¡Las cabras no gozan fuero!
Luis
Cova Benítez *
Siempre hubo cabras en Tenerife. Incluso,
antes de la llegada de los españoles, este ganado y sus pastores fueron presa
de asaltos y rapiñas, pues representaban unas de las pocas riquezas que ofrecía
la isla: pieles y carne, leche, queso para la subsistencia, y esclavos para el
trabajo o venta en los mercados peninsulares. Dicen que estas cabras canarias
presentan características óseas que las relacionan con hallazgos arqueológicos
de este ganado en el cercano Oriente, lo que podría hablarnos de sus orígenes,
así como el de los pastores que hasta aquí condujeron sus hatos en secular
migración.
También es innegable la influencia, el
peso, que el estamento militar tuvo en el desarrollo de la Villa, las más de las
veces positivamente, pero por la que se veía obligada a servidumbres no siempre
favorables a los intereses municipales, al ver mermados sus ingresos por las
cortapisas, regalías y privilegios de que gozaban muchos de los relacionados de
alguna manera con el mundo de las armas. Durante muchísimo tiempo los únicos
recursos de que dispuso el ayuntamiento, aparte del derecho sobre el haber del
peso y de los caños de la aguada a barcos surtos en la bahía, eran la tasa
sobre el aferimiento de pesas y medidas de
establecimientos de venta al público y el de la venta callejera o, a partir de
1815, de los puestos de la recova. Pero resultaba que eran más de la cuenta los
acogidos al llamado fuero militar que les dejaba exentos del pago de estas
gabelas en detrimento de las arcas municipales.
Bastaba estar comprendido en la matrícula
de mar por ser marinero, pescador, componente de las tripulaciones de las lachas de ronda del puerto, o artillero de cualquier grado
y condición, para verse libres de una obligación que era inexcusable para el
resto de los ciudadanos. Hasta, como se desprende de las instrucciones para la
defensa dictadas por el general Gutiérrez en 1793, había boyeros que gozaban
del fuero militar.
Cualquiera de ellos, y en algunos casos
hasta sus mujeres e hijas, podían ejercer la venta callejera de productos del
campo o de pescado fuera de la puerta del muelle, en contra de lo ordenado, o
tener ventas, lonjas o tabernas en el pueblo, sin que el ayuntamiento pudiera
cobrarles las tasas establecidas y, cuando lo intentaba, se encontraba con la
oposición del jefe militar correspondiente. Por si fuera poco, en 1804 se
estableció que la conservación, aumento y prosperidad de los montes pertenecen
al fuero militar de la Comandancia de Marina, con lo que guardamontes y demás
personal autorizado por dicha Comandancia quedaba exento de pago de tasas por
la venta de leña, carbón y otros productos forestales. En este año eran 21 los
artilleros retirados que continuaban acogiéndose al fuero y hasta las familias
de los emigrados a América disfrutaban de ello.
La situación llegó a alcanzar límites
insostenibles para la alcaldía, provocando continuos conflictos con los
comandantes de los respectivos cuerpos, especialmente el de Artillería, el
coronel Antonio Eduardo. El ayuntamiento no podía admitir que en las ventas o
comercios de los artilleros se vendiera con pesos y medidas sin aferir
oficialmente, como se hacía con la generalidad de los establecidos, porque
además de ver mermados sus ingresos por las tasas ordenadas, daba lugar a
situaciones que podían perjudicar al público. Hubo un momento en que pareció
que se iban a incorporar al fuero ordinario un cierto número de vecinos cuando
se suspendió la matrícula de mar, cuyos componentes quedaban preferentemente
dedicados al tráfico costanero, es decir, entre las islas, pero la mayor parte
de ellos se alistaron en las milicias de Artillería, y todo siguió igual.
Uno de los mayores contenciosos con el
coronel Eduardo tuvo su inicio en la confiscación ordenada por el ayuntamiento
del producto de la venta callejera de higos secos realizada por un artillero,
naturalmente sin permiso municipal. Pero lo que colmó el vaso de los
despropósitos llegó cuando por los daños ocasionados en algunas huertas por
unas cabras del también artillero José Fonte, el
alcalde pretendió sancionarle con multa de cinco pesos. El coronel reaccionó de
forma inmediata en defensa de su jurisdicción, llegando a insinuar que
recurriría a la Real Audiencia si no se respetaba el fuero del cabrero. Ante la
amenaza, el alcalde Nicolás González Sopranis cayó en
la cuenta de que, si bien el artillero gozaba de fuero, no así sus cabras, y
ordenó que se metieran en la cárcel, aumentando a la multa el importe del
derecho de carcelaje.
Nada se sabe del final de esta rocambolesca
historia. Tal vez las cabras fueron liberadas o, lo más probable, fueron
sacrificadas y vendida su carne para el rancho de los presos, cuya manutención,
por falta de recursos, pagaba el alcalde de su bolsillo.
*
CRONISTA OFICIAL DE
LA CIUDAD
De la Tertulia Amigos del 25 de Julio
Publicado en La Opinión de Tenerife, 2012/10/07