Cuando no éramos europeos

 

Paco Déniz

 

Corría el año setenta y cinco cuando atracamos en Santa Cruz camino de La Palma y nos topamos con el bar Imperial. Allí descubrimos algo inaudito: el bocadillo de pollo.

Imposible, pensamos. ¿Cómo puede haber bocadillos de pollo? Hasta ese momento nuestros bocadillos eran de queso y conserva, mantequilla, o mortadela en los cumpleaños. Tanto nos gustó que nos compramos cuatro por cabeza para proseguir el viaje en los Santamarías. Cada uno se comió sus cuatro bocadillos antes de llegar a la Punta de Anaga, y allí nos provocamos y los devolvimos por encima de la marea.

El otro día me apeteció rememorar aquella in-gesta, y con esa intención me dirigí al barítimo cercano a mi trabajo. Estaban guisando una cosa viscosa de color blanco roto con tonalidades amarillentas, verdosas e inodoras. En la barra, dos compañeros miraban estupefactos el caldero desvencijado y les pregunté que qué era eso. La comida para los perros, me contestaron. No, en serio, es el pollo para el bocadillo. ¡No me jodas! ¡Eso! Por encima de mi hombro, un pibe alto preguntó ¿eso qué es? La comida para los perros le dije. Aquello ni siquiera olía al característico olor de cuando las puretas metían las gallinas en agua caliente para desplumarlas. Terrible. Allí estábamos cuatro perros temerosos e impotentes mirando lo que nos echan de comer.

Es la comida industrial aprobada por la normativa comunitaria bajo presión de las grandes corporaciones y sus lobbys que han conseguido que se permita todo tipo de tropelías con la comida de la gente, con los productores locales y con los sabores. Esos dirigentes de Loobys y corporaciones asesorados por grandes profesionales que dictan que lo que interesa es ofrecer un pollo sin espinas, porque las espinas provocan rechazo social. Cualquier mazamorra sirve si no tiene espinas

Solo espero que, ahora, se entiendan mejor las palabras del camarada Evo Morales criticando la importación masiva de pollo norteamericano y apostando por las gallinitas sueltas de toda la vida. Aquellas que seguramente me comí en el bar Imperial cuando no éramos europeos.

 

Otros artículos de Paco Déniz  publicados en El Canario