llegado de tierras rebeldes y desconocidas, pues, los seres humanos, decía, pertenecen a una tierra, aunque van y vienen y pueblan y despueblan los valles y las cumbres, según sus necesidades. Pero pertenecen siempre a una tierra.

Viajaba así hacia tiempos remotos que se daban la mano con nómadas irreconocibles ya en él y por él, y, a su manera, también él era un nómada entre las tierras altas de los hielos del Círculo Polar, las cosmopolitas calles parisinas, los viñedos dionisíacos de las praderas griegas, las islas Cícladas y aquel espeluznante espectáculo de una nueva Canarias amasada con cementos "Teide" y luz de humo.

Más tarde, la última vez que lo vi, iba, como siempre, envuelto en pieles de cabra y cantando loas a la Virgen del Carmen, esa que sacan al mar los marineros del Puerto una quincena después de la noche de San Juan. Noche mágica iluminada por hogueras solares, que dan paso en la madrugada siguiente al baño y purificación de las cabras en el mar, y en donde Achamán parecía acudir desde su remota morada ante la llamada solemne y espectral de aquel pastor sin rebaño y guía turístico para cuantos seres engullía el Puerto de la Cruz. Porque confieso que, cuando le veía en las mañanas de San Juan ante aquellas multitudes humano-caprinas, saliendo como un Neptuno de entre las aguas, no sabía con exactitud quiénes eran los turistas y cuáles las cabras traídas de la mano de Pablo el Abejón, Adrián el de San Nicolás, Fidel el de la Charca y sus hijos, Moisés del Realejo, Manolo y Zenobia? y tantos otros viejos pastores guanches del Valle de Taoro.

De este soñador de otros mundos, como lo definiera Edmundo del Ródano, recuerdo con una sonrisa las conmemoraciones de la Batalla de Acentejo, donde, imbuido de un quijotesco sentimiento de utopías milenarias, la emprendiera a palos y pedradas con los celebrantes que representaban al Adelantado y sus huestes. O cuando se convertía en el centro de la fiesta bien en plena romería de La Orotava, enredado en isas, folías y saltonas, bien en la explanada de Malpaso brincando bajo los pitos de la Virgen de los Reyes, o junto al Roque santo y peregrino de Garachico. Y también cuando, cargado de energía positiva, visitaba los vestuarios del Tenerife para darles suerte o saltaba al campo de fútbol con su cabra, "la Luisa", para denunciar la extinción de la raza caprina en las Islas sin olvidar su grito de rabia y tristeza en los eriales del suroeste, junto a los bajíos costeros de Alcalá, bajo la mirada perenne de la Pirámide de Chimayachi.

Incómodo para algunas instituciones, popular hasta la desesperación y derrotado por él mismo, la soledad fue su último acto de protesta. El resto ya es historia. Se iba septiembre en la época en que todo Tenerife era Vilaflor, mientras los alisios descargaban con toda crudeza la noticia de su último latido en los altos de La Orotava. Se fue como había vivido, con la mirada elevada de los guerreros viejos -"que no te baja la vista ni al agacharse"-, según afirmaba de él Alberto Omar.

Dicen que, desde la cumbre, se escuchó al atardecer un tintineo de siete estrellas verdes camino del Sol de los Muertos. Sobre el horizonte imposible de San Borondón. Bajo el sonido monocorde de un tambor de cabra y los ajijídes de un bucio, que, rasgando el viento, le acompañaban hacia el más allá con el último rayo verde.

24/sep/2005  

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