Siempre
queda una conversación pendiente con quienes nos dejan de modo repentino y,
sobre todo, con aquellos que, por distinta razones, destilaban -o destilan- un
halo de eternidad que, cada cual, bautiza como quiera.
El
último encuentro, en la cálida y bulliciosa Sevilla, que acogía la última
gran Exposición Universal realizada desde entonces, presentaba al César
Manrique Cabrera (1919-1992) pintor, una dimensión oscurecida -en modo alguna
olvidada- por sus brillantes trabajos ambientales dentro y fuera de Canarias y
por el redescubrimiento para la Europa gris y aburrida de la irrepetible
Lanzarote, un hecho tan importante o más -porque él siempre actuó en nombre
de la paz y el gozo- que la toma de Lanzarote por los aventureros normandos Jean
de Bethencurt y Gadifer de la Salle en 1402.
Aquella
reivindicación pictórica, dentro de las coordenadas del evento, pero fuera del
teatral y hoy arrumbado espacio de La Cartuja, fue una acción de justicia
estricta porque, en los cainismos estéticos, los expresionistas abstractos
-pongamos por ejemplo El Paso- estaban muy cómodos en número y soledad, sin
obviar, naturalmente, su condición de pioneros. Así pues, en su última
presentación los espectadores del evento advirtieron la riqueza de texturas y
colores de la piel de una isla a la que amó apasionadamente y a la que dedicó,
sin límites ni descanso, sus trabajos y sueños. Tras sus estudios de Bellas
Artes en San Fernando de Madrid y una provechosa residencia en Nueva York -que
había desplazado a París como centro artístico internacional- regresó a su
tierra en 1966 y, con la plena confianza de su amigo Pepín Ramírez, presidente
del Cabildo, diseñó un programa de actuaciones que pusieron en valor los
valores y caprichos naturales que el volcán forjó en este territorio
irrepetible.
Tras
soportar en carne propia el certero adagio de “pueblo chico, infierno
grande”, la trascendencia de sus obras le confirió una autoridad moral y estética,
inédita hasta entonces para un intelectual y un artista y, al margen de sus coléricas
reacciones ante la especulación, vivió un periodo de paz creativa, puso en
marcha su fundación y, entre encargo y encargo, volvió a la pintura, una pasión
que jamás había abandonado. Hace dos décadas, “recién inaugurado el otoño”,
como me recuerda Paco Galante, un accidente de tráfico acabó con su plenitud
creativa y con una larga y sugestiva lista de proyectos entre los que figuraba,
un documental, “a calzón quitado”, sobre su vida y su obra, un referente único
del imaginario isleño e internacional, una seña de identidad reconocible.
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Publicado
en el periódico Diario de Avisos, /2012/09/30/