Canarias: Razón de Estado
Félix Román N. Rodríguez *
El enunciado que se contiene en la expresión “razón de Estado” no pasa de ser un biensonante acumulación de dos abstracciones y hasta un afortunado ejercicio de estilismo literario, pero incapaz de encerrar en su formulación ningún concepto o principio jurídico que pueda ser utilizado en el mundo de los valores fundamentales de un Estado democrático de Derecho.
Por el contrario, en la práctica política quiere reflejar con frecuencia, un modo de actuación basado en la conveniencia de los titulares del poder inevitablemente alejado del modelo ideal diseñado en los textos constitucionales.
Una inmoderada apelación a la razón de Estado como pauta determinante del comportamiento de los poderes políticos ante los conflictos que surgen de la convivencia en libertad, lleva en sí misma un germen de esterilización y empobrecimiento de las posibilidades de un sistema democrático.
Instalado permanentemente en tan acomodaticia coartada, el Estado, el poder en suma elude la incidencia de los valores reales del sistema, y crea espacios inmunes a toda exigencia de responsabilidad, bastándole la invovación de la potestad que ostenta para justificar sus decisiones.
El acotamiento e insonorización de esta zona de actuación adormece la sensibilidad de los gestores públicos, y termina por aislarlos de los titulares de nuestra soberanía. Desconectados de nuestras raíces y del sistema democrático ocupan un plano superior que les proporciona una visión paralela pero innecesariamente distinta de la que se puede obtener desde otros posicionamientos más comprometidos. Esta doble visión tiende a mantenerse indefinidamente mientras se ofrecen hipotéticos resultados que se presentan como seguros, a cambio de acciones justificadas por vigorosas invocaciones a la razón de Estado.
Es la promesa de un mejor futuro para Canarias, y no las realidades y exigencias concretas del sistema democrático lo que alimenta las decisiones del poder. Se extiende la cobertura de la Razón de Estado hasta el límite de sus posibilidades agitándola profusa e innecesariamente frente a críticos y opositores, ésta hiperactividad de las razones de Estado puede, igual que los sueños, engendrar monstruos, o por lo menos máscaras irreconocibles de la realidad.
Ante estas situaciones lo poderes públicos tienen que plantearse la necesidad de abandonar la cobertura de la razón de Estado sustituyéndola por argumentos más perentorios y realistas. Quizá será más sincero y esclarecedor reconocer ante los canarios que, en algunos casos, el corazón exige comportamientos que la razón no comprenda.
El Estado se ve arrastrado hacia posiciones puramente defensivas difícilmente compatibles con los valores del sistema. Se producen actos compulsivos o meramente instintivos, sin la necesaria elaboración y discusión impuestos por determinados acontecimientos. Cuando las circunstancias son especialmente dramáticas, es cuando más imperiosamente se impone controlar el síndrome reactivo y meditar sobre la conveniencia de no alumbrar normas jurídicas con antorchas funerarias.
La legalidad emanada de situaciones de tensión difícilmente respeta la racionalidad de la norma. La Ley en su formulación más clásica es la ordenación de la razón encaminada al bien común.
En un Estado democrático el bien común exige el desarrollo de los derechos y libertades individuales frente al Estado. Sería más conveniente para el mundo democrático que el poder reconociera sus quiebras sin encerrarse en la insostenible coartada de la razón de Estado.
Llegados a este punto, debe advertirse que ya no cabe defensa ni reacción ante los excesos. Los actos generados se amparan en la legalidad formal imperante, se abre una brecha de imprevisibles e incontroladas consecuencias para los derechos y libertades individuales de todos los canarios.
Al ensanchar el campo del intervencionismo compulsivo del Estado, generalizando desmesuradamente las situaciones que los justifican, surgen enfrentamientos entre los principios y el sistema de imposible conciliación ya que ambos forman parte inseparable del mismo concepto. El sistema democrático no es nada, no puede entenderse sin una actualización continua de los principios que lo sustentan.
El pragmatismo de los que sostienen que más vale abandonar los principios a que parezca el mundo en que el Estado vive, utiliza una coartada carente de racionalidad y contenido que se limita a practicar una quirúrgica incisión sobre el sistema separando el Estado de los valores superiores de su ordenamiento. El Poder y las libertades comienzan a circular por órbitas alejadas sin posibilidad de alcanzar su armonía. La razón de Estado se coloca sobre el sistema en posición cenital iluminando de manera fija e inmutable los actos emanados del Poder que se presentan así, sin sombras o espacios oscuros.
El empeño es inútil porque al carecer la razón de Estado de la nitidez e inmutabilidad del astro solar, el espacio político donde actúa un panorama de contornos difusos y perspectivas sombrías.
*Contertulio y Corresponsal de la emisora la Voz de Rusia en Canarias
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