Es más que evidente que el
Archipiélago fue considerado siempre un territorio conquistado y colonizado por
la Corona de Castilla, que hace medio milenio invadió con sus tropas y sus
mercenarios estas islas, a las que abandonó prácticamente durante los cinco
siglos posteriores.
Los
avances tecnológicos y la revolución en los transportes marítimos y
terrestres han hecho, durante la segunda mitad del siglo XX que Canarias
empezara a dejar de ser política y económicamente un territorio colonial de
ultramar de la España continental.
Cuando
investigué para hacer mi tesis doctoral sobre la instalación del primer cable
telegráfico entre la Península Ibérica y Canarias y sobre las disputas políticas
entre las dos capitales canarias por conseguir el ansiado amarre telegráfico en
sus respectivos territorios (diciembre de 1883) –obra publicada en 1997 por el
Aula de Cultura del Cabildo de Tenerife– me centré mucho en el estudio de la
situación geográfica, política, social y económica de esta región atlántica
en el último cuarto del siglo XIX.
Tal
era el abandono a que nos tenía sometidos la metrópoli, que los periódicos de
las islas, en numerosos comentarios editoriales se planteaban si sería
conveniente solicitar nuestra adhesión a la Corona británica, visto el
desinterés manifiesto que tenían hacia este territorio archipielágico las
autoridades del Estado Español.
Fíjense
ustedes en un dato muy esclarecedor. En el quinquenio que abarca desde 1880 a
1884, la actividad comercial entre Canarias y el Reino Unido sextuplicaba el
volumen de negocio al de Canarias con España (expresado textualmente así por
los periódicos tinerfeños de la época), por lo que nuestra dependencia real
era mayor con Inglaterra que con el resto del territorio nacional español.
Fue
la época en la que numerosos comerciantes pertenecientes a la burguesía británica
se establecieron en las Islas Canarias, como la familia Hamilton en
Santa Cruz de Tenerife, donde consignaban buques procedentes de Europa y del
resto del mundo hasta casi nuestros días.
En aquellos años finales del siglo XIX, el fundador de la compañía Hamilton
poseía varias palomas mensajeras, que hacían el trayecto marítimo entre
Funchal (Madeira) y la capital tinerfeña. Allí, en la isla portuguesa, tenían
destacado un agente comercial que informaba por ese medio de comunicación tan
rudimentario, de la próxima arribada de barcos al puerto de Santa Cruz, por no
existir otra conexión con el exterior, si exceptuamos al buque correo que,
quincenalmente, hacía la travesía entre el Sur de la Península Ibérica y
Canarias.
El
Archipiélago ha sido, tradicionalmente, una colonia, una comunidad abandonada
por el Estado español, prácticamente hasta la Transición y la llegada de la
democracia, en 1977, primero, y tras el ingreso de España en la Unión Europea,
a partir de 1986. Antes fuimos (y en algunas cosas lo seguimos siendo) el auténtico
culo de Europa.
Muchos
godos nos ven hoy en día como una región exótica, donde imaginan que sus
habitantes llevamos taparrabos, abundan las playas tropicales, tenemos
cocoteros, muchos camellos y las mujeres andan semidesnudas. Vayan, si no, a
cualquier pueblo del interior de la Península y pregunten a algunos de sus
habitantes. No me estoy inventado nada, porque lo he comprobado personalmente.
En Asturias, hace años, en un taller mecánico de un pueblo donde tuve que
parar para que arreglaran el pinchazo de una rueda de un coche, me empezaron a
preguntar por el régimen de Fidel
Castro, creyendo –sin duda– que yo era cubano o un emigrante
retornado del Caribe.
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Fuente:
eldiariodetenerife.com/2016/03/15