Buscando a Tinguaro

 

Yaiza Afonso Higuera *

 

Veo la montaña de San Roque desde mi ventana, es pequeña y redondeada. El viento siempre incesante. Esta Laguna es así de áspera, te da escalofríos, y las paredes de mi habitación lo saben bien. Seguramente este es el mismo viento que sintieron guanches y españoles hace ya más de 500 años. Pienso en eso, en las batallas de la conquista, en la muerte, en la desesperación que sintieron las que se sorprendieron al ver las espadas, en el asombro en los ojos de los que observaron las armas de metal brillante. Al mirar las casitas que están justo en mi frente me pregunto ¿tendrán conciencia las vecinas y vecinos de la Verdellada de lo que pasó en esa montaña? ¿Se pararán a observarla en algún momento del día? ¿Sabrán las personas con las que comparto pasillo algo de la historia de Tinguaro? ¿O solo es para ellos una placa que designa el nombre del edificio?

 

En el año 2011, inauguraron justo al lado de donde vivo el Parque Tinguaro, y cuando fui a ver el resultado no pude apreciar ni un resquicio de su historia, ni una figura mínima que homenajeara al hombre que luchó en la batalla de Aguere. Me pareció absurdo que los concejales desaprovecharan esta oportunidad para dotar a un trozo de tierra de un trozo de historia, me pareció absurdo que los políticos no supieran imaginar un acto cultural más allá de una foto caduca y de un discurso vacío. Hace unas semanas hicieron unas mejoras en el parque y mi sorpresa fue tremenda cuando a la entrada del espacio plantaron una obra denominada Puerta hispana como un modo de lo más original de dar la bienvenida. ¡Pobre Tinguaro! un parque en el que se desperdicia su nombre, un jardín atrapado en la caverna de Platón, un huerto en el que no se ve más allá de las narices de los políticos de turno, un tortazo a su memoria.

 

Olvidaron la magia que debía percibirse en ese lugar, la presencia de los que pisaron las tierras vacías de edificios. Tinguaro ganó junto a su hermano Benchomo la Batalla de Acentejo, la vencieron con piedras y palos. Pero después de la victoria encontraron la derrota en Aguere. A Tinguaro le cortaron la cabeza en la montaña de San Roque y la exhibieron como un trofeo en la Cruz de Piedra. Me gusta que haya flores en esa cruz, flores que dan vida al que murió.

 

Hoy en mi cabeza silban tajarastes de tambores y chácaras antiguas que no sonaron el día de la inauguración. Diseño un homenaje al guanche, una delicada escultura de piedra en la que imaginemos su silueta, un lugar donde podamos leer su vida, también pienso en un texto lleno de fuerza en el que se cuenten los detalles de los que nos precedieron, vislumbro además tres teniques y un garrote, un gánigo chiquito, un fogal y unos dedos toscos en un molino... Un espacio para la historia, porque sin ella, no somos nada.

 

* Pedagoga